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Capítulo treinta y dos

– Ave María Purísima.

– Sin pecado concebida. Dime, hermana, cuáles son tus cuitas, de qué deseas liberarte.

Esa vez el sacerdote que se encontraba oculto tras la reja del confesionario no se sobresaltó al oír la hermosa voz ni oler el perfume que manaba de la joven penitente, ya que el padre Vázquez no conocía esos atributos de María Luisa Prieto. Para él era una confesión más, como las que a menudo tenía que padecer en cumplimiento de su sacramento sacerdotal.

– He tenido relaciones sexuales con un hombre sin estar casada.

¡Ya empezamos!, suspiró el padre Vázquez. Aunque cada vez se le daba menos importancia a ese asunto todavía había feligresas que acudían donde el cura, no se sabe bien si a pedir perdón arrepentidas o a obtener un atento oyente con el que poder explayarse. Además, a esas alturas, ¿qué les iba a decir? ¿Que no lo hicieran más? Francamente, cada vez le desagradaban más esas tonterias, sobre todo en esos últimos tiempos en los que su mente estaba ocupada en problemas mucho más graves.

– Bueno, hija mía, debes intentar controlarte -habló mecánicamente-, es comprensible que siendo joven sientas ese tipo de necesidades pero procura evitarlas ofreciendo a Dios tu sacrificio y, de todos modos, si no lo consigues tampoco te atribules en exceso, recuerda que el Señor nos quiere y nos perdona todo.

– Gracias padre, pero ésa no es la única carga que llevo sobre mi conciencia. También he conducido a un buen hombre por el mal camino.

– Eso es más grave, hija, una cosa es que libremente tomemos nuestras propias decisiones y otra muy diferente que perjudiquemos con ellas a terceras personas. ¿Se puede aún reparar el mal causado?

– Lo siento, padre, pero me temo que no. He desviado a ese buen hombre de su vocación y compromiso y por mucho que yo lo intente no creo que desande el camino andado.

– Eso es aún más grave pero si estás arrepentida y procuras, en lo que buenamente puedas, arreglar la situación el Señor te perdonará, no lo dudes ni un momento.

– Es que eso no es todo -continuó la feligresa-. Ese buen hombre al que he conducido por caminos de perdición es, o era, sacerdote, un buen sacerdote, y no sólo me he acostado con él sino que le he incitado a abandonar su sacerdocio y a algo peor. Le he convertido en un ladrón. Por mi culpa ha robado cien millones de pesetas que pertenecían a su congregación religiosa.

Si Emilio Vázquez hubiera lucido una hermosa cabellera los pelos se le hubieran puesto como escarpias al escuchar lo que la joven que tenía enfrente, separados tan sólo por una frágil rejilla, le estaba contando. No hacía falta ser un gran detective para comprender que la mujer que estaba hablando con él era María Luisa Prieto Gómez, la mujer conocida en ciertos ambientes como Verónica y cuya pista llevaba siguiendo bastantes días. Con un hilo de voz intentó confirmar el dato.

– Supongo, por lo que me estás diciendo, que eres María Luisa Prieto.

– Lo siento, padre, pero mi identidad no es objeto de confesión, que supongo protegida por el secreto sacerdotal.

– Así es -contestó entre dientes el padre Vázquez.

– Gracias, confiaba en ello. Como le he dicho un joven sacerdote, por mi culpa, se ha entregado a los placeres del sexo, se ha convertido en ladrón y ha abandonado sus votos. Me imagino que todo eso me convierte en una gran pecadora.

– Algo así -contestó el sacerdote visiblemente molesto.

– Además, y para que la confesión sea completa, porque de otro modo tengo entendido que no vale, debo añadir que todo eso lo conseguí con engaños.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Vázquez con evidente interés.

– A que le mentí para poder conseguir mis propósitos. Nunca me interesaron ni él ni sus problemas pero había llegado a mis oídos la noticia de que el colegio al que pertenece iba a recibir una sustanciosa donación y que él era el encargado de finanzas de la congregación así que pensé que si le camelaba conseguiría quedarme con el dinero.

