Литмир - Электронная Библиотека

Capítulo veinticinco

Todo transcurrió tal como Julián había augurado. Su plan y su clarividencia habían sido perfectos y como homenaje postumo tenía que admitir que había sido un gran profesional, tanto en su faceta de policía como en la de delincuente. El que a última hora hubiera habido una pequeña variación en sus planes no lastimaba la buena opinión que me había formado de su capacidad. Junto a él había aprendido todo lo que sabía y mi repentina decisión de no compartir con nadie las joyas se debió, precisamente, a que había asimilado a la perfección sus enseñanzas.

Como mi extinto compañero me había indicado, en la Dirección General no sintieron preocupación ni curiosidad sino alivio por lo sucedido. Se dio carpetazo a todo el asunto con gran rapidez y con la publicidad estrictamente necesaria para que la ciudadanía supiera cómo su policía trabajaba con eficacia en pro del bien común. A Julián se le concedió a título postumo la Gran Cruz al Mérito Policial y se le rindieron los más altos honores en su funeral y yo, por mi parte, me gané la felicitación y el aprecio de todos así como un buen ascenso. En poco tiempo estaba consiguiendo acceder a los más altos peldaños de la cúspide profesional. Por primera vez en mi vida veía el futuro de color de rosa y vivía seguro y tranquilo, confiando plenamente en mi suerte. Ya no era un muñeco al servicio de mi padre, Garrido o el propio Julián. Había obtenido, por méritos propios, el grado de subcomisario en un corto lapso de tiempo y ante mí surgía, radiante en su esplendor, un hermoso porvenir.

Además del trabajo policial, porque Julián, pese a sus defectos, había sido un buen policía, mi ex compañero también me había enseñado a ser prudente, así que esperé el tiempo suficiente para ir colocando, poco a poco y en lugar seguro, las joyas. Al fin y al cabo lo que nunca había tenido eran problemas económicos. Por otra parte, gracias a mi nuevo grado de subcomisario, se me había aligerado la carga más pesada del trabajo. Ya no salía a patrullar en un vehículo destartalado sino que dirigía, desde un pequeño despacho -pequeño pero exclusivamente mío- a todo un grupo de inspectores. De este modo, casi sin mover un dedo y gracias al trabajo de mis subordinados, fui afianzándome en el interior del cuerpo y granjeándome cada vez más la confianza y gratitud de mis jefes.

El único lunar en mi vida placentera y tranquila lo constituía mi relación con Clara. Al no tener a mi lado a Julián recomendándome constantemente que tascara el freno me había entregado con desenfreno a una desmedida pasión. Olvidándome de toda prudencia había empezado a visitarla más a menudo que antes hasta llegar, en los últimos tiempos, a acudir diariamente al burdel en el que trabajaba. Pronto el hecho empezó a comentarse en la brigada y aunque ello no supusiera ningún desdoro, todo lo contrario, los comentarios que se hacían eran de envidia y admiración, comprendí que me estaba metiendo en un auténtico berenjenal. Un día, espoleado por el alcohol, no se me ocurrió mejor idea que ir hasta el escondite donde tenía a buen recaudo el botín confiscado al difunto Loperena y sacando un brazalete volver al prostíbulo para regalárselo a Clara. Al día siguiente, cuando los efluvios etílicos eran tan sólo un áspero recuerdo con forma de dolor de cabeza, me di cuenta de la enormidad de lo que había hecho. Con respecto a Clara me sentía relativamente seguro pero no podía permitir que alguien viera la joya y, conocedor de quién había sido el generoso donante, se dedicara a sacar conclusiones.

Un diplomático intento que realicé con el propósito de que me la devolviera fue infructuoso y no sólo no conseguí que retornara a mi poder sino que Clara, orgullosa con su brazalete, empezó a pensar que había sido un modo sutil de declararle mi amor; para ella ese hermoso brazalete tenía el mismo significado que las sortijas de compromiso que el galán regalaba a su enamorada en las novelas rosas que acostumbraba leer en los escasos ratos libres que le dejaba el trabajo. ¡Cómo eché en falta, en aquellos momentos, los buenos consejos de mi compañero Julián!

Lentamente una idea fue bullendo en mi cabeza. Tenía que recuperar el brazalete como fuese y dar término a mi relación con Clara. Me costó decidirme ya que aunque lo que sentía por ella no se podía considerar estrictamente amor, era innegable que a su lado me sentía bien, me agradaba verla, estar con ella, hacer el amor. Posiblemente fuera tan sólo un mero caso de atracción sexual e, incluso, de simple costumbre y rutina, pero aun así se me hacía cuesta arriba cortar con ella. Por eso, cuando al final resolví poner punto final a esa situación, la decisión tomada fue dolorosa y algo se rompió en mi interior, pero sabía que era necesario así que echando por la borda absurdos sentimentalismos me propuse firmemente terminar esa historia.

La ocasión se presentó al cabo de pocos días y con la osadía de los audaces y la desesperación de quien se ve con la espada de Damocles transmutada en brazalete sobre su cabeza decidí agarrarla por los pelos y aprovecharla al máximo. En la brigada habíamos recibido un soplo. Un grupo de delincuentes estaba preparando un robo en una sucursal del Banco Popular. El soplón, que era miembro del grupo que estaba preparando el golpe, nos debía bastantes favores y, cuando le expliqué mi plan, se puso a mi entera disposición.

