En el ayuntamiento de Sopelana nadie conocía al padre Gajate ni a su compañera. El hecho de que una foto de ambos apareciera en el interior de un sobre con el membrete municipal no era nada extraño, le dijeron. A cualquier persona que apareciera por allí y se le diera algún tipo de documentación se le proporcionaba, si lo pedía, un sobre para que la pudiera llevar más cómodamente. Es posible que alguno de los dos hubiera pasado por allí pero, si así había ocurrido, nadie recordaba su aspecto. Parecida respuesta obtuvo en los bares y locales comerciales en los que enseñó las fotografías de la pareja. Fue el párroco de la localidad el único que, curiosamente, le dio una pequeña pista.
– ¿Cómo ha venido usted hasta aquí? -preguntó al padre Vázquez tras haber echado un vistazo a la fotografía de la mujer.
– En metro, ¿por qué me lo pregunta? -respondió Vázquez.
– Porque me temo que no es usted muy observador -contestó socarrón el párroco-. Si vuelve a la estación podrá contemplar varios carteles en los que se denuncia la desaparición de esta joven.
Cuando el padre Vázquez volvió a la estación comprobó la veracidad del aserto del párroco. En una de las paredes del metro podía verse un cartel en blanco y negro sobre el que destacaba una fotografía más bien defectuosa de la compañera del padre Gajate con una patética descripción al pie de la misma dando cuenta de su desaparición y rogando a todo el que la viera que llamara a un número de teléfono. El padre Vázquez reconoció inmediatamente ese número telefónico, era el del propio colegio. En el cartel había algo más, se decía que todo aquel que aportara algún dato de importancia sería gratificado con la cantidad de cien mil pesetas. En principio aparecía, en cifras, la cantidad de cien millones pero con un rotulador rojo se habían tachado los tres últimos ceros, como si se hubiera corregido lo que parecía ser un claro error de imprenta. El único que sabía que no había error alguno en aquel cartel era el propio padre Vázquez. Estaba claro que todo aquel montaje estaba destinado a su persona pero era incapaz de averiguar algo concreto a través suyo. Lo que sí parecía evidente era que la pareja escondida quería tomarle el pelo o tal vez algo peor.
En el fondo el cartel reafirmaba una de sus sensaciones primitivas. De lo único que había estado seguro el padre Vázquez desde que inició su peculiar investigación era de que detrás del fondo había una mujer, pero aún no conocía con exactitud qué papel desempeñaba en toda la trama. No se trataba del típico y tópico cherchez la femme, sino que sospechaba que esa figura femenina tenía una importancia que hasta el momento había sido incapaz de desvelar. A pesar de lo que había insinuado a los compañeros de piso del padre Gajate, él no creía que se tratara de un simple encoñamiento. Había indagado entre los religiosos de la comunidad escolar y el sacerdote desaparecido no tenía problemas específicos en tal sentido, por lo menos sus problemas no eran mayores que los de cualquier ser humano que asume conscientemente la condición de célibe. No, no podía descartar que se hubiera enamorado súbitamente de una mujer, pero eso no era suficiente para explicarlo todo, tenía que haber algo más. Por otra parte, independientemente de la relación que tuvieran la mujer y el padre Gajate, y la influencia de esa relación en el robo de los cien millones y la posterior huida de la pareja, había un dato inquietante y revelador. Desde que empezó la investigación le habían estado enviando señales, adelantándose a sus pasos, jugando con él. ¿Se trataba tan sólo de un elemento de distracción, de burla incluso, contra él en cuanto investigador accidental del asunto, independientemente de quién fuera, o era tal vez una provocación calculada contra Emilio Vázquez, sacerdote y ex policía, por algún motivo que aún se le escapaba? No tenía respuesta a esta pregunta pero su experiencia le decía que debía estar siempre preparado para lo peor. Incluso a raíz de esa pregunta podía hacerse algunas más: ¿querían con esos señuelos confundirle y obstaculizar su investigación o estaban jugando con él a la espera de tomar contacto de algún modo más concreto? ¿Estaban deseando inconscientemente ser atrapados, como ocurre con algunos criminales en serie de personalidad desequilibrada, o tenían otros designios en sus cabezas? Y por último, en el caso de que la trama estuviera dirigida a él en persona por algún motivo desconocido, ¿quién de los dos estaba interesado en él, el padre Gajate o su hermosa compañera? ¿O tal vez ambos?
El padre Vázquez pensó que quizá debiera indagar acerca de ambas posibilidades. De la mujer no sabía nada, tan sólo lo que posiblemente no era sino un nombre de guerra, Verónica, y que tenía una hermana fallecida. De su hermano en Cristo sabía algo más pero si se paraba a considerarlo más a fondo, en realidad no era gran cosa lo que de él conocía. Si alguno de los dos, o ambos a dúo, tenían alguna cuestión pendiente con él debía averiguarlo, no sólo por el bien de la investigación sino por el suyo propio.
Respecto a la mujer era poco lo que podía hacer en esos instantes. Era posible que estuviera perdiendo facultades y que tanto el Sebas, el encargado del Club Neskatilak, como Mónica, la puta con la que había hablado, le hubieran mentido y supieran más de lo que habían admitido, pero eso no le preocupaba. Siempre tendría tiempo de apretarles las clavijas, directamente si fuera necesario o a través del comisario Ansúrez. Por el momento continuaría con su primitiva línea de investigación y dedicaría su atención al sacerdote desaparecido.
