El día que tu padre volvió al caserío fue un día especial. Tu madre preparó una de esas comidas que sólo hacía para las Navidades y os vistió como para asistir a una boda. Tú y tus hermanos, que no sabíais lo que iba a pasar, estabais extrañados y expectantes, aunque tú ya te olías algo. Y cuando llegó, no lo pudiste resistir y empezaste a llorar. Habías soñado mucho con ese día y te veías a ti mismo sereno y recio, recibiéndole como un igual, del modo que habías visto hacerlo en las películas, pero a la hora de la verdad sólo supiste ir corriendo hacia él y llorar, llorar de felicidad por el reencuentro y de tristeza por los días perdidos. Pero no te importó porque quizá tus lágrimas hicieron que él te apretara más fuerte entre sus brazos y sintieras su calor tan añorado. Ni tu hermano mayor Mikel, que sí se mantuvo sereno, ni los tres pequeños que aún no eran conscientes de la situación transcurrida lloraron pero respetaron tus lágrimas, sabedor el primero de que esas lágrimas tenían un hondo sentido y asombrados los pequeños de que el segundo de sus hermanos mayores llorara de aquel modo.
Fueron días felices pero que duraron poco. Tú lo presentías y él lo sabía. No había más que verle y compararle con el hombretón que aparecía jovial en la fotografía tomada en la cima del Gorbea. Sus cincuenta años se habían convertido de repente, como por arte de birlibirloque, en casi ochenta y su pelo moreno y fuerte estaba totalmente encanecido, pero sus ojos seguían brillándole, con una fuerza que sólo podía venirle del interior.
Recuerdas que en uno de los muchos paseos que disteis juntos, ya que no tenía fuerzas para trabajar, le contaste la paliza que le diste al compañero de la escuela que se había metido con él; sin embargo, no actuó como esperabas, no se te echó al cuello con los ojos humedecidos por el agradecimiento, sino que revolviéndote el pelo cariñosamente empezó a hablarte en un tono tranquilo, sosegado.
– Sabes, Ander, está bien defender lo que uno cree justo, pelearse y luchar por su familia, por su patria, por sus creencias, pero con la violencia no se consigue nada, tan sólo hacer daño a la gente. ¿Cómo crees que se sentirá ahora ese chico, humillado al haber sido vencido por un menor en una pelea, y por haber sido acusado su padre de ladrón? La violencia no trae más que violencia y sólo genera sufrimiento, créeme hijo, lo sé por experiencia.
– Entonces, ¿qué tenemos que hacer? ¿Poner la otra mejilla? -recuerdas que contestó tu hermano Mikel, completamente exaltado.
– Quizá sí, si de verdad somos cristianos tendríamos que seguir el mensaje de Jesús, pero admito que es difícil, muy difícil. Sólo podemos tener fe en Dios y en la justicia de nuestra causa, esperando que al fin triunfe.
– Y mientras tanto, cruzarnos de brazos, supongo…
– ¿Acaso tu padre ha estado cruzado de brazos?, ¿acaso tienes algo que reprocharme?
– No, aitá, no he querido decir eso -dijo tu hermano vehementemente, le recuerdas hablando como uno de esos profetas que a menudo aparecen en el Antiguo Testamento, duros y justicieros, crueles a fuer de predicar el bien-, pero hay otros modos de lucha. Yo, desde luego, no voy a esperar a que golpeen mi mejilla, prefiero dar antes el primer golpe.
– Espero que cambies con el tiempo, pero son tiempos tan difíciles, y me queda tan poco de vida…
Los dos gritasteis al unísono, ¿te acuerdas?, claro, cómo no te ibas a acordar, pidiéndole, suplicándole, casi exigiéndole que retirara esas palabras, que dijera que las había dicho por decir, que no era cierto, pero sabíais en el fondo de vuestro corazón que lo anunciado por el aitá se iba a cumplir, que eran ya pocas las charlas que iba a tener con vosotros.
– Cuando uno está al final del camino se da cuenta de que lo más hermoso que puede haber es la paz, la paz entre todos los hombres, entre todos los pueblos.
– Así es -contestó tu hermano, que de nuevo se erguía airado ante las palabras de vuestro padre-, pero la paz debe declararla el agresor, no el agredido.
– Vuestro aitona [3] fue gudari [4] , yo he sido gudari, ya está bien de guerras, hacedme caso, hijos míos, sé que es difícil admitirlo, pero no hay nada heroico en la sordidez de la guerra, en matar o que te maten, en acabar lisiado o hacer que otros acaben así.
La discusión no tenía fin pero tampoco cabían componendas. Para ti la palabra de tu padre era sagrada y aunque no entendías su desgarrado llamamiento a la paz sabías que no había sido un cobarde, su cuerpo machacado era la mejor y más desgarradora de las pruebas, tus sentimientos estaban con él, pero cuando el ardor bélico de tu hermano se ponía en marcha nacía y crecía en tu cuerpo un deseo de participar en esa guerra que tú aún no conocías pero de la que Mikel parecía ser el heraldo anunciador. Y cuando recordabas lo que Aita Patxi, el cura del pueblo, os decía en la catequesis, el amor al prójimo, el no matarás, te hacías un auténtico lío, porque sabías que Mikel también creía en eso y, sin embargo, estaba dispuesto a olvidarlo todo, a seguir otro camino, un camino diferente al de tu padre, un camino cuyo fin no se vislumbraba con claridad.
El día en que enterrasteis a vuestro padre fue el último que Mikel estuvo en el caserío. Había muerto dos meses después de tener aquella conversación, su cuerpo roto y quebrantado no había aguantado más. Sin embargo, tan sólo estuvo ocho días postrado en la cama y desde allí intentaba mantener vivos en vosotros, sobre todo en ti, Ander, que tal vez fueras el más necesitado, el fuego del hogar, el cariño, el amor y, por encima de cualquier cosa, la esperanza.
