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Capítulo treinta y cinco

Cuando en mis manos, rey eterno, os miro

y la blanca púrpura levanto

de mi atrevida indignidad me espanto

y la piedad de vuestro pecho admiro

Mientras el padre Vázquez levantaba la hostia en el momento de la consagración no podía evitar que los primeros versos del soneto de Lope de Vega le vinieran a la cabeza. La noche anterior había recibido el mensaje prometido en el confesionario por la compañera del padre Gajate y, en pocos instantes, saldría de la iglesia para dirigirse al domicilio que aquélla le había indicado. Por fin iba a acabar el caso y podría descansar definitivamente pero tenía miedo, mucho miedo. No miedo físico, con ese había aprendido a convivir perfectamente en el transcurso de los años, sino otro tipo de miedo que era incapaz de definir.

Nada más levantarse, antes incluso de desayunar, decidió oficiar una misa para recordarse a sí mismo que pese a todo seguía siendo un sacerdote, no un policía, aunque los versos del fénix de los ingenios, asimilados como propios, le recordaba que nadie puede escapar de su pasado y que antes o después, aunque Dios lo perdone todo, nuestras obras nos pasan factura.

Finalizó rápidamente aquella misa que por su horario no había contado con ningún feligrés y tras desayunar ligeramente salió del colegio, encaminando sus pasos hasta el lugar que se le había dicho. Era una dirección de Deusto así que decidió realizar el camino andando. El corto paseo por el puente, a esa hora tan temprana, contribuiría a calmarle y a refrescarle las ideas. Antes de acceder al portal vio abierta una cafetería y entró en ella para tomar un café, no tanto porque su desayuno hubiera sido liviano como por la necesidad que tenía de relajarse antes de entrar en materia. Era una necesidad que nunca había tenido cuando trabajaba como policía. Quizá, después de todo, pese a haberse sentido los últimos días como pez en el agua, no había vuelto a asumir por entero su antigua profesión. Esta idea, pese a delatar una carencia, tuvo para él un efecto sedante. Pagó su consumición, salió a la calle y tras inhalar de modo exagerado el frío aire que se respiraba en ella se dirigió, con paso decidido, al domicilio que le habían indicado por teléfono.

Fue María Luisa quien le abrió la puerta. Vázquez la reconoció por las fotos pero no hubieran sido necesarias. Sobre todo notó cómo permanecía el perfume que la había acompañado hasta el confesionario. Una gran sonrisa acompañaba al penetrante aroma mientras educadamente le indicaba que entrara.

– Por fin nos vemos en persona, padre. Ya tenía ganas.

– El placer es mutuo -contestó Vázquez-, pero no he venido aquí para andarnos con lisonjas. Me dijo usted que me iba a devolver el dinero y que podría hablar con el padre Gajate.

– Lo segundo lamento decirle que no es posible porque nuestro común amigo ha decidido que no quiere hablar con usted. Está dispuesto a arreglar lo del dinero, ya que no quiere llevar sobre su conciencia un robo de tal magnitud a sus hermanos de religión, pero tiene otros planes para su futuro y ustedes y su congregación no entran en esos planes.

– Aun así me gustaría charlar con él, no para convencerle de nada sino para intercambiar impresiones, simplemente.

– Ya le he dicho que lo siento -volvió a decir María Luisa, encogiéndose de hombros escépticamente- pero la decisión de Ander es firme y nada ni nadie le hará cambiar. ¿Desea ver el dinero y acabamos todo esto cuanto antes?

Mientras hablaba, la joven había sacado de un armario un juego de dos maletas, una de ellas más grande que la otra, y las había dejado caer ostensiblemente sobre la moqueta. Emilio Vázquez las reconoció como las ofertadas por el banco que pagó el talón de cien millones a los clientes que abrieran una libreta o cuenta corriente nueva. Su intuición no le había fallado.

– Supongo que estará dentro de esas maletas.

– No cabe la menor duda de que es usted un gran detective.

Un indicio de que no había vuelto a ser, a pesar de todo, el policía de antaño fue que no le molestó el tono inequívocamente zumbón de la respuesta de su anfitriona. Se limitó a pedirle las llaves de las maletas.

– No están cerradas -contestó la mujer.

Vázquez, comprobando la veracidad de esas últimas palabras, cogió una de las maletas y la abrió. Allí, delante suyo, podían observarse apilados ordenadamente un gran número de billetes nuevos y relucientes de diez mil pesetas. El sacerdote sacó unos cuantos fajos y los hizo crujir suave, amorosamente, entre sus dedos.

– Me temo que ha habido un error, señorita -dijo por fin, tras varios segundos de silencio en los que lo único que podía escucharse era el sonido que surgía del manoseo de los billetes.

– No entiendo, padre. ¿A qué error se refiere? -preguntó inocentemente María Luisa.

– Creo que sí lo sabe pero si prefiere oírlo de mis propios labios no tengo inconveniente en explicárselo. Estos billetes son falsos.

– El cura es listo, pero no le va a servir de nada tanta listeza.

Vázquez miró hacia el lugar desde donde había salido aquella nueva voz. Por la puerta que comunicaba el salón con el pasillo acababa de introducirse un viejo conocido, el Sebas. En su mano derecha, asida firmemente, podía verse una pistola.

– Bueno, pater, se acabó la historia. Alégrese porque muy pronto podrá reunirse con su dios.