Hizo varias llamadas telefónicas y a la cuarta consiguió contactar con el comisario Ansúrez. No le podía atender en persona pero estaría encantado de volver a echarle una mano, por los viejos tiempos, exclamó. Si se acercaba a la jefatura daría las órdenes necesarias para que fuera atendido de inmediato. Además, añadió, todavía hay aquí mucha gente que te recuerda y estima.
Cuando entró por la puerta de la calle Gordóniz y se identificó ante el policía nacional que estaba detrás del mostrador aparecieron inmediatamente dos miembros de la Brigada Antiterrorista, los inspectores Romero y Castrofuerte. Antonio Romero era un viejo conocido del padre Vázquez, de la época en la que ambos trabajaban en la Brigada Político Social. A su lado Ernesto Castrofuerte parecía un chiquillo recién salido de la academia, aunque llevaba varios años de trabajo policial bajo sus espaldas.
– Cuando Ansúrez me dijo que ibas a venir por aquí no podía creérmelo -dijo Romero después de abrazar a Emilio Vázquez-. Mira, éste es Emilio Vázquez -añadió dirigiéndose a Castrofuerte-, te he hablado de él muchas veces, mi antiguo jefe, el que dejó este negocio y se metió a cura. Emilio, te presento a mi compañero, el inspector Ernesto Castrofuerte.
– Encantado -dijeron al unísono los dos, estrechándose las manos.
– ¿Cómo te va la vida de cura? Todavía me parece imposible que dieras ese paso, sobre todo con lo que te gustaban las mujeres -dijo guiñándole un ojo, mientras con las manos hacía un ostensible gesto obsceno.
– Y me siguen gustando -respondió con un deje nostálgico-, pero todo eso pertenece al pasado. Ya te expliqué mis razones en su momento y la verdad, no quisiera parecer ofensivo, pero no me apetece volver otra vez sobre lo mismo. ¿Y tú qué me cuentas?
– Ya ves, sigo de inspector. Los de ahora me usan para lo mismo que me usaban los de antes, sólo que no se atreven a ascenderme a comisario, por el qué dirán y esas cosas, mi nombre ha salido en la prensa más de lo conveniente, pero que se jodan si creen que eso me importa un huevo, ya me cuido yo de compensar la falta de ascenso profesional con otro tipo de prebendas. Y que conste que todo esto te lo digo bajo estricto secreto de confesión, no vayas a piar mis palabras ante oídos inconvenientes -finalizó entre grandes risotadas.
Mientras estaban hablando se habían acercado a una de las dependencias del edificio, en la que se encontraban las oficinas de los dos inspectores. Su aspecto había cambiado radicalmente desde que Vázquez les abandonara. El antiguo cuchitril había sucumbido a los designios de la modernidad. Muebles funcionales, limpieza absoluta y ordenadores, sobre todo ordenadores. La tecnología como nuevo soporte de la lucha contra el crimen.
– Me ha dicho Ansúrez que necesitabas nuestra ayuda -dijo Romero después de haberse aposentado en la oficina-. La verdad es que me ha extrañado, porque me ha contado en qué estabas metido y no veo qué tiene que ver con nosotros.
– Bueno, si Ansúrez te ha contado de qué va la cosa, mejor, así no tenemos que perder el tiempo en prolegómenos. Se trata de una idea que me ha venido a la cabeza. Tal vez el problema no sea estrictamente la desaparición del padre Gajate, ni siquiera el robo de los cien millones de pesetas, sino algo relacionado conmigo directamente.
– ¿En qué te basas para pensar eso?
– En que continuamente me está dejando pequeñas señales, como si fueran mensajes que me envía para facilitar la búsqueda. Da la impresión de que quiere que le encuentre.
– Eso suena más a un desequilibrio metal que a otra cosa, y por lo que me ha contado Ansúrez no parece ser ése el caso.
– Y posiblemente no lo es, no creo que de repente el padre Gajate se haya convertido en un perturbado, ni siquiera que la mujer que le acompaña le haya sorbido el seso de un modo tal que le haya cambiado por entero la personalidad. No, tiene que haber algo diferente y he pensado que quizá se encuentre en su pasado, sobre todo si está relacionado con el mío.
– ¿Os conocíais de antes? -preguntó Romero.
– No, creo que no, al menos no me suena de nada.
– Entonces, ¿cuál es exactamente tu idea?
– Verás, se trata de un cura de ideas progresistas.
– Sí, conozco el paño -le interrumpió desabridamente el inspector Romero.
– No lo pongo en duda -se sonrió involuntariamente el padre Vázquez, recordando viejos tiempos- y es posible que hace años anduviera metido en actividades de grupos clandestinos. Al fin y al cabo entró en el seminario en tiempos de la dictadura.
– Vaya, veo que te has reciclado a base de bien, tú también usas esa expresión.
– Sólo por motivos técnicos, Antonio. Además, tenemos que admitir que los tiempos han cambiado y quizá nuestros métodos no eran los más correctos ni respetuosos.
– Sí, ya sé que te entraron problemas de conciencia y por eso cambiaste de vida, pero no me jodas, Emilio, siempre hicimos lo que teníamos que hacer.