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Capítulo trece

Una simple llamada telefónica te ha sobresaltado y ha hecho que los latidos de tu corazón se aceleraran enormemente. Se supone que nadie sabe tu número y has dudado en contestar, pero al final lo has hecho y te has tranquilizado. Era un amigo del anterior inquilino, un tal Isidoro, que no sabía que se había mudado de casa. Cuando has colgado has vuelto a respirar. Todavía no te conviene que se averigüe dónde te refugias, más adelante sí, más adelante ya marcarás, como procuras marcarlo ahora, el rumbo de los acontecimientos, pero todo debe hacerse bajo tu control, de acuerdo con tus previsiones.

Sin embargo, aunque equivocada, la llamada te ha causado una extraña sensación y piensas si el sobresalto que te ha producido se debe exclusivamente al miedo a ser descubierto antes de tiempo o a que vives con el alma en vilo, temeroso de haber errado el camino y aún dubitativo sobre lo adecuado de tu elección. Ahora estás solo, ya que ella ha tenido que salir a hacer unos recados, y cuando miras la cama no encuentras su cuerpo desnudo ni su sonrisa protectora, no encuentras unos brazos abiertos en los que recogerte y con los que reconfortarte. Ahora, aunque sabes que afortunadamente por muy poco tiempo, estás solo, terriblemente solo, quizá con la única compañía de ese Dios que te han enseñado que es amor pero al que tú ves como un juez que antes o después te pedirá cuentas de tus actos.

Y el teléfono te recuerda otro teléfono de hace muchos años. Un teléfono de los que había entonces en las casas, negro, adosado a la pared, que muchas veces no funcionaba y que avisaba de las llamadas con un pitido estridente. Y ves a tu madre descolgarlo al oír una llamada, son las doce y media de la noche y el solo hecho de que a esa hora suene el teléfono la ha sobrecogido. Te acercas a ella, que tiene el auricular pegado a su oreja tan fuertemente que casi tiene que dolerle, e intentas escuchar, pero apenas adivinas una voz nerviosa y chillona al otro lado del hilo. Y ves cómo tu madre vuelve a llorar sin lágrimas porque hace tiempo que no le quedan aunque observas en ese rostro completamente seco pero en el que se vislumbra un enorme pesar, una inmensa congoja que te asusta y eres tú quien, a pesar de que ya te consideras casi un hombre, empiezas a llorar. Sin embargo, esta vez tu madre, al contrario que en otras ocasiones, no te consuela, está muy ocupada llamando a tu tío Txomin para pedirle que por favor vaya a recogerla, que tiene que ir al depósito.

Entonces no sabías lo que significaba la palabra depósito pero desde aquel día has estado en él muchas más veces de las que hubieras imaginado y deseado. Cuando tu tío Txomin se ha acercado a la entrada del caserío tú también has querido subir al coche, pero tu madre te ha rechazado. Lo siento, Ander, pero es preferible que te quedes, por si se despierta alguno de tus hermanos y necesita algo, te ha dicho. Y te ha recomendado que vuelvas a la cama, que es hora de dormir, pero tú no quieres dormirte, no puedes dormirte, y la noche se te hace interminable mientras esperas sentado en la cocina, que está fría y un tanto fantasmagórica iluminada apenas por una bombilla de escasa potencia. Cuando tu tío y tu madre vuelvan te encontrarán dormido sobre el taburete del que no te has levantado en ningún momento, con la cabeza apoyada en el hule que recubre la mesa, y sin necesidad de que se produzca ningún ruido, un sexto sentido te hará despertar y preguntar sin palabras a tu madre qué es lo que ha sucedido pero será tu tío quien confirme tus temores.

– Tu hermano Mikel ha muerto, Ander -dice tu tío-. Lo ha asesinado la policía durante una redada efectuada en el Casco Viejo contra militantes vascos.

No entiendes lo que pasa, y mucho menos que la policía sea la asesina; se supone, eso al menos has visto en las películas que ves en el cine del pueblo y leído en las novelas que compras en el quiosco de la plaza, que la policía no asesina, que los policías son quienes combaten y detienen a los asesinos, pero tu tío es un hombre serio y sincero, un hombre que no mentiría ni gastaría bromas en estos momentos en los que el mayor de sus sobrinos, su ahijado, ha fallecido. Pero si tu tío dice la verdad cada vez entiendes menos o, mejor dicho, cada vez entiendes más, a tu padre, a tu hermano, se te van abriendo los ojos, la muerte te está haciendo crecer y, de golpe, abandonas la infancia aunque te da miedo convertirte en un hombre, si conocieras la historia de Peter Pan desearías quedarte para siempre en el país de Nunca Jamás pero como no lo has leído tienes que quedarte en tu país, en tu caserío, en tu familia, en tu lengua y, también, en tu cementerio, donde reposan tus antepasados y donde, dentro de muy poco, tu hermano Mikel va a ocupar el lugar que le estaba reservado desde el principio de los tiempos.