La idea era sencilla. Mi confidente tenía que convencer a sus compañeros para que se olvidaran del plan que habían trazado y siguieran sus nuevas indicaciones. Aunque al principio eran reacios, ya que mi hombre no pasaba de ser un auténtico pelagatos, pronto consiguió ganarse el respeto y la confianza de toda la banda gracias a los datos que yo le había suministrado. Se trataba de que sus futuros compañeros de atraco pensaran que tenía un contacto en el banco que le proporcionaba información, de ese modo podrían dar el golpe en el mejor momento y con el menor riesgo posible.

Todas las informaciones que fui proporcionándoles a través de mi confidente eran ciertas y comprobables, por lo que pronto la banda se puso en sus manos, es decir, en las mías y llegado el momento propicio di las órdenes pertinentes, incluyendo la hora y forma de realizar el atraco. Les había asegurado que el próximo viernes, a las doce del mediodía, debido a una revisión trimestral que se efectuaba rutinariamente, las medidas de seguridad de la sucursal no iban a funcionar. Así mismo les había proporcionado un dato muy importante: ese día era la fiesta patronal de la policía, por lo que la mayor parte de los agentes que patrullaban las calles estarían en la recepción que el gobernador civil ofrecía para conmemorar la festividad. Por último, había utilizado el señuelo de la codicia. Ese día se iban a producir unos ingresos importantes por lo que las arcas del banco estarían, sin lugar a dudas, a rebosar.

Convencidos de que habían tenido una inmensa suerte al incluir en su grupo a quien habían considerado un don nadie, los atracadores se dispusieron a obedecer en todo a mi hombre. El asalto al banco fue fijado para las doce en punto del mediodía y a esa misma hora, con una puntualidad que dice mucho en favor de los delincuentes nacionales, estacionaron el vehículo que previamente habían robado en la puerta de la sucursal bancaria. Junto a esa misma puerta, sentada en un banco público, se encotraba Clara, que había sido citada esa misma mañana por mí, con la excusa de que le iba a dar una grata sorpresa. Le había aconsejado que llevara el brazalete, pero no puesto sino en el bolso, ya que necesitaría espacio para colocar adecuadamente la sorpresa de la que le había hablado. Excuso decir que mis palabras la excitaron totalmente y me confirmó, repetidas veces, que allí estaría sin falta.

Ajenos a la mujer que se hallaba descansando en el banco y a todo lo que no fuera su objetivo, el robo de todo el dinero que se custodiaba en la sucursal, los ladrones irrumpieron en la entidad y amenazando a los empleados y clientes con escopetas recortadas se hicieron con un sustancioso botín. Cuando hubieron recogido todas las sacas que eran capaces de transportar salieron nuevamente al exterior donde les tenía que estar esperando, con el motor del vehículo en marcha, mi confidente.

Aunque el oficio de policía no es el que más se presta a la jarana y el regocijo no me queda más remedio que admitir que las muecas que aparecieron en los rostros de los atracadores cuando comprobaron, con estupor, que chófer y coche habían volado, remedaban con brillantez a las que solían prodigar las más famosas estrellas del cine cómico en blanco y negro y no pude evitar la risa al verlas, del mismo modo que me reía cuando veía cualquier película del Gordo y el Flaco, pero aun así yo no había ido allí a ver una película sino a realizar un trabajo, de modo que con un gesto ensayado di las órdenes pertinentes a los policías que me habían acompañado.

En una situación normal los ladrones, al escuchar la voz de alto y comprobar su situación, se hubieran rendido y todo habría acabado en unas cuantas detenciones, pero esa no era una situación normal y no me interesaba para nada su rendición. Uno de los policías se puso nervioso, escapándosele un disparo, y cuando en ese tipo de situaciones se escucha un disparo, suele ser tan sólo el primero de todos los que en pocos instantes se producen. El tiroteo duró escasos segundos y cuando se pudo despejar el campo pudimos constatar que todos los atracadores estaban muertos. Por nuestra parte no había habido ninguna baja ya que, como más tarde nos dijeron en el laboratorio, las escopetas de los atracadores estaban defectuosas y no funcionaban correctamente. Una afortunada casualidad, se comentó en la brigada.

Desgraciadamente, y a causa de nuestros propios disparos, fallecieron tres personas que no tenían nada que ver con el atraco pero que pasaban por allí. Habían estado en el sitio inadecuado a la hora inoportuna y se habían colocado, accidentalmente, en la línea de fuego. De los tres fallecidos dos eran hombres y la tercera era una mujer que debidamente identificada resultó ser Eulalia Janes Costa, natural de Dos Hermanas, Sevilla, de veinticuatro años de edad, profesión sus labores, aunque más adelante se supo que sus labores no eran las típicas de la honrada ama de casa española sino que trabajaba como prostituta en un burdel de Madrid con el nombre de guerra de Clara. Entre sus objetos personales se encontraron unas cuantas baratijas pero no apareció ninguna joya de valor, que previamente, y con la excusa de atenderla, le había confiscado sin que ninguno de mis compañeros se percatara de la maniobra.

48
{"b":"88302","o":1}