– Estamos de paso -os repetía-, así que no debemos llorar. Volvemos al Padre del que salimos. Debéis ser fuertes, hijos míos, y luchar por aquello que amáis y en lo que creéis, pero recordad que la violencia no es el camino, no lo ha sido y nunca lo será.
El día de su funeral lucía espléndido y tú, que siempre habías identificado los cementerios con la lluvia, no sabías cómo reaccionar. Te parecía imposible que mientras tu padre yacía sin vida en su cama, esperando a ser introducido en un feo ataúd, fuera la vida continuara, alegre y hermosa. Y también te parecía imposible que tu madre no llorara, que no derramara ni una mísera lágrima. Más adelante comprendiste el por qué, sus ojos habían llorado tanto que ya no contenían lágrimas en su interior.
– La causa oficial de su muerte ha sido un problema cardíaco -oíste que comentaba don Manuel, el médico, con el cura párroco-, pero lo que le mató de verdad fue la cárcel, la puta y jodida cárcel -y para tu sorpresa el sacerdote no le recriminó por su lenguaje soez, sino que estuvo totalmente de acuerdo con él.
Fue el propio sacerdote quien introdujo, en el interior del ataúd, dentro de las ropas con las que habían vestido al difunto, una pequeña ikurriña, como homenaje a su vida y a su lucha.
– ¿Por qué tenemos que esconderla? -protestó tu hermano Mikel-, ¿acaso nuestro padre no merece que se le recuerde abiertamente, sin miedos?
– Cállate y no digas insensateces -le cortó la madre, vuestra madre, inesperadamente enérgica-, ¿qué quieres, que nuestros vecinos y amigos sufran las consecuencias? Todos saben quién era vuestro padre y le respetan por ello. El amor y el recuerdo se llevan aquí dentro -añadió señalándose el corazón-, no es necesario nada más.
Recuerdas cómo esas palabras conmovieron a tu hermano que la abrazó llorando. Era la primera vez -y fue la última- que veías llorar a tu hermano mayor, a quien admirabas y considerabas tu guía y tu faro. Se te hizo un nudo en la garganta y de repente comprendiste que ya no le ibas a ver nunca más, que iba a desaparecer de vuestras vidas para siempre y que no había nada que hacer, era su destino y el vuestro.
Aquella noche no volvió a casa pero tu madre no dijo nada, no preguntó por él. Se quedó quieta en la silla que había colocado en la vieja cocina, junto al fogón, rezando el rosario, y aunque rezaba en silencio tú sabías que no rezaba por el marido muerto sino por el hijo vivo.
De vez en cuando teníais noticias de él, alguien os visitaba por la noche y os transmitía recuerdos suyos, palabras de aliento, está bien, está haciendo un buen trabajo, ha conocido a una chica pero por desgracia no pueden pensar en casarse, quizá cuando todo se arregle, y tu madre agradecía esas palabras y rogaba que por favor, le dijeran que su familia seguía queriéndole y esperaba su regreso.
Una tarde, en el Telediario que se emitía a través de aquel vetusto aparato de televisión en blanco y negro que poseíais, pudisteis ver y escuchar la noticia. Un guardia civil había sido asesinado por un comando separatista. Todavía recuerdas su nombre, Francisco Reyero López, natural de Dos Hermanas, Sevilla, de cuarenta y cuatro años de edad, casado y con cinco hijos con edades que oscilaban entre los siete y los diecinueve años. Había una fotografía en la que podía vérsele uniformado y con una expresión en sus ojos que denotaba la sorpresa de alguien a quien habían metido en medio de una guerra que no entendía.
Y recuerdas que el locutor, con su voz monótona de portavoz del viejo Régimen, añadió que había sido identificado el comando asesino, compuesto por una mujer y tres hombres. El último de los hombres citados era Miguel (no se le podía llamar Mikel, para las autoridades ése no era su nombre sino su alias) Gajate Sarasola, de veintiún años de edad. Y apareció su foto, reproducción de la del documento nacional de identidad, pero tú sabías que esa fotografía no describía a tu hermano, tu hermano no se parecía en nada a esa persona con pinta de delincuente que se sobreimpresionaba en la pantalla, tu hermano era alegre y bondadoso, no era el asesino que todo el mundo se imaginaría que era cuando viese aquella foto que tenía que estar retocada para así producir esa sensación de rechazo y repugnancia.
Y no puedes olvidar el día siguiente, nunca podrás olvidarlo. Era el segundo funeral al que asistías en pocos meses, tu madre se empeñó en llevarte en contra de tu voluntad, y allí estabas, en medio de una marea humana que iba a dar su último adiós al guardia civil asesinado, en la iglesia de los Padres Agustinos en Bilbao, junto al edificio del Gobierno Civil. Y pudiste observar, a pocos metros de donde estabas, a una mujer vestida de negro y con los ojos enrojecidos por el llanto, y a cinco niños, uno de ellos posiblemente de tu edad, durante unos breves segundos hasta cruzasteis vuestras miradas, vestidos de riguroso luto y con expresión seria en el semblante, que apretaban los dientes para no llorar. Estabas rodeado de gente que saludaba brazo en alto y cantaba aquella canción que te habían obligado a memorizar en la escuela, gente que pensaba que el muerto les pertenecía aunque posiblemente sólo se pertenecía a sí mismo y a su familia, pero no les veías, sólo veías a la viuda y los niños, y a tu madre que, de eso estás completamente seguro, no rezaba por el guardia civil muerto sino por tu hermano.