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Jose Javier Abasolo

Nadie Es Inocente

Capítulo uno

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida.

Desde el interior de su confesionario el sacerdote vislumbró, a través de las rejillas, a la mujer que acababa de arrodillarse y pronunciar las palabras de rigor. Parecía joven y hermosa y el cantarino tono de su voz le alegró una mañana que estaba siendo tediosa y aburrida. Llevaba dos horas escuchando los terribles pecados de estudiantes de secundaria que leían a hurtadillas las revistas pornográficas de sus padres, se hacían pajas ocultos en la oscuridad de su cuarto o pegaban al hermano pequeño porque estaban hartos de que anduviera siempre molestando. Por lo menos la presencia de la mujer rompería esa monotonía. Tenía, además, curiosidad por saber lo que le iba a contar. Era raro en estos tiempos la presencia de mujeres jóvenes y hermosas en los confesionarios. Abundaban mucho más las señoras maduras que se consideraban íntimas de Dios y que empleaban la décima parte del tiempo acusándose de haber hablado mal de una vecina y el noventa por ciento restante diseccionando hasta el más mínimo detalle las maldades de la susodicha vecina.

Hizo una pausa de breves segundos, abandonándose a la fragancia del perfume que emanaba de la mujer, fuerte pero sin llegar al empalago, y continuó con el rito preestablecido.

– ¿Cuánto tiempo hace que no te confiesas?

– No lo sé, padre, hace ya tanto tiempo que no lo recuerdo. Llevo ya muchos años sin creer en Dios.

– Y sin embargo has venido aquí, a ponerte en contacto con Él y a pedirle que te perdone tus pecados. Quizá tú no creas en Dios pero Él sí cree en ti. La prueba está en que te ha traído a la iglesia.

– Siento desilusionarle, padre, pero he venido por mi propio pie y siguiendo mis propios designios, no conducida por un supuesto ser superior. Además, tampoco he venido a confesarme, por lo menos no en el sentido clásico de contar una retahila de pecados.

– Confesarse no es tan sólo, como acabas de decir, contar una retahila de pecados. Es también hablar con Dios, ponerse en sus manos, buscar la paz y el consuelo.

– Algo así como ir al psiquiatra pero sin pagar -respondió en tono irónico la mujer.

– No es una mala comparación, aunque hay algo más.

– Supongo que se refiere a su dios pero ya le he dejado bien claro anteriormente que soy atea. O quizá no lo sea del todo, aunque en el caso de que exista ese señor no me interesa para nada. Si es tan bueno y misericordioso como ustedes proclaman, ¿por qué permite que haya miseria y violencia en el mundo, injusticias y enfermedades? ¡Bonita omnipotencia la de su Dios!

El sacerdote había oído muchas veces esa objeción y estaba preparado dialécticamente para contrarrestarla aunque en bastantes ocasiones él mismo se hubiera hecho esas preguntas. Pero cuando empezó a hablar en tono paternal fue interrumpido bruscamente por la extraña feligresa.

– Perdone, padre, lamento haber sido dura e impertinente y seguir siéndolo, pero no tengo ningún interés en debatir con usted esos problemas. Esto es un confesionario y aunque no he venido a confesarme en el sentido clásico sí quiero efectuar una confesión.

– Dime.

– Voy a matar a un hombre.

Las palabras de la mujer cayeron como una bomba en la paz de la iglesia y, curiosamente, el sacerdote comprendió que la mujer estaba hablando completamente en serio. No eran unas palabras dichas para asustar al curita sino, como había anunciado la mujer, una confesión clara y escueta de una decisión tomada y, posiblemente, muy meditada. En sus años de sacerdocio nunca se había enfrentado a una situación similar, por eso tardó unos segundos en reunir la suficiente presencia de ánimo para hablar con la mujer.

– Nadie tiene derecho a acabar con la vida de otra persona. Sólo Dios, que nos da la vida, nos la puede quitar. Es posible que pienses que tienes motivos más que suficientes para realizar la acción que acabas de anunciarme pero no podemos, no debemos abandonarnos a la violencia, al asesinato. La violencia sólo engendra violencia y sufrimiento y acaba por volverse contra sus autores. Tienes que tranquilizarte y reflexionar sobre ello. Lamento no ser capaz de expresar con palabras más atinadas lo que quiero indicarte pero debes hacer un esfuerzo por desterrar esa idea de tu cabeza.

– No se moleste, padre, lo está haciendo muy bien pero es una decisión que he tomado y que nada ni nadie conseguirá cambiar.

– Sin embargo, has venido aquí, a contármelo.

– Lo sé. No me gustaría abusar de su confianza pero lo he hecho amparada en el secreto de confesión, porque supongo que sigue existiendo el secreto de confesión.

– Existe y te ampara pero no es ése el tema. No quiero delatarte sino detenerte, aunque, no, no quiero detenerte sino convencerte por tu propio bien de que no debes hacerlo. El hecho de que hayas venido hasta mí significa que, aunque no quieras admitirlo abiertamente, estás solicitando ayuda.

– En eso lleva usted la razón, padre -le interrumpió la mujer-, pero la ayuda que yo busco no es la que me está ofreciendo en este momento. Por favor, no se moleste en disuadirme porque, se lo repito, la decisión está tomada y es irrevocable.

– ¿Qué es lo que deseas entonces? -preguntó el sacerdote en un intento por no romper del todo las amarras con esa mujer a la que se veía incapaz de convencer.

– Voy a matar a un hombre y usted me va a ayudar a matarlo -respondió con voz firme y serena la mujer. Sin esperar a que el asombrado sacerdote dijera algo se levantó del confesionario y mientras lo hacía pronunció sus últimas palabras-. Sé que no puede absolverme pero no me importa. Su dios, si existe, hace ya mucho tiempo que me ha absuelto.

Antes de que el sacerdote pudiera reaccionar la mujer había abandonado no sólo el confesionario sino también la iglesia. De su presencia permanecían como únicos testigos el desasosiego del confesor y el penetrante perfume que aún podía percibirse en el recinto sagrado.

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