A raíz de la desarticulación del grupo clandestino y de lo sucedido con Marisa me sumergí en una negra depresión de la que me costaba salir. Mis superiores, advirtiéndolo, decidieron trasladarme a un puesto que no tuviera nada que ver con actividades antisubversivas y me ofrecieron un nuevo destino en los servicios de inteligencia. Mi misión, allí, era controlar y, en su caso, neutralizar a los agentes de servicios secretos extranjeros, preferentemente de países enemigos, lo que en la terminología de la época se denominaba la URSS y países satélites. En realidad, a pesar de lo que acabo de explicar, se trataba de un trabajo más bien burocrático. Muy bien remunerado y de superior jerarquía a los que había desempeñado hasta entonces pero básicamente burocrático. Debiera haber estado agradecido a mis jefes, y en realidad lo estaba, pero ese destino, con ser totalmente apetecible para cualquier policía, resultó ser contraproducente. Tenía mucho tiempo, demasiado, para pensar, de modo que mi depresión no desapareció sino que fue subiendo de tono.
Por una de esas coincidencias que produce el destino -¿o debería aludir a la mano divina?- fue el día de mi cumpleaños cuando todo estalló, o mejor dicho, el día siguiente. Había estado celebrándolo mientras tomaba unas copas con un agente norteamericano destinado en Madrid y nos emborrachamos a base de bien. Aun así, en ningún momento dejé traslucir al americano mis problemas y frustraciones. Aunque parezca una vanidad pueril y que no viene a cuento, en ningún momento olvidé que era un profesional, un buen profesional, lo que no significaba que no pudiera tener mis grandes resacas. De hecho, a la mañana siguiente, cuando desperté en mi apartamento tan sólo deseaba que el martillo que tenía en la cabeza dejara de golpearme.
Tras despedir a la rubia que inesperadamente había encontrado en mi cama fui a la cocina dispuesto a ponerme un café bien cargado. Aunque no me encontraba en condiciones como para aguantar ruido precisamente, por costumbre enchufé el transistor. Estaban dando las noticias en Radio Nacional. Las mismas chorradas de siempre. El ministro de turno inauguraba un pantano, el Caudillo recibía en audiencia a la Asociación de Damas Apostólicas de un pueblo de Castilla, el entrenador de un equipo de fútbol que estaba al borde del descenso había sido destituido, en fin, las mismas cosas de ayer, hoy y mañana. Nada hay nuevo bajo el sol, que dicen los pedantes. Sólo al final la voz del locutor hizo que el café se me helara en la garganta y que la resaca desapareciera como si el día anterior no hubiera bebido más que agua.
– Nos acaba de llegar una última noticia -decía el locutor en ese momento-… Apenas hace media hora acaban de ser identificados los cadáveres de los dos jóvenes asesinados a las tres de la madrugada. Se trata de José Emilio Cámara Arranz, de veintinueve años de edad, soltero, natural de Torredelmar (Málaga) y de Carlos Espinosa Heras, de treinta y dos años, soltero, natural de Salamanca. Como sabrán ustedes por anteriores partes informativos, el luctuoso suceso se produjo cuando se encontraban tomando unas copas en una conocida discoteca del centro de Madrid. Tres jóvenes se dirigieron a ellos y, sin mediar palabra, lanzaron una ráfaga de ametralladora que acabó con sus vidas. El señor comisario jefe de Madrid Centro no ha podido facilitarnos ninguna información acerca de la investigación que está en marcha, pero sí nos ha indicado que la vida de los dos fallecidos era intachable, no teniendo antecedentes de ningún tipo. Nos ha dicho también que Jóse Emilio Cámara estaba empleado en una agencia de seguros y Carlos Espinosa en una empresa dedicada a la exportación e importación de productos agrarios y alimenticios.
Seguros. Alimentación. No, ni Cámara ni Espinosa se dedicaban a esos asuntos. Los dos trabajaban para mí. Los dos eran agentes míos, estaban bajo mis órdenes. Y los dos habían sido asesinados. Es fácil comprender ahora por qué me desapareció de raíz la resaca. No entendía lo que había pasado. Sabía, como también lo sabían mis hombres, que quienes pertenecen a los servicios de inteligencia del país, bien porque hubieren elegido esa profesión, como era su caso, o porque se les hubiere asignado transitoriamente, como era el mío, estábamos en la línea de fuego, había un riesgo de morir real, no imaginario, pero siempre con sentido, por alguna razón o motivo, no gratuitamente. Y por lo que yo sabía, esas dos muertes eran absolutamente gratuitas.
