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Capítulo doce

Cuando regresamos al colegio, después de aquel insólito fin de semana en Madrid, muchas cosas habían cambiado. Quizá no me hubiera hecho hombre, como pensaba en aquellos momentos, pero había abandonado la infancia. Nunca comenté lo que había visto y creo que mis dos compañeros nunca sospecharon nada, pero no tengo una seguridad absoluta. Cuando aparecieron, no al mismo tiempo, por el salón en el que me había refugiado, el trato fue de lo más natural y la conversación, tras contar nuestras experiencias, reales las mías, inventadas las de Garrido y medio reales medio inventadas las de Fernandito, derivó hacia temas banales e intranscendentes, propios de tres amigos y compañeros de estudios.

En el colegio la vida continuaba aparentemente igual y posiblemente, si yo no hubiera sido testigo de lo sucedido aquella mañana, habría pensado que seguíamos haciendo la misma vida de siempre, pero desde entonces me había vuelto más suspicaz y me fijaba en detalles que en otros momentos no hubiera descubierto. Por poner un ejemplo, me daba la impresión de que Garrido y Fernandito quedaban muchas veces a solas, sin contar conmigo ni con los demás del grupo. Repito que era una impresión, quizá siempre había sido así y yo nunca me había percatado o le había dado importancia, pero no podía evitar cierta sensación de cambio, de desmoronamiento incluso de lo que había sido nuestra relación.

No quiero decir con esto que ese cambio fuera radical. Formalmente todo seguía igual, eran tan sólo pequeños detalles los que delataban la nueva situación. De hecho, la mayor parte del tiempo la pasaba con ellos dos y con algunos amigos más, haciendo las correrías de siempre, guiados aparentemente por Garrido pero con Fernandito escondido perennemente en la sombra para influir en su liderazgo.

Tampoco era raro que, abandonando a los demás, nos escapáramos los tres, como veníamos haciendo muy a menudo desde mucho antes de nuestro viaje a Madrid. Por eso, cuando Garrido me comentó un día que había descubierto un nuevo sitio para explorar y que teníamos que ir los tres no me extrañó ni presentí lo que iba a pasar. Si existe un sexto sentido que te previene sobre el futuro, yo nó lo poseo, y aunque ahora, a toro pasado, podría decir que su excitación, su nerviosismo y sus ojos febriles me estaban anunciando lo que iba a ocurrir, mentiría. Hoy quizá pueda analizarlo en consonancia con lo que luego sucedió, pero en aquellos momentos no veía nada extraño en lo que hacía y decía mi amigo.

La primera tarde que tuvimos libre cogimos las bicicletas y nos fuimos pedaleando hasta un pueblo que estaba a unos treinta kilómetros del colegio. No se trata de una distancia excesiva, pero en aquella época en que las comunicaciones eran infames y las carreteras deplorables, el que tres chavales hicieran en bici ese recorrido tenía su mérito o, por lo menos, así nos lo parecía a nosotros. El pueblo era similar al que acogía a nuestro colegio, quizá un poco más grande y con algún comercio más, pero básicamente similar. Por ninguna parte veíamos qué tenía aquello de excepcional y maravilloso y así se lo hicimos saber a Garrido, cuando paramos en la plaza del pueblo para refrescarnos con el agua de la fuente pública.

– No es el pueblo lo que merece la pena sino la montaña que hay en las afueras. Corre en el lugar una leyenda muy interesante acerca de ella que os contaré cuando hayamos llegado. Así que no haceros los remolones y subid de nuevo a las bicicletas, que sólo nos quedan tres kilómetros más.

Cuando llegamos al pie de la montaña no observamos nada excepcional. Era un montículo como miles más que se podían ver en toda la geografía española.

– Esperad a que estemos arriba antes de hablar -nos dijo Garrido y de nuevo le hicimos caso.

Sudorosos por el esfuerzo llegamos hasta lo que el propio Garrido denominó su cumbre, quizá de un modo exagerado, y por fin nos contó la leyenda.

– A esta montaña los lugareños la denominan la montaña del Diablo. Se cuenta que a principios del siglo XII pasaba por aquí debajo la vanguardia de un ejército moro que se dirigía a pelear contra los cristianos y que en todos los pueblos en los que entraba dejaba un rastro de saqueo y desolación inmenso, destruyendo comarcas enteras y no respetando mujeres ni niños. Se decía que en ese ejército nunca había habido bajas y que su fortaleza provenía de que el mismísimo Satanás era su jefe. El día que cruzaron por el sendero que se ve desde esta montaña fueron vistos por un pastorcito que tendría más o menos nuestra edad y que se encontraba aquí jugando. Al principio, lleno de miedo, intentó esconderse donde pudiera pero en seguida comprendió que el ejército se dirigía a su pueblo y, conocedor de su fama, supuso que masacrarían sin piedad a amigos y familiares, por lo que decidió detenerles, mas no sabía cómo hacerlo así que desesperado y lloroso se hincó de rodillas para rezar y solicitar la ayuda del apóstol Santiago y de Nuestro Señor Jesucristo.

«Estaba así postrado, de hinojos, cuando de una nube que hasta entonces no había visto, ya que era un día totalmente despejado, descendió un hombre bellísimo, de aspecto dulce y mirada misericordiosa que le contempló amorosamente durante un breve rato. El pastorcillo comprendió en seguida que se trataba del propio Jesucristo.