No lo piensas de este modo, desde luego, eso se te está ocurriendo en estos momentos, pero de alguna manera es lo que subyacía detrás de tus lágrimas y de tu confusión mientras te pones el traje negro que os ha prestado una vecina y el médico del pueblo te hace el nudo de esa corbata negra que te aprieta la garganta y de la que juras no volver a usarla nunca más pero que forma parte del ritual funerario que debes cumplir para despedir a tu hermano. Camino del cementerio has comprado un periódico, uno de los dos que se editan en la provincia, y en primera plana aparece el cadáver de tu hermano, es una fotografía oscura y movida pero devastadoramente expresiva. Según dice la crónica periodística Mikel estaba reunido con otros compañeros de su banda preparando un atentado. Alertada la policía fue a detenerlos pero se resistieron y fueron acribillados a balazos. Aparece también el historial delictivo de Mikel, al que achacan bastantes sabotajes y unos cuantos asesinatos. El periodista parece querer recrearse en lo que denomina maldad y salvajismo de tu hermano y acompaña su artículo con fotografías de tres de los muertos por Mikel y algunos de sus hijos y piensas que ellos estarán llenos de odio hacia tu hermano y lo que representa, del mismo modo que tú, en esos momentos, odias a la policía con toda tu alma y tu corazón. Sabes que el dolor de esos niños es tan fuerte como el tuyo pero no puedes evitar construir en tu interior un muro infranqueable entre ellos y tú, entre lo que ellos defienden y lo que tú amas. Y piensas que tu padre intentó derribar ese muro con palabras de paz y murió por ello, y tu hermano también intentó destruir el muro con las armas en la mano y dentro de poco le vas a enterrar, y te angustia la idea de que hagas lo que hagas no haya otro camino que la muerte y que el muro va a estar ahí, eternamente, siempre enhiesto, siempre sombrío, como el anuncio tenebroso de que no hay solución para tu pueblo.

Luego, camino del cementerio, observas cómo muchos de tus vecinos os acompañan durante un rato pero se van quedando rezagados, sin atreverse a entrar en el camposanto. Son buenos amigos y vecinos pero algo les retiene e impide dar ese último paso. Miras hacia el cementerio y lo comprendes de repente, está lleno de policías uniformados de gris en los que se adivina, tras el casco que les cubre casi completamente el rostro, una mirada hosca y enfermiza, iluminada por el odio y la rabia. Alguien de entre ellos que parece tener autoridad se acerca hasta donde están tu madre y el cura y les conmina autoritariamente a que sean breves, no quiere que la ceremonia se convierta en un problema de orden público. No oyes lo que le contesta el sacerdote pero por la expresión que surge en la cara del policía comprendes que la respuesta no le ha gustado y que repite de nuevo sus órdenes, más malhumorado si cabe todavía. Por fin el sacerdote empieza a entonar el responso pero es de nuevo interrumpido por el policía.

– Haga el favor de hablar en cristiano -dice y su voz retumba por todo el cementerio como si fueran las trompetas anunciadoras del Juicio Final.

Escuchas cómo el sacerdote, que tampoco quiere forzar la situación, reinicia sus oraciones, esta vez en castellano, y al terminar dos operarios del cementerio introducen el ataúd de tu hermano en el interior del panteón familiar. Sabías que tu hermano estaba muerto, pero cuando la losa se cierne sobre él te das cuenta, por primera vez, que la muerte es algo irreversible, que ya nunca más volverás a verle, que no oirás de nuevo su risa, sus palabras tranquilizadoras, que no te llevará nunca más a San Mames, como el día en que cumpliste nueve años, aquél sí que fue el mejor cumpleaños de tu vida. Y lloras, lloras por tu hermano y por ti, pero cuando disimuladamente te pasas la mano por la cara observas, atónito, que no está mojada, que no has derramado ninguna lágrima, has aprendido a llorar sin llanto, como tu madre, y de repente por ese sencillo hecho te sientes mucho más unido a ella.

Estáis ya fuera del cementerio cuando de entre los vecinos que han asistido al acto a distancia se destaca un joven desconocido que no debe de ser del pueblo y despliega una ikurriña con crespón negro, junto a la cual va adosado un retrato de tu hermano, y de repente el silencio es cortado por un irrintzi y un grito de Gora Euskadi Askatuta que es respondido al unísono por la gente, que empieza a huir al observar la furiosa reacción del contingente policial. Casi sin darte cuenta tienes enfrente tuyo a uno de esos amenazadores policías vestidos de gris que maneja en sus brazos una porra negra e inmensa. Intentas escapar pero el propio miedo te tiene agarrotado y eres incapaz de avanzar unos escasos metros. Sientes el golpe en la cabeza, un dolor muy fuerte y luego la nada. Te desvaneces pensando que vas a reunirte con tu padre y tu hermano, pero cuando abres los ojos no es a ellos a quienes ves sino a tu madre. También ha debido de ser golpeada, porque tiene una ceja partida y los labios tumefactos, pero se mantiene en pie mientras te aplica unas friegas en la frente y te musita al oído tiernas palabras antes de que vuelvas a perder el conocimiento.

Cuando despiertas definitivamente tu madre sigue estando a tu lado con un gran tazón de leche caliente y un cuenco de cuyo interior sale un cimbreante humillo delatador de que en su interior te está aguardando una exquisita sopa de pescado. Lo tomas con fruición y poco a poco tu cuerpo se va asentando. Cuando ve que tienes el estómago lleno tu madre sale de la habitación y regresa al poco tiempo acompañada por el padre Patxi, el párroco del pueblo.

– Aitá Patxi tiene que decirte algo, hijo mío -te dice dulcemente tu madre y tú comprendes que es algo importante pero no dices nada, te limitas a observarles en silencio.

– Ander, te conozco desde que te bauticé. Has sido alumno mío en la escuela y en la catequesis y desde que hiciste la primera comunión no has faltado a misa ningún domingo ni fiesta de guardar, habiéndome asistido en multitud de ocasiones como monaguillo. Poco antes de fallecer tu padre me confesó la ilusión que le haría el que ingresaras en un seminario, pero debido a su muerte creo que nunca te lo comentó. Tu madre, que hablaba a menudo con tu padre del asunto, también me ha dicho lo mismo y por eso me ha pedido que hable contigo. Yo estoy de acuerdo con los dos en que tienes capacidad y preparación, pero es un paso importante que sólo tú puedes dar, y debes estar totalmente convencido de lo que haces antes de darlo.

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