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Capítulo dieciséis

Cuando volví a Madrid con mi padre empecé a trabajar en una de sus empresas, concretamente en una dedicada a la construcción. Era la época del desarrollismo y mi progenitor había decidido unirse a ese carro. Era un negocio sencillo, se trataba de construir viviendas para los emigrantes que venían a trabajar a Madrid al calor de la bonanza económica y con el deseo de huir del sinsentido de una vida llena de miseria y pobreza en el pueblo allá por Extremadura, Andalucía o La Mancha. Todavía no sabían que la vida en la gran ciudad podía ser mucho más dura que en el pueblo. Para mi padre y sus socios todo eran ventajas, suelo barato, materiales aún más baratos, ninguna obligación de construir equipamientos y una mano de obra abundante a la que no era necesario pagarle demasiado, entre otras cosas porque quien pedía aumento de sueldo en seguida era denunciado como comunista y acababa con sus huesos en la cárcel. Aunque al principio no sabía lo que me traía entre manos en poco tiempo aprendí los entresijos del negocio y gracias a ello y a que los directivos de la empresa me respetaban por ser hijo de quien era y me hacían sus confidencias, pude comprobar que los materiales usados no eran de muy buena calidad y se corría por tanto el riesgo de que hubiera algún accidente o se produjera derrumbamiento.

– No digas tonterías y no hables de lo que no sabes -me cortó mi padre cuando se lo comenté-. Esta gente nunca vivirá mejor que cuando viva en las casas que hemos construido para ellos. Recuerda que gracias a nosotros van a abandonar los establos y van a vivir, al fin, en casas dignas. Esta es una gran obra social digna de grandes españoles. Claro que no son pisos como los del barrio de Salamanca pero recuerda que aquí va a vivir gente obrera y sin cultura, con esto tendrán más que suficiente y no conviene que se mezclen con nosotros. Siempre ha habido ricos y pobres y siempre los habrá, así lo ha querido Dios para que el mundo funcione. Además, si usáramos materiales más caros bajarían nuestros beneficios en la misma proporción, así que deja de pensar en tonterías y continúa con tu trabajo.

En realidad a mí también me traían al pairo las condiciones de habitabilidad de las viviendas que estábamos construyendo, si se lo comentaba a mi padre era tan sólo porque seguía sintiendo resentimiento hacia él y para molestarle, por eso no me impresioné cuando uno de los bloques, recién inaugurados, se desplomó causando la muerte de diecisiete personas. La cosa no trascendió ya que uno de los socios de mi padre era en aquellos tiempos un gerifalte del Movimiento y a los supervivientes se les tapó la boca realojándoles en otras viviendas disponibles de similar jaez así como encarcelando a un aparejador que no tenía culpa de nada. Pese a todo mi padre, quizá pensando que era otro el motivo que me había impulsado a denunciarle la mala calidad de las viviendas que estaba construyendo, decidió apartarme de aquel negocio sin incorporarme a ningún otro. Durante un tiempo estuve en casa comiendo la sopa boba, como habitualmente se dice, y observando con más claridad la situación. Aunque mi hermanastro era aún muy pequeño estaba totalmente claro que había sido designado como el sucesor de mi padre. Eso me incomodaba pero me daba una libertad de actuación que hasta entonces nunca había tenido. Seguía teniendo miedo físico a mi padre pero el respeto por su persona había desaparecido. Sin embargo, fue de nuevo una decisión suya la que encauzó definitivamente mi vida.

Un día, después de comer, me ordenó salir con él de casa y acompañarle hasta la oficina desde la que dirigía sus negocios. De un mueble bar sacó una botella de anís y dos copas que llenó generosamente.

– Hijo, creo que te vas haciendo hombre así que ha llegado el momento de que hablemos y actuemos como tales -dijo acercándome una de las dos copas.

Con cierto temor obedecí la orden silenciosa de mi padre y sorbí un poco de anís, aprensivo aún por el recuerdo de la borrachera que había cogido en la casa del embajador de Paraguay. Tosí un poco pero me recobré en seguida y volví a dar un segundo trago.

– Es duro ser hombre, ¿verdad? -me dijo mi padre cuando observó mi reacción al beber-, pero hay que afrontarlo antes o después y a ti te ha llegado la hora. No puedes estar permanentemente en casa haciendo el vago. Tenía puestas muchas esperanzas en ti, pero me has defraudado.

– Quizá el hijo que has tenido con esa mujer colme en cambio tus esperanzas -me atreví a contestar, seguramente animado por el alcohol.

– No seas insolente y procura hablar con más respeto de tu hermano y tu madre.

– Esa mujer no es mi madre y nunca lo será -aullé.

– Está claro que eres un caso perdido -dijo mi padre meneando tristemente la cabeza-, pero eso me reafirma en mi idea. Hace tiempo tenía la esperanza de que ingresaras en la Iglesia o en el Ejército, pero tu actitud ha truncado ambas posibilidades. Ningún seminario acogerá en su seno a alguien que se ha comportado como tú, regocijándote con fotografías obscenas. Y no posees la disciplina ni la madurez necesarias para hacer la carrera militar. Por otra parte, en el tiempo que has trabajado conmigo no te he visto bien dispuesto para llevar el negocio y lo único que has hecho es plantearme pegas absurdas.

– No tan absurdas, si no me equivoco murieron diecisiete personas.

– Eso está aclarado y el culpable en la cárcel, así que deja de interrumpirme y decir tonterías. He estado pensando en tu futuro y he llegado a una conclusión. Vas a ingresar en el Cuerpo Superior de Policía.