– ¿Qué tipo de mentiras le contó? -volvió a preguntar el padre Vázquez sin saber distinguir él mismo si hacía esas preguntas como sacerdote o como detective, seguramente mitad y mitad.

– Le hablé acerca de un compañero suyo de sacerdocio que en una época anterior había sido un policía de fama dudosa y dije que estaba implicado en la muerte de una inexistente hermana que nunca tuve y en la de dos personas muy unidas a él. La verdad es que el pobre picó como un pardillo, se le veía predispuesto a creerse todo lo que le contara sobre ese indeseado colega. Además, aunque esté mal que yo lo diga, soy una mujer atractiva y no me costó mucho convencerle de que él me gustaba y de que haríamos una buena pareja. Se resistió un poco, se ve que la educación religiosa pesa lo suyo, pero al final me lo llevé a la cama. El resto se lo puede usted imaginar.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? -inquirió de su interlocutora el padre Vázquez-. ¿Tanta seguridad le proporciona el secreto de confesión?

– Para serle sincera sí, me he enterado de cómo funciona y sé que sería una falta gravísima romperlo, pero ése no es el motivo primordial. Como usted comprenderá sería una ingenua si me pusiera en sus manos tan fácilmente, he tomado mis precauciones y usted es lo suficientemente listo como para darse cuenta. Sin embargo, no es ésa la razón primordial de mi confesión. La auténtica razón es, sencillamente, que he venido a confesarme como cualquier católico para pedir el perdón por mis pecados.

– ¿Cómo puedo estar seguro de que no me estás mintiendo también a mí? Y en el caso de que seas sincera, ya sabes que para obtener ese perdón tienes que cumplir varios requisitos…

– He venido por mi propia voluntad -dijo María Luisa interrumpiéndole-, supongo que eso significará algo para usted. De todos modos no hay manera de convencerle de mi sinceridad o, mejor dicho, sí que la hay, pero deberá esperar. Acaba de preguntarme si sé qué necesito para obtener su perdón. Sí, lo sé, supongo que se refiere al dolor por los pecados y al propósito de la enmienda.

– Así es.

– En ese caso cumplo los requisitos. Estoy sinceramente arrepentida de lo que he hecho.

– ¿Y el propósito de la enmienda?

– También estoy en ello, aunque no es fácil. Me temo que me va a ser muy difícil conseguir que el padre Gajate vuelva a su estado anterior pero procuraré hacer lo que pueda.

– Queda la cuestión del dinero.

– Lo sé, lo sé, y tengo intención de devolverlo, pero todavía no estoy preparada. Lo haré dentro de unos pocos días, antes quiero aclarar una serie de cosas. Supongo que usted comprenderá que aunque esté sinceramente arrepentida, para la justicia seguiré siendo una delincuente, necesito hablar con un abogado para preparar del mejor modo mi defensa. Pero ese asunto no debe preocuparle, padre, porque tengo el propósito de devolverle a usted, en persona, los cien millones. Dentro de unos días le llamaré por teléfono y le daré las instrucciones precisas para que los recoja. Ahora, padre, tengo que irme, y no se moleste en darme la absolución, ya me la dará cuando le haya devuelto el dinero. Ah, otra cosa, tampoco se moleste en seguirme. Todavía no he conseguido su absolución así que sigo siendo una pecadora y obraría como tal. Seguro que me ha entendido, no quisiera cargar nuevos pecados sobre mi conciencia.

El padre Vázquez la vio alejarse desde la penumbra de su confesionario. Durante unos segundos sostuvo una fuerte lucha interna entre su instinto policial y su condición sacerdotal pero finalmente optó por no levantarse y quedarse allí, sentado, rumiando su impotencia y mordiéndose nerviosamente el labio inferior hasta que un pegajoso sabor a sangre le devolvió a la realidad.

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