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Capítulo tres

En un primer momento nadie se preocupó en el colegio por la ausencia del padre Gajate. Aunque sus clases comenzaban a las nueve de la mañana no era raro que no pudiera acudir, ya que sus otras ocupaciones pastorales impedían a menudo que asistiera a las aulas con normalidad. Cuando ello ocurría se solía personar un sustituto para dar la clase del día y el tema quedaba zanjado. Pese a tratarse de un colegio confesionalmente católico, dirigido por religiosos, la asignatura de religión, por lo menos a efectos curriculares, no era la más importante ni la más conflictiva. Ningún padre se quejaba nunca por esa situación, como se hubiera quejado si esos cambios continuos de profesor se produjeran, por ejemplo, en la clase de matemáticas. Y por eso mismo el padre Gajate tenía cierta bula para no asistir a clase o hacerlo con retraso.

Lo que sí parecía más raro era que no lo hubiera avisado con anticipación, como hacía habitualmente, pero se achacó a una posible urgencia que le habría impedido ponerse en contacto con el propio colegio. Aunque el centro era regido por una orden religiosa, muchos de sus sacerdotes, sobre todo los más jóvenes, no residían en su interior sino en pisos comunitarios ubicados, generalmente, en barrios y zonas marginales de Bilbao, en parte por un prurito de independencia y en parte por integrarse más a fondo en las vivencias de la diócesis. El padre Gajate vivía en un piso situado en el barrio de El Peñascal, un piso de apenas sesenta metros cuadrados que compartía con otros tres sacerdotes. Curiosamente, y pese a estar dotado de teléfono, a nadie se le ocurrió llamar para preguntar por él. Fue por tanto al día siguiente cuando de verdad empezaron a preocuparse sus hermanos de congregación, tanto los que residían en el colegio como en el piso, y poco a poco tuvieron que hacerse a la idea de su desaparición.

Al tercer día vieron que era necesario tomar una determinación, por eso el rector del colegio llamó a su despacho a uno de los religiosos que vivía en el centro educativo, el padre Vázquez. Era éste un hombre que se había ordenado ya mayor, después de haber pasado la mayor parte de su vida trabajando en el Cuerpo Nacional de Policía. Sus antecedentes como ex miembro de la Brigada Político Social en tiempos del régimen franquista así como su ligazón a los servicios de información dependientes de quien era mano derecha del dictador, el almirante Carrero Blanco, habían originado una evidente marginación del padre Vázquez en la comunidad religiosa, motivo por el que residía en el interior del colegio en lugar de en un piso. Era cierto y conocido que el ex comisario Vázquez había profesado las órdenes religiosas como un modo de expiar los pecados -más bien, en opinión de muchos, atrocidades- cometidos cuando era un policía temido entre los sectores de oposición al antiguo régimen dictatorial. También se admitía, de otro modo no le hubieran permitido profesar, que su conversión era sincera pero pese a ello para muchos de sus hermanos de fe y congregación era extremadamente duro convivir con él. El padre Vázquez aceptaba eso como parte de su penitencia, la corona de espinas que según él había asumido desde que se cayó del caballo en su particular camino de Damasco, pero no podía evitar el sentir cierto amargor cada vez que se quedaba solo en el interior de su celda, sin más compañía que un ejemplar de la Biblia y un misal. No obstante, uno de los votos que había jurado mantener era el de obediencia; por eso, cuando su superior jerárquico en la comunidad le citó en su despacho, acudió sin demora.

Cuando entró en la austera habitación que servía de despacho y oficina del padre rector observó que su superior tenía compañía, otro sacerdote joven y alto, con gafas y prematura calvicie, de quien emanaba un hálito manifiesto de autoridad, si su instinto policial no le había abandonado del todo.

– Pase, padre Vázquez y siéntese, por favor -le dijo educadamente el padre rector.

Una de las características de la comunidad era el uso generalizado del tuteo pero al padre Vázquez todo el mundo le trataba de usted y no por respeto, como en el caso de los más ancianos sacerdotes, sino como una manera de guardar las distancias con el apestado.