»-Sé lo que quieres -le dijo el Señor-, pero no puedo complacerte.

»-¿Por qué, Señor? -gimió el pastorcillo-, van a matar a mi madre y a mis hermanos, y a todo el pueblo. Tengo, tenemos que hacer algo.

»-¿Nunca te han transmitido mis enseñanza?, ¿no sabes que dije que quien a hierro mata a hierro muere y que preferí morir en la cruz por todos los hombres antes que usar todo el poder de mi Padre y acabar con ellos?

»-Lo sé, Señor, y deseo cumplir con vuestras enseñanzas y con todos los mandamientos de Dios y de nuestra santa madre la Iglesia, pero mientras tanto ese ejército se dirige a mi pueblo y tenemos que detenerlo.

»-Debieras saber que yo vine al mundo y morí en la cruz para traer un mensaje de amor, no de odio. Vine a salvar a los hombres, no a matarlos. El único que es de verdad mi enemigo es el demonio, contra él y contra sus tentaciones es contra quien debes luchar.

»-Lo sé, Señor -contestó el pastorcillo-, pero apenas soy un niño, si no soy capaz de luchar contra los hombres, ¿cómo voy a poder luchar contra el demonio?

»-No es fácil, pero debes encontrar tu camino.

«-Ayúdame, Señor, te lo ruego -imploró por última vez el pastor.

»-Tú eres el único que puede ayudarte, lo siento, hijo mío -le respondió Jesucristo al tiempo que de sus compasivos ojos surgían dos lágrimas-, nunca dejes de luchar para que resplandezca el Bien.»

»Nada más pronunciar estas palabras la aparición se difuminó y el pastorcillo se quedó de nuevo solo, más atemorizado y confundido que antes. ¿Para qué se había presentado ante él Nuestro Señor Jesucristo si luego le abandonaba a su suerte de ese modo? El pastorcillo no estaba versado en teología así que incapaz de comprender lo sucedido retornó a su tristeza primitiva. El Señor le había dicho que luchara y él decidió luchar hasta la muerte, convencido de que ése iba a ser su destino final. Además, sería el primero en morir, ¿qué sentido tenía quedar con vida cuando todos los seres que amaba, su propio pueblo, iban a desaparecer en pocas horas? Lleno de rabia y totalmente decidido a morir matando arremetió contra el ejército invasor con lo único que tenía a mano, con piedras que iba lanzando desde la cima de la montaña contra los enemigos, pero pronto comprendió que todo era en vano. Las piedras apenas hacían aparecer algunos rasguños en los rostros aguerridos de los soldados que, riéndose de su impotencia, detuvieron su camino para acercarse hasta donde él estaba.

»-Eres un insensato, chiquillo, y vas a pagar tu osadía con la muerte -dijo el general de aquel ejército con una voz que retumbó por todo el monte, bajándose de su caballo y acercándose con una espada en la mano hasta donde estaba el pastor.

»E1 general le parecía al pastor el mismísimo Satanás, con su faz rojiza y su negro pelo caracoleando en forma de cuernos por encima de la frente, así como por la airada expresión de unos ojos oscuros como carbones. Desanimado pensó que si los rumores eran ciertos, si el propio diablo dirigía el ejército invasor, no sólo no tenía ninguna posibilidad, cosa con la que ya contaba, sino que posiblemente moriría entre torturas atroces e innumerables sufrimientos. Resignado a hacerle frente miró en torno suyo pero ya no le quedaban piedras, tan sólo una muy pequeña con forma cóncava, en la que se habían refugiado las dos lágrimas derramadas por Jesucristo. Esa piedra no haría daño ni a un niño pero era lo único que tenía a mano y sin pensárselo dos veces la arrojó contra la cabeza de su contrincante, mientras olvidándose de la aparición anterior invocaba el nombre de Dios.

»El pastorcillo tenía buena puntería y la piedra dio de lleno en la frente de su enemigo. En ese mismo instante, ante el horror tanto del niño como de los propios soldados el general se transformó en un horrible demonio, de cuerpo rojo cubierto de escamas, cuernos sobre la frente, cola más gruesa que la de los monos y un intenso olor a azufre que exhalaba por todos los poros de su cuerpo, pero la visión duró escasos segundos, ya que de su interior surgió un intenso fuego que le consumió entre grandes dolores y le convirtió, en escasos segundos, en un puñado de cenizas. Después de ver esto sus soldados huyeron despavoridos y nunca más regresaron por la comarca. El pastorcillo, por su parte, volvió al pueblo, donde esparció la noticia de lo sucedido e ingresó en un convento, donde adquirió fama de santo, muriendo a la edad de ciento veinte años.

Cuando Garrido terminó de contarnos la leyenda popular nos preguntó si nos había gustado y así lo admití yo aunque Fernandito, quizá porque estaba celoso de la atención que le había prestado a Garrido y de su habilidad para narrar la historia, fue algo más desdeñoso.

– Es una historia muy interesante, pero este lugar no tiene pinta de ser un sitio propicio para que transiten los ejércitos. Muy tonto tendría que haber sido aquel general para conducir a sus huestes a través de estos parajes.

– Es tan sólo una leyenda, pero una leyenda preciosa -contestó Garrido humildemente-, y yo me he limitado a transmitírosla del mismo modo que me la transmitieron a mí.

– De acuerdo, pero no hacía falta que nos trajeras hasta aquí para contárnosla -volvió a decir Fernandito.

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