– ¿Yo policía? -pregunté extrañado y suponiendo que aunque mi padre no era aficionado a las bromas me estaba gastando una.

– Sí, policía. Lo tengo todo arreglado para que ingreses en la academia y te incorpores al trabajo en muy poco tiempo. No es como el ejército pero también se sirve con las armas a España. Si eres un poco listo, además, y te portas bien, podrás hacer carrera ahí dentro, nunca se sabe. Para ello contarás con todo mi apoyo y mis influencias.

– ¿Y si me niego a ser policía?

Antes de contestar mi padre pegó otro sorbo a su copa y me miró fijamente a los ojos durante unos segundos, taladrándome con su mirada. Luego pronunció, arrastró más bien, tres palabras.

– Nunca serás nada.

La suerte estaba echada y al cabo de pocos días ingresé en la Academia de Policía. Fue tan sólo un trámite, ya que estaba más que decidido que aprobaría el cursillo, pero aun así disfruté durante los pocos meses que estuve en Ávila y por fin, un frío día del mes de enero, me dieron una placa y una pistola, me asignaron un compañero y empecé a patrullar por las calles de Madrid.

Mi compañero se llamaba Julián Sánchez y era un hombre con gran experiencia que llevaba más de doce años pateándose como policía las calles de Madrid. Junto a él aprendí muchas de las cosas que necesité para desenvolverme en aquel ambiente, a medio camino entre la delincuencia y la autoridad. Aunque nosotros servíamos a esta última estábamos más en contacto con la primera, y eso se notaba. Recuerdo como si fuera hoy mismo el primer día que salí en el coche patrulla. Para mí aquello era algo excepcional, era un policía encargado de luchar contra la delincuencia y de proteger al ciudadano. Supongo que había visto muchas películas. Mi compañero, en cambio, no tenía nada de cinematográfico. Calvo y barrigudo, casi siempre con la chaqueta manchada de restos de comida grasienta, su torpe aliño indumentario no le entroncaba con Machado sino con cualquier vagabundo que recorriera España con el hatillo al hombro, pero su sola presencia en cualquier lugar imponía respeto. No le habrían permitido entrar nunca en la residencia de un marqués, pero cuando entraba en cualquier taberna o antro de Vallecas se le llamaba don Julián y todo el mundo perdía el culo por atenderle. Eso es lo que ocurrió en el primer bar que entramos mediada la mañana. Según iban transcurriendo las horas me había ido dando cuenta de que la jornada no iba a ser tan emocionante como yo esperaba. Nos habíamos limitado a dar vueltas por la zona sur de la ciudad, atentos a las posibles llamadas de emergencia que hubiera. Era lunes y mi compañero no hacía más que hablar de la goleada que el día anterior había logrado el Real Madrid en su partido contra el Betis, al que naturalmente había asistido sin pagar. «A partir de ahora tú también podrás entrar de gorra en Chamartín», me dijo. Y cuando acababa de explicarme al detalle hasta la más pequeña jugada empezaba con su segundo tema favorito, las mujeres.

– Si juegas bien tus bazas no te faltarán de ahora en adelante mujeres, chaval -me dijo dándome un codazo que casi me desplaza del asiento.

Poco antes de las dos del mediodía aparcamos el coche y entramos en una taberna que hubiera podido ganar el concurso del local más sucio de España. Nada más vernos entrar -en realidad, nada más ver entrar a mi compañero- el tabernero desalojó a un desocupado de una de las mesas que había en el establecimiento y nos rogó que nos sentáramos. Con la palma de la mano tiró al suelo todos los desperdicios, colillas y restos de comida que habían anidado en la mesa y puso un trozo de tela al que pomposamente llamó mantel, que desde el día de su estreno no había sufrido el roce no ya del detergente sino ni siquiera del agua. Curiosamente, mi compañero estaba allí a sus anchas, ejerciendo un dominio absoluto sobre la concurrencia.

– Manolo -dijo hablando confianzudamente al tabernero-, te presento a mi nuevo compañero, el inspector Vázquez. Espero que le trates como a mí por lo menos.

– Descuide, don Julián, ya sabe usted que aquí somos de ley. Encantado, señor inspector -añadió saludándome-, ya sabe que en Casa Manolo tiene usted un amigo.

– Es su primer día de trabajo así que tiene mucha hambre -cortó Julián por lo sano-, ¿qué tenemos hoy para comer?

– Hay una ensalada muy buena, don Julián.

– Déjate de chorradas, queremos comer, no estamos a dieta. Venga, qué tienes de sólido.

– ¿Qué le parecerían unos callos de primero y después unas manitas de cerdo?

– Lo acompañarás con un buen tinto, supongo.

– La duda ofende, señor inspector.

– Estupendo, pero sírvenos cuanto antes, que tenemos prisa.

El tabernero salió escopeteado y al cabo de muy poco tiempo dos humeantes platos de callos extremadamente picantes aparecieron sobre la mesa. El vino era un tintorro barato pero mi compañero lo paladeó como si fuera el más fino de los borgoñas. Las manos de cerdo, aunque grasientas, tenían buen sabor. Para cuando Julián encendió un purito y se pidió una copa de Veterano estaba sudando a chorros, con la camisa blanca totalmente empapada. Aunque yo estaba incomodado él no parecía darse cuenta, disfrutaba como un niño. Eso era para él el colmo de la felicidad, la culminación de sus aspiraciones.

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