– No sé si le habrá reconocido por su aspecto -añadió el rector-, pero está a mi lado el provincial de la Orden, el padre Cuesta. Padre Cuesta, le presento al padre Vázquez.

– Encantado de conocerle -dijo el provincial, apretándole fuertemente la mano-, aunque me temo que el motivo de nuestro conocimiento sea por algo triste. Es mi costumbre ir al grano así que le explicaré sin pérdida de tiempo el objeto de nuestra entrevista. Necesitamos de su experiencia como policía.

– Lo siento, padre, pero no entiendo. Hace ya varios años que abandoné mi antigua profesión por el servicio a Dios y a los hombres y, sinceramente, no quiero regresar a mis actividades pasadas.

– Lo sé, sé muchas cosas sobre usted, incluso la injusta y poco cristiana marginación que padece -añadió el provincial sin inmutarse ante el gesto de desagrado del rector-, aunque no quisiera ser hipócrita. Es posible que si en vez de ser su provincial fuera un simple religioso de esta comunidad mi actitud fuera la misma que la de nuestros poco caritativos hermanos, pero soy el provincial y uno de mis deberes como tal es amar y considerar a todos mis hermanos por igual. Pero junto a deberes ostento algunas escasas prerrogativas y una de ellas es la de poder exigir obediencia. Usted, padre Vázquez, le guste o no, agrade o desagrade a sus hermanos, ha sido policía, un policía poco ético, por no decir directamente violento y torturador, según tengo entendido, pero policía al fin y al cabo, y los conocimientos profesionales adquiridos no se pierden tan fácilmente. Entre nuestros hermanos los hay con todo tipo de estudios y habilidades. A nadie le extraña que si uno de ellos es médico en un momento de necesidad ejerza como tal, y lo mismo se puede decir de quienes tienen otras profesiones complementarias. Usted es policía además de sacerdote y sinceramente nunca hubiera pensado que algún día tendríamos que servirnos de esa preparación suya, pero ese día por desgracia ha llegado. Podríamos llamar a la Policía, pero si hay algo que debemos mantener en estos momentos es la discreción. Por eso, aunque no le guste, tendrá que volver a ser durante un tiempo policía. ¡Recuerde que ha hecho un solemne voto de obediencia!

– Si no me queda más remedio acataré sus órdenes, padre.

– No esperaba menos de usted, padre. Supongo que ya estará al tanto de la desaparición del padre Ander Gajate.

– Algo he oído comentar, sí.

– El padre Gajate lleva ya dos días sin dar señales de vida, ni en el colegio ni en su piso. Eso ya de por sí sería suficientemente grave e inquietante para nosotros, pero hay algo más que muy pocos hermanos conocen y que debe seguir así. Ha desaparecido después de haberse apropiado de un talón al portador por valor de cien millones de pesetas.

– ¿Quiere decir que ha robado esa cantidad antes de desaparecer?

– Quiero decir que ha desaparecido y que en el momento de su desaparición era el depositario de un talón al portador cuya cantidad era la de cien millones de pesetas, donados por la viuda de un antiguo alumno que le dio esas instrucciones en su testamento. Por motivos que no son de nuestra incumbencia, la piadosa señora optó por extender un talón al portador en lugar de realizar una transferencia, y como no sabíamos cuál de nuestros dos ecónomos iba a poder cobrarlo, por indicación del propio padre Gajate dicho talón fue extendido al portador.

– Pero eso es absurdo, el talón podría haber sido extendido a nombre del propio colegio e ingresado con posterioridad en alguna de nuestras cuentas.

– Tiene usted razón pero en ese momento no se le ocurrió a nadie. Tal vez eso indique algún tipo de premeditación por parte del padre Gajate, no lo sé a ciencia cierta, usted es el experto.

– Sí, puede que eso sea un indicio de premeditación. ¿Estamos a tiempo de anular el talón?

– Lo hemos intentado pero se cobró ayer por la mañana. Como no es normal hacer esos pagos en el banco comprobaron que estaba todo en orden antes de pagarlo. Por eso hemos podido enterarnos de un dato que quizá complique las cosas. El talón lo cobró el padre Gajate pero fue una mujer quien se hizo cargo de ese dinero una vez abonado.

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