Le había citado el comisario Ansúrez en una cafetería de la Gran Vía, una de las pocas que aún mantenía en Bilbao la costumbre de las terrazas. Aunque se extrañó un tanto, ya que su inmediato superior no era amigo de tratar temas laborales fuera de los muros de la jefatura, Manuel Rojas se encaminó presuroso al lugar indicado. La mañana era bastante agradable, sin nubes en el cielo y con un sol que invitaba a callejear, tal vez por eso el comisario Ansúrez se encontraba sentado en una de las mesas que habían situado en el exterior de la cafetería.
Junto a él se encontraba una persona desconocida para el inspector Rojas. Era un hombre joven, elegantemente vestido o al menos con ropas de marca, lo cual no siempre es sinónimo de lo anterior. Lucía al cuello una inmensa cadena de oro y en su muñeca derecha dos pequeñas pulseras hechas al parecer con el mismo metal. Un poblado bigote y una negra y engominada cabellera completaban su figura. Si lo que vale es la primera impresión, la del inspector Rojas no fue muy favorable.
– Siéntate con nosotros, Manolo -le dijo afectuosamente el comisario nada más verle, mientras le señalaba una silla vacía-. Creo que no os conocéis así que os presentaré. Manolo, éste es el inspector Ángel Caballero. Estuvo varios años con nosotros hasta que fue destinado a Albacete. Ángel, éste es el inspector Manuel Rojas, de homicidios.
– Encantado -dijo el inspector Caballero, extendiendo su enjoyada mano hacia Rojas.
– Lo mismo digo -replicó serio Manuel Rojas-. He oído hablar mucho de ti.
– Supongo que mal -contestó, entre estruendosas risotadas, el inspector Caballero-. Mi leyenda me precede pero es mejor así. Me gusta que todos sepamos dónde estamos y cuál es nuestra situación.
– El inspector Caballero quiere hablar contigo -dijo el comisario dirigiéndose a Rojas-. Quizá debieras atenderle.
– Que hable. Siempre estoy dispuesto a escuchar a un compañero.
– Así me gusta, cordialidad y camaradería entre colegas. Verás, Manolo, se trata de algo muy sencillo. Si no me equivoco ayer detuviste a un tal Andrés Borja Jiménez. ¿Es eso cierto?
– Las noticias, por lo que veo, se extienden fácilmente. Sí, ayer detuvimos a un hombre sin identificar que resultó llamarse como dices. ¿Qué es lo que ocurre con él?
– Bueno, como posiblemente sepas, tu detenido es un gitano que vive en Albacete, es decir, que está bajo mi jurisdicción.
– Que vivía en Albacete ya lo sé, lo de si es gitano o payo no me interesa para nada.
– ¡Qué bien enseñados los tenéis ahora, Ansúrez! -Comentó el inspector Caballero-. Eso sí que es cumplir al extremo los principios constitucionales de no discriminación. Vamos, Manolo, no me vengas con estupideces, tú sabes tan bien como yo que es gitano, eso se nota a la legua, así que no te hagas el listo conmigo.
– Por supuesto que lo sé pero no tiene nada que ver con su detención.
– De acuerdo, de acuerdo, le detuviste porque fue un chico malo no porque fuese de raza calé.
– No fue exactamente un chico malo. Estuvo implicado en una reyerta callejera en la que corrió la sangre.
– Te expresas de un modo muy melodramático. Por lo que tengo entendido no murió nadie y tampoco parece ser que hubiera heridos muy graves. No parece un asunto muy importante.
– Eso lo decidirá el juez. Según nuestras investigaciones puede haber un ajuste de cuentas por medio relacionado con el tráfico de drogas.
– Por supuesto que lo decidirá el juez, yo también soy escrupulosamente respetuoso con la legislación vigente, pero hasta que el asunto se aclare puede pasar mucho tiempo y, mientras tanto, Andrés Borja Jiménez se pudrirá en la prisión de Basauri, lejos de su familia y amigos. No sería justo, Andrés no es un mal chaval pero como es gitano no deja de estar metido en problemas constantemente.
– Ya te he dicho que no ha sido ése el motivo de la detención -contestó enfadado Rojas.
– Lo sé, lo sé, no te alteres, lo que quiero decirte es que Andrés es un ex drogadicto en proceso de rehabilitación. Hace años traficó en pequeña escala pero ya lo ha dejado. Su padre es uno de los patriarcas de la zona y nos está ayudando mucho en la erradicación de esa lacra, por eso necesito que me hagas un pequeño favor.
– ¿De qué se trata?
– De algo fácil, sin problemas. Olvídate del atestado, rómpelo y deja en la calle a Andrés. Ninguno de los participantes en la reyerta le va a denunciar y su ingreso en prisión no serviría para nada más que para llevar la desolación a su familia y hundirle a él nuevamente en el infierno de la droga.
– Me conmueven tus buenos sentimientos, por lo que me han contado de ti nunca hubiera imaginado que tuvieras tan gran corazón.
– Leyenda, todo leyenda como te he dicho antes. Entonces, ¿estás de acuerdo? ¿Me harás ese pequeño favor?
– Ni lo sueñes -contestó Rojas-, ni siquiera sé cómo te has atrevido a planteármelo.
– Yo me atrevo a todo, ya debieras saberlo si te han hablado de mí -dijo Caballero, de cuyo rostro había desaparecido la sonrisa-. Además, ¿qué tiene de malo que lleguemos a acuerdos entre compañeros? Si entre policías no colaboramos, ¿cómo vamos a pedir a la gente que confíe en nosotros?
