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Capítulo veintinueve

Mientras Emilio Vázquez forzaba sigilosamente la cerradura del último domicilio conocido de la misteriosa compañera del padre Gajate, pensaba que cada vez le iba cogiendo más gusto a su recuperada profesión de policía. Sabía que lo que estaba haciendo era ilegal pero eso no le afectaba en absoluto. Cuando ejercía, primero de inspector y posteriormente de comisario, lo había hecho, en persona o a través de sus subordinados, un montón de veces sin tener por ello remordimiento alguno. Además, como ya no era oficialmente policía, nadie podía acusarle de abusos policiales o registro ilegal, en todo caso de allanamiento de morada, pero sabía que esa posibilidad era muy lejana. De hecho, imaginaba que el registro que iba a hacer sería inútil, pero aun así tenía que hacerlo, no podía dejar resquicio alguno sin investigar.

Las indagaciones previas que había efectuado le habían confirmado su idea primigenia. En el domicilio de María Luisa Prieto ya no vivía nadie. Hacía un par de semanas que no se observaba movimiento alguno y su buzón estaba repleto de impresos publicitarios que nadie se había dignado en retirar. En cuanto a su ocupante antigua poco pudieron decir los vecinos. Era una chica joven que hacía su vida sin meterse con nadie. No había intimado con el resto de los vecinos, aunque era educada y les saludaba cuando se encontraban en la escalera o el ascensor. Por lo demás, nunca cruzaba con nadie más de dos palabras ni asistía a las reuniones de la comunidad. Si recibía a hombres o mujeres nadie lo sabía y, además, el tema le era indiferente a una gran mayoría del vecindario. Respecto al piso, no había sido ocupado todavía por ningún nuevo inquilino. Poco más pudo sacar Vázquez en limpio, pero era suficiente para saber que nadie le iba a molestar cuando entrara y que dicha entrada iba a ser baldía.

El piso estaba prácticamente vacío. Su interior contenía tan sólo los muebles estrictamente indispensables para que el propietario pudiera alardear de que lo arrendaba amueblado, pero nada más. Eran muebles que no mantenían ninguna armonía, traído éste posiblemente de aquí y el otro de acullá, aquél comprado en una liquidación y este otro regalado por un amigo que había decidido cambiar el mobiliario. Vázquez escudriñó hasta el último rincón sin encontrar nada de interés, no quedaba ningún objeto personal de la extraña mujer.

Se sentía decepcionado. Era consciente de que no iba a encontrar nada que le permitiera solucionar de repente el caso, pero sí había esperado encontrar algún indicio que pudiera conducirle a algún otro sitio. Desde que se había hecho cargo de la investigación tenía la sensación de que el padre Gajate y su compañera estaban jugando con él, como el gato con el ratón, de ahí que esperara alguna señal de que el juego continuaba. Quería imperiosamente que continuara, necesitaba seguir en esa historia. Aunque aparentemente fuera un simple muñeco cuyos hilos manejaban, como expertos titiriteros, sus dos presas, sabía que él era un profesional mientras que sus oponentes, antes o después, darían un paso en falso. Por eso deseaba que el juego no terminara ya que era su única posibilidad de solucionar el caso.

Había colocado ya su mano sobre el pomo de la puerta, dispuesto a salir, cuando una idea brotó repentinamente en su cabeza. Fue como una fugaz chispa que surgía de la nada, pero lo suficientemente consistente como para obligarle a desandar sus pasos y reiniciar la búsqueda. Uno por uno fue abriendo todos los armarios que había en la casa y comprobó, satisfecho, que sus oponentes no le habían defraudado, aunque se estaban volviendo cada vez más sutiles. La base de cada uno de los cajones de los armarios estaba protegida por una hoja de periódico. Fue sacándolas todas y extendiéndolas sobre el suelo las miró con detenimiento. Si su instinto no le engañaba ahí tenía que haber una clave. Todas las hojas pertenecían a la misma sección, la de anuncios por palabras, y más concretamente a los de inmobiliarias. Además, el nombre de cada una de las agencias que ofrecían sus servicios había sido subrayado con rotulador rojo. Después de comprobarlo minuciosamente salió de la vivienda sin reponer los periódicos en su sitio. Sabía que no merecía la pena.

Emilio Vázquez nunca hubiera imaginado la cantidad de agencias inmobiliarias que había en Bilbao. Estaban a punto de salirle ampollas en los pies cuando por fin, en la decimotercera o decimocuarta que visitó, reconocieron las fotografías de Ander Gajate y María Luisa Prieto. Sí, esos dos jóvenes habían alquilado allí una vivienda, se les notaba muy formales, al parecer eran novios e iban a casarse dentro de poco, además pagaron cinco meses por adelantado, no, no es lo habitual, pero explicaron que preferían hacerlo así para evitarse preocupaciones, ya que en los próximos meses iban a estar muy ocupados, la boda, ya se sabe, no, el piso no tenía teléfono y ellos no nos han proporcionado ninguno, tampoco nos han llamado para nada desde que les dimos las llaves del piso, ¿así que es usted policía, eh?, yo pensaba que eran más jóvenes, ya sabe, para poder dar mamporros a los chorizos, sí, sí, lo entiendo, pero ya sabe, una ve muchas películas, ¿la dirección?, sí, claro, perdone, en qué estaría yo pensando, aquí tiene, la verdad es que hemos tenido mucha suerte porque era un piso difícil de alquilar, no, por estar estaba en buenas condiciones pero la calle, ya sabe usted la fama que tiene esa calle, aunque por otra parte los jóvenes no tienen los prejuicios de las personas mayores y lógicamente el dinero es el dinero, sobre todo cuando uno va a casarse y, claro, cuesta mucho más barato un piso en esa zona que en la Gran Vía, es algo normal, ¿no cree usted?