– ¿Por qué toda esta historia, y por qué los billetes falsos?

– Es usted increíble, padre, va a morir en menos que canta un gallo y aún se preocupa por saber qué es lo que ha pasado. Sinceramente no le merece la pena conocerlo, salvo que sea usted masoquista porque el papel que ha desempeñado en lo sucedido ha sido el de un auténtico pardillo.

– De todos modos me gustaría conocerlo.

– Yo te lo diré -oyó por detrás suyo una nueva voz, acompañada de un sonido parecido al de una botella de champán al descorcharse.

Mientras el recién llegado pronunciaba esas palabras Emilio Vázquez pudo ver cómo el Sebas y María Luisa caían al suelo, ambos con sendas heridas abiertas a la altura del pecho de las que manaba un reguero de sangre. Cuando se volvió vio que detrás suyo, con una pistola que llevaba incorporado un silenciador, se encontraba el comisario Ansúrez.

– Siempre a tiempo, como el séptimo de caballería -dijo risueño, sin que la visión de los dos cadáveres le afectara lo más mínimo.

– Te estoy totalmente agradecido aunque no comprendo cómo has podido llegar tan a tiempo -contestó el padre Vázquez.

– Me temo que estás desentrenado, amigo mío, simple trabajo policial, ni más ni menos que simple trabajo policial. Pero sentémonos si quieres oír toda la historia.

Cuando los dos estuvieron aposentados en sendos butacones que había en el salón el comisario volvió a retomar el hilo de su discurso.

– Quizá me excomulguen por esto pero soy policía ante todo así que, como estaba meridianamente claro que tu curita y su chica iban a por ti y que te estaban dando pistas suficientes para que tú sólito te metieras en el matadero se me ocurrió poner un micrófono en el confesionario que habitualmente usas en la capilla del colegio. Tú hubieras hecho lo mismo hace unos años por mucho que ahora te escandalices por esa práctica. Además, y como es lógico, tus conversaciones telefónicas estaban intervenidas. El resto fue fácil, me hice con un juego de llaves de esta vivienda una vez que conocí su dirección y esperé el momento oportuno.

– Como oportuno sí que ha sido -dijo el padre Vázquez- pero todavía hay algunos cabos sueltos.

– Por ejemplo…

– Por ejemplo, qué pintaban en todo esto el Sebas e Irene Vidal, y dónde está el padre Gajate. Y, por supuesto, qué pinto yo en todo esto. Cuando has disparado a estos dos infelices has dicho que me lo ibas a contar todo.

– Y eso es lo que pienso hacer. Todo tiene su origen en el difunto Alejandro Iztueta. Como te contó su hermano, para guardar las apariencias su familia decidió que debía casarse y tuvo la mala suerte de hacerlo con una mujer nada recomendable, la difunta Irene Vidal, que estaba conchabada con el Sebas, más conocido en ciertos ambientes madrileños como el Músico y con su chica, María Luisa, también conocida por Verónica en esos mismos ambientes. Estaba claro que los tres decidieron exprimir al máximo al señor Iztueta y, mientras vivía, lo consiguieron pero no contaban con su inesperada muerte.

»Al fallecer Alejandro Iztueta los tres pudieron comprobar cómo no tenía nada suyo, lo que significaba que no había herencia. El golpe principal fue para Irene pero sus dos cómplices también lo sintieron ya que estaban decididos a explotar al máximo el matrimonio de su amiga, tal vez con el desagrado de ésta, pero aun así estaban los tres embarcados en la misma nave. A Irene Vidal la familia Iztueta le permitió seguir llevando el mismo tren de vida que cuando vivía su marido e incluso la colocaron, nominalmente al menos, al frente del consorcio familiar, pero eso no era suficiente para ella y, por otra parte, no estaban muy seguros de que la tolerancia familiar durara mucho tiempo así que, sabiendo que la matriarca del clan era una mujer muy religiosa, inventaron un falso legado de Alejandro Iztueta a vuestro colegio. Cien millones no era lo que habían soñado pero era mucho más dinero del que habían visto en toda su vida.

– Y para esa, me imagino, contaban con la complicidad del padre Gajate.

– No, en eso te equivocas. Tu curita tendrá muchos defectos pero no estaba metido en el ajo, era tan sólo una víctima más de ese trío. Sencillamente averiguaron que era él habitualmente quien se hacía cargo de las finanzas comunitarias y decidieron utilizarle aunque para ello tú eras una pieza indispensable.

– Creo que sé por dónde van los tiros pero no comprendo cómo llegaron a saber ciertas cosas.

– Bueno, vayamos por partes. En principio conocían más o menos al padre Gajate ya que una de las chicas que trabajaba con el Sebas había participado en las reuniones de un grupo de drogadictos que bajo su supervisión intentaban salir del agujero. Esa chica no lo consiguió, lamentablemente, pero llegó a recopilar un cúmulo de datos sobre su caritativo benefactor que sirvió al trío para poner en marcha su maquinaria. El problema era cómo conseguir que el padre Gajate se hiciera voluntariamente cómplice de sus maquinaciones y ahí entrabas tú. De alguna manera averiguaron que había en la comunidad un sacerdote con un oscuro pasado policial, represivo y torturador por usar las mismas palabras que tu curita, y consiguieron camelarle con el señuelo de la venganza. El resto es historia sabida.

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