Tú sabes que eso no es cierto, que en esa acción no hay ningún crimen sino un estricto acto de justicia, aunque si de ti hubiera dependido la sentencia no habría sido la pena capital, te sigue repugnando el derramamiento de sangre, pero no puedes ni quieres revolverte contra tus hermanos; si han obrado así seguro que tenían sus motivos, piensas aferrándote a tus principios, aunque un regusto amargo te recorre todo el cuerpo.
La noticia la has conocido por el periódico pero pronto la escucharás en persona, en la voz de tu propia madre que te telefonea para comentarte el hecho.
– Han asesinado al Florencio -te dice con voz entrecortada, casi a punto de llorar y tú no comprendes que tu madre pueda llorar por ese cerdo-, no sé adonde vamos a ir a parar, eso no es lo que quería tu aitá, Ander.
Tú intentas calmarla e incluso explicarle que quizá el Florencio se lo tuviera merecido, que no se puede juzgar frivolamente a quienes no habían sido sino el brazo armado del pueblo, tal vez la mano ejecutora de Dios.
– No lo sé, Ander, no lo sé -recita inconsolable su madre, quizá más pensando en su familia que en el propio muerto-, pero esto no puede seguir así, no podemos matarnos los unos a los otros, tu hermano, el alcalde, ¿cuántos más caerán? El Florencio, a pesar de sus ideas no era mala persona. Tú no lo sabes porque eras pequeño, pero cuando tu padre estaba en la cárcel nos dejó dinero para evitar que el banco nos embargara el caserío por deudas, y nunca pudimos devolverle ese dinero ni nos lo exigió.
Lo dicho por tu madre te reafirmó en tus ideas. Seguramente ese cabrón había proporcionado el dinero a tu familia para conseguir su adhesión o, por lo menos, su neutralidad. El típico truco capitalista de la compraventa de lealtades. Pues contigo la cosa le había salido rana, si al principio habías lamentado su muerte cada vez estabas más tranquilo al respecto.
Para contentar a tu madre y sobre todo, no tienes más remedio que reconocerlo, por cierta curiosidad morbosa, asististe al funeral. ¡Qué diferencia con el de tu hermano Mikel! En el de Florencio Etxenagusia todo era pompa y boato. Sobre el féretro habían colocado la bandera española, la del águila imperial y el yugo y las flechas, y junto a la viuda e hijos del alcalde, enlutados y llorosos, podían verse erguidas las figuras de los gobernadores civil y militar de la provincia así como la de un hombre de fino bigote cano que alguien identificó como director general de la Seguridad del Estado.
Prácticamente no se veía a casi nadie del pueblo, ni siquiera a aquellos olvidadizos e inconsecuentes patriotas que no desdeñaban echar una partida de mus o cocinar una cazuela de bacalao con el fascista ejecutado, tan sólo algunos ancianos y alguna mujer como tu madre habían acudido a la misa y al posterior enterramiento. Prudentemente sondeaste a la gente del pueblo pero salvo algún joven excitable casi nadie quiso ser explícito ni expresar sus sentimientos, pese a que te conocían desde que eras un niño de pecho. Llevabas ya dos años fuera del pueblo y la gente no quería comprometerse o comprometerte. Tan sólo observaste un generalizado sentimiento de tristeza, no tanto por la muerte del alcalde, cuanto por la vuelta de un fantasma que todo el mundo consideraba pretérito y olvidado, el de la muerte en las calles, la violencia, la guerra civil en suma.
A pesar de que te apetecía en lo más íntimo quedarte a dormir en el caserío, como cuando eras pequeño, no lo hiciste, quizá porque sospechabas que serías incapaz de sostener la mirada de tu madre y de responder a sus palabras. Huiste del pueblo lo más pronto que te fue posible y te refugiaste en la soledad de tu habitación del seminario, intentando convencerte a ti mismo de que habías hecho lo correcto, que no había otro camino posible.
Pensabas que no ibas a poder dormir, que Dios te iba a llamar en pleno sueño para pedirte cuentas por la sangre derramada del hermano, como le pidió a Caín cuando asesinó a Abel, pero extrañamente no ocurrió así, nada más tocar las sábanas te quedaste dormido, como dicen que duermen los niños en su radical inocencia.
A la mañana siguiente, movido por un impulso, según te levantaste de la cama saliste del seminario y te acercaste a una iglesia de un barrio, una iglesia desconocida para ti, buscando urgentemente un sacerdote que te escuchara en confesión y delante de él descargaste toda tu tensión, todos tus temores y tus dudas y, por fin, le pediste la absolución.
– ¿Estás arrepentido de lo ocurrido? -te dijo la voz ronca del sacerdote, delatora de que el único vicio que se permitía era el tabaco.
– No lo sé, padre, no lo sé. íntimamente creo que he hecho bien, que he hecho lo correcto, pero no puedo dejar de lamentar la muerte de un ser humano, sobre todo si en cierto modo soy responsable de ella.
– No puedo darte la absolución. Ya sabes que para que eso ocurra tienes que mostrar arrepentimiento y propósito de la enmienda.
– Lo sé, padre, y si lo que siento no es estrictamente arrepentimiento no sé qué puede ser.
– ¿Tienes intención de reparar el daño causado?
– ¿Cómo podría devolver la vida a un muerto?
– Eso no se puede hacer, pero ¿has pensado acaso en entregarte?
– Eso nunca, es muy duro lo que me pide -contestaste.
– Recuerda que Nuestro Señor Jesucristo reprueba la violencia, su mensaje es de paz y perdón, incluso para nuestros enemigos. No olvides cómo reconvino a san Pedro cuando sacó la espada para defenderle de quienes iban a detenerle y cómo reparó el daño causado por el santo apóstol.
– Sí, padre, lo recuerdo, pero también recuerdo que luego no le entregó a los sicarios de Pilatos ni le reprochó el amor que sentía por su pueblo.
Durante unos escasos segundos el silencio más absoluto se enseñoreó de la iglesia. A través de la rejilla del confesionario oías jadear calladamente al sacerdote y adivinabas la lucha que tenía en su interior. Por fin, una quebrada voz de fumador rompió el silencio.
– Ego te absolvo -oíste decir al sacerdote, y ya no escuchaste nada más.