– Muy bonito lo que dices pero la respuesta sigue siendo no. Además, que yo sepa, en ningún momento me has propuesto un acuerdo, sólo me has hecho una petición.
– ¿Eso quiere decir que estarías dispuesto a llegar a un acuerdo si las condiciones te parecieran interesantes?
En lugar de contestar directamente al inspector Caballero, Manuel Rojas se volvió hacia el comisario Ansúrez, que había estado callado hasta ese momento y le preguntó qué era lo que sabía del asunto y qué opinaba acerca del mismo.
– Por el momento sé lo mismo que tú, Manolo. Ángel me pidió que sirviera de intermediario y eso he hecho. Tú eres el que tiene que decidir. Y si lo que te inquieta es saber si puedes fiarte de él mi respuesta es positiva. Todos en jefatura sabemos por qué tuvo que irse de Bilbao pero si te ofrece un acuerdo puedes estar seguro de que lo cumplirá.
– De acuerdo, no me gusta la idea pero veamos qué ofreces.
– Tengo entendido que estás investigando el asesinato de Irene Vidal -dijo el inspector Caballero, que había vuelto a sonreír.
Las palabras de su colega albaceteño pillaron por sorpresa al inspector Rojas, que durante unos segundos no supo qué replicar. Luego, con el ceño fruncido, le dijo que estaba bien informado.
– Pero no hay nada que pactar. Si tienes alguna información sobre un asesinato tu obligación es transmitírsela al inspector encargado del caso. En un tema tan serio no puede haber componendas -añadió.
– ¿Se puede saber de dónde coño sacáis las nuevas adquisiones del cuerpo, Ansúrez? ¿De algún internado regentado por hermanitas de la caridad? ¿De verdad cree tu protegido que le voy a dar una información importante porque sí, por su cara bonita, sin que él me corresponda? Veo que me he equivocado al contactar con vosotros -finalizó mientras se levantaba de la silla-. Adiós, espero que os hagáis cargo de la ronda, así los fondos reservados os servirán para algo útil, ya que con las ideas de este pimpollo dudo mucho de que los uséis para pagar información.
– Espera un momento, Ángel, vuelve a sentarte. Y tú -añadió dirigiéndose a Rojas- tal vez debieras escuchar al inspector Caballero. Si lo que tiene para ti es bueno tal vez no fuera tan grave acceder a sus deseos. Tú mismo sabes mejor que nadie que el asunto ese del Baroja…
– Borja -le corrigió Ángel Caballero mientras, con cara de satisfacción, volvía a sentarse.
– Baroja, Borja, ¿a quién carajo le importa?, a lo que íbamos, tú sabes mejor que yo, Manolo, que el asunto del Borja no tiene la menor importancia. Sé que tienes razón, que Ángel debiera darnos voluntariamente su información, pero vivimos en una época difícil en la que hasta los mismos policías nos cobramos los favores.
– De acuerdo -contestó resignado-, ¿qué es lo que tienes?
– ¿Soltarás a Andrés Borja?
– Antes quiero saber qué es lo que tienes.
– Lo siento -contestó Caballero-, ése no es el trato. Tú te comprometes a soltar al gitano y yo te daré la información que poseo.
Antes de hablar Rojas miró a Ansúrez, como pidiendo instrucciones, y tan sólo cuando éste asintió con un leve cabeceo dio su conformidad.
– De acuerdo, tú ganas. En cuanto regrese a jefatura daré las órdenes oportunas. Ahora dime qué es lo que tienes para mí.
– No es mucho lo que tengo, lo admito, pero puede servirte para abrir una nueva línea de investigación. Irene Vidal no era trigo limpio, creo que ya sabes eso, pero siempre supo cubrirse las espaldas. Tan sólo una vez estuvo a punto de acabar implicada en problemas serios, cuando vivía en Madrid.
– ¿Qué tipo de problemas? -preguntó Rojas.
– No estoy muy seguro pero tal vez aquí puedas encontrar algo -volvió a hablar el inspector Caballero mientras de un bolsillo de su camisa sacaba una tarjeta y se la entregaba a Rojas.
Se trataba de una tarjeta normal, como las de visita, que tenía incrustada en relieve, con tonos dorados, el dibujo de un sol naciente. Las letras que se habían impreso debajo del dibujo explicaban que se trataba de un club dedicado a las artes marciales. Había también una dirección, correspondiente a un populoso barrio de Madrid.
– ¿Qué significa esto? -preguntó Rojas cuando tuvo en sus manos la tarjeta.
– Eso tendrás que averiguarlo tú. Tal vez no consigas sacar nada en claro, pero al menos ahora cuentas con algo más que investigar.
– ¿Y crees que con lo que me has entregado cumples tu parte del pacto?
– Yo no te he dicho que te iba a entregar al asesino atado de pies y manos. Te he prometido información y he cumplido. Lo que hagas con ella no es de mi incumbencia. Espero que mantengas tu palabra y sueltes a Andrés Borja -dijo levantándose nuevamente de su silla. Cuando había dado unos pasos se volvió hacia donde estaban Rojas y Ansúrez y volvió a hablar.
– Será mejor que le pegues un tiro en el culo a tu protegido, Ansúrez. Posiblemente sea la única manera de que consigas espabilarlo -dijo antes de desaparecer definitivamente.
– Hijo de puta -masculló Rojas.
– Lo es -asintió Ansúrez-, un hijo de puta listo y peligroso.
– ¿Se puede saber por qué cojones le has apoyado?
– Cálmate, Manolo, y no me hables en ese tono, que sigo siendo tu jefe.