La vivienda estaba ubicada en la zona denominada La Palanca, lo más parecido a un barrio chino que se puede encontrar en Bilbao. Justo enfrente del portal se encontraba situado el Club Neskatilak, en el que había desempeñado sus servicios profesionales la compañera del padre Gajate. Parecía demasiado obvio como para ser una coincidencia, pero no le quedaba más remedio que asumirlo con tranquilidad mientras fueran ellos dos quienes marcaran las pautas del juego. Al dirigirse hacia el portal comprobó, con satisfacción no exenta de melancolía, que los transeúntes se apartaban a su paso. Posiblemente, a pesar del tiempo transcurrido, aún se le notaba en su aspecto el aura de policía matón que durante tantos años le había adornado.

No esperaba encontrar a la pareja pero no pudo evitar su asombro cuando, pocos segundos después de pulsar el timbre, se abrió la puerta de par en par, dejando ver la arrugada cara de una anciana que tenía todo el aspecto de ser contemporánea de Fernando VII

– ¿Qué desea? -le preguntó con un hilo de voz la señora-. Le advierto que no tengo dinero, así que no podré comprarle nada. Apenas me llega para comer -añadió no con amargura sino con la resignación de quien constata un hecho tal vez lamentable, pero cierto.

– No se preocupe por eso, señora, no vengo a venderle nada. Tan sólo estoy buscando información.

– ¿Qué clase de información? -preguntó la señora, después de invitarle a entrar en la casa y ofrecerle asiento en una pequeña salita-. Soy una anciana que no sabe nada de nada. Tan sólo espero que Dios se apiade pronto de mí y me lleve junto a los míos.

– Soy sacerdote -dijo Vázquez, al que la alusión a la providencia divina le había indicado que posiblemente estaba hablando con una mujer piadosa- y estoy buscando a dos amigos que han vivido aquí. Tal vez usted sepa algo de ellos -añadió, sacando sendas fotografías y enseñándoselas.

– ¡Qué alegría, padre! -exclamó la señora, levantándose de su silla para besarle la mano, con gran embarazo de Emilio Vázquez, que en su corta vida sacerdotal no había sido obsequiado con ese obsoleto gesto de respeto-, perdone que no le haya reconocido pero, claro, así vestido, de persona normal, no es fácil adivinarlo. Aunque ya estoy acostumbrada, hoy en día la mayoría de los sacerdotes visten de paisano, como el padre Ander. Y hasta las monjas, como la propia sor María Luisa. Yo lo comprendo, porque mi hijo también era así, pero qué quiere, a mí me gustaban más con alzacuello y toca.

Estaba claro que la señora conocía a la pareja, ya que el padre Ander tenía que ser Ander Gajate y en cuanto a sor María Luisa, no había ninguna duda de que era la misteriosa mujer que había cobrado el talón y que, posiblemente para ganarse la confianza de la señora, se había hecho pasar por monja, pero ¿por qué demonios una mujer como ella quería ganarse la confianza de esa pobre anciana?

– Observo que ha reconocido las fotografías.

– ¿Qué?, ah, sí, tiene razón, perdone, pero me pongo a hablar y se me va el santo al cielo. Ay, el cielo, cuándo me llevará allí el Señor, para besar de nuevo a mi marido y a mi pequeñín. Pero perdone, padre, las fotografías, sí, claro que les he conocido, son el padre Gajate y sor María Luisa, una monja muy simpática y moderna, muy de hoy.

– ¿Me podría decir de qué les conoce, y desde cuándo?

– Sí, cómo no. A la hermana la conocí hace muy pocos días, me la presentó el padre Gajate. En cuanto a él le conocí hace muchos años, era compañero de mi hijo en el seminario. Se portó muy bien con nosotros cuando nuestro hijo murió, ¿sabe? Fue como un ángel para nosotros pero, desgraciadamente, nada ni nadie consiguió mitigar nuestro dolor. Mi hijo era un buen hijo, un chico formal y cariñoso, muy religioso, y desde chiquitín había querido ser sacerdote, ¿sabe? Pero no pudo ser. Su vida se truncó y ya nada volvió a ser lo mismo.

– ¿Qué es lo que ocurrió exactamente? -preguntó Emilio Vázquez, interesándose por la muerte del antiguo seminarista compañero de Ander Gajate, consciente de que aunque las coincidencias existan, su compañero de congregación no le había enviado ahí para que escuchara, sin más, una triste historia.

– No lo sé exactamente porque nadie decía lo mismo. La policía acusó a mi niño de cosas horrorosas, que si iba con mujeres de la vida, a locales de mala fama, y que una noche se escapó del seminario, se emborrachó y, en una trifulca, perdió la vida.

– ¿Y no fue así?

– Es imposible, padre, ya le he dicho que mi niño era un buen hijo y un joven profundamente religioso. Su máxima ilusión era ser sacerdote, ¿cómo iba a hacer una cosa así? Aunque nunca entendí por qué la policía dijo eso, nunca había pensado que los policías pudieran mentir, seguramente se equivocarían, ¿cree usted que la policía miente?, es difícil de creérselo.

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