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Capítulo catorce

– Ave María Purísima.

Esta vez el sacerdote no entonó, desde el interior del confesionario, la réplica de costumbre sino que con voz entrecortada dijo a la mujer que acababa de arrodillarse que se alegraba de que hubiera vuelto.

– Veo que me ha reconocido, padre, y lo celebro. Eso significa que se acuerda de mí.

¿Cómo podía no acordarse de aquella mujer de voz alegre y cantarína a la que acompañaba un perfume penetrante que hacía tan sólo dos semanas le había anunciado, con tono firme y sereno, que tenía la intención de matar a un hombre? ¿Y que había añadido que él iba a ayudarle a hacerlo? Era imposible olvidar a una mujer así y se lo dijo, aunque sin desnudar totalmente sus sentimientos.

– Te recuerdo, por supuesto que te recuerdo, es lógico. No todos los días vienen a este confesionario para anunciar la comisión de un crimen.

– Se equivoca, padre, yo no le dije que iba a cometer un crimen sino a matar a un hombre. No será una acción criminal sino de mera justicia.

– Eso sólo son palabras autojustificativas. La muerte violenta de un ser humano siempre es un crimen horrendo, el peor de todos, puesto que se le arrebata lo más sagrado que alguien puede tener, la propia vida.

– ¿Es usted sincero, padre? Sé quién es y cómo piensa, no quiero engañarle, por eso quiero que me diga la verdad, ¿no se ha alegrado usted nunca al enterarse de algún asesinato? Por ponérselo más fácil, si alguien hubiera asesinado a Adolf Hitler antes de llegar al poder, ¿le parecería a usted un acto criticable, un crimen horrendo?

La mujer había puesto el dedo en la llaga. Más de una vez el sacerdote había sentido, si no alegría, sí la sensación de que se había hecho justicia al producirse una muerte violenta; sin embargo, realizó un esfuerzo de voluntad para desechar esos pensamientos y reanudó su intento de convencer a la mujer para que desistiera, aunque se sintiera incapaz de encontrar argumentos suficientemente válidos.

– Todos hemos tenido alguna vez esos pensamientos, pero no debemos permitir que controlen nuestro comportamiento. La grandeza del ser humano estriba en vencer las pasiones, no en ser guiados por ellas. Matar es malo, siempre y en cualquier situación, no sólo porque sea la voluntad de Dios sino porque la violencia nos conduce irremisiblemente al abismo, tanto exterior como interior.

– Usted es sacerdote, padre, y habla como tal. Le agradezco sus esfuerzos porque eso demuestra que quiere, desde su punto de vista, salvarme, pero no es necesario. Si no estoy ya salvada nada ni nadie conseguirá hacerlo.

– Nunca es tarde para Dios.

– Entonces no tengo de qué preocuparme, pero me gustaría que dejáramos esta conversación teológica que no conduce a nada.

– En ese caso, ¿por qué has vuelto? No creo que sea por la necesidad de tener un público atento que escuche impasible tus proyectos. Aunque no quieras admitirlo expresamente el hecho de venir aquí a contarme por dos veces tus intenciones significa que, en el fondo, necesitas que te ayuden. Quizá yo no sea capaz de ayudarte, tal vez no sepa transmitir correctamente mis pensamientos, pero te suplico que te olvides de esa atroz idea o que, por lo menos, busques ayuda en algún lugar mejor.

– No se atormente, padre, le repito que agradezco sus esfuerzos pero mi decisión está tomada. En lo único que acierta es en lo de que necesito su ayuda pero eso, perdone que se lo comente, no tiene mucho mérito porque yo misma se lo confesé en nuestro anterior encuentro, ¿no lo recuerda?, le dije que iba a matar a un hombre y que usted me iba a ayudar a hacerlo.

– No consigo entenderlo.

– En seguida lo comprenderá. Quizá pudiera hacerlo sin su ayuda pero con ella será mucho más fácil porque la persona a la que voy a matar es un compañero suyo. Voy a matar al padre Emilio Vázquez.

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