Los dos asesinados, Cámara y Espinosa, llevaban en el servicio menos de un año desde que habían finalizado su adiestramiento. Eran dos jóvenes capaces y entusiastas, por eso los tomé bajo mi protección, aunque ésta quizá no sea la palabra adecuada en vista de lo que les sucedió. Les ayudé y asesoré del mejor modo que supe, dándoles progresivamente cada vez más confianza, pero sin que hubieran asumido aun auténticas responsabilidades. Entonces, ¿por qué alguien se había tomado el trabajo de acabar con sus vidas? No lo sabía, pero me propuse averiguarlo.
Lo primero que hice fue trasladarme a la oficina central de nuestra organización y, una vez allí, entrar directamente en el despacho del jefe, que en aquella época era el general Enrique Martínez Olmos.
– Te estaba esperando -fue lo primero que me dijo nada más entrar en su despacho.
– Acabo de enterarme por la radio -contesté-. ¿Se sabe ya algo acerca del hecho?
– Hasta el momento nada.
– Pues no le veo ningún sentido. No estaban metidos en nada grande. Eran dos buenos agentes que todavía no habían exprimido al máximo sus posibilidades, eso sí, pero no es motivo para cargárselos. No tiene ningún sentido, ninguno.
– Lo sabemos -dijo el general- pero supongo que, lo mismo que yo, no creerás en casualidades. Han ido a por ellos y los han matado. Un trabajo limpio y eficaz. No ha sido un crimen pasional ni un robo ni un ajuste de cuentas. Los han matado porque eran agentes nuestros. De eso no te puede caber ninguna duda.
– Lo sé, lo sé. Yo tampoco creo en las casualidades, pero ¿quién ha podido ser tan loco como para dar ese paso? A veces se mata, de acuerdo, cuando no hay otra salida. Pero matar por matar, ¿es que acaso quien lo haya hecho quiere iniciar una guerra sin sentido?
– ¿Tienes tú alguna idea de quiénes han podido ser?
– No, ninguna.
– ¿Los rusos, tal vez? -me preguntó el general, que como buen militar franquista, y pese al cargo que desempeñaba, todavía creía que los rusos, en su papel de legítimos representantes del diablo en la tierra, tenían cuernos y rabo.
– No lo sé, pero sería extraño. Los rusos no hacen nada sin ningún motivo. De todos modos, no sería mala idea investigar por ese lado. Quizá ellos sepan algo.
Poco después, tras tomar las consabidas precauciones, me encontré en una cafetería del barrio de Vallecas con Nikolai Tsyganov, un coronel ucraniano agregado militar de la embajada soviética al que le gustaban mucho las mujeres y el dinero, aunque él dijera que colaboraba con nosotros porque su religión era la católica y estaba en contra del ateísmo comunista. En Irán seguramente hubiera alegado que era un fervoroso chiíta. Le pregunté si sabía algo del tema y me dijo que nada.
– Bueno, en realidad sí sé algo -rectificó-. Que no tenemos nada que ver con este asunto.
– ¿Estás completamente seguro?
– Completamente seguro no, querido amigo, pero sí razonablemente seguro. Ha transcurrido muy poco tiempo como para poder tener todos los datos en la mano, pero sí te puedo decir que el Oso está desconcertado, y si el Oso está desconcertado, es que no ha sido él quien ha dado la orden de matar a esos dos agentes. Y tú sabes que nada se mueve en nuestra organización sin que él esté al corriente y dé su permiso.
– Creo que tienes razón. Si te enteras de algo, comunícamelo cuanto antes por los canales habituales. Es mejor que te vayas. Yo saldré dentro de media hora.
No fueron treinta, sino sesenta los minutos que estuve sentado en la cafetería, mirando embobado el cubalibre que tenía sobre la mesa. Debiera estar acostumbrado a hechos como ése, y en cierto modo lo estaba, pero me había pillado en una época difícil, en la que todo mi ser estaba en crisis y de repente, para dar la puntilla, surgía el asunto éste del asesinato de dos de mis colaboradores, dos chiquillos en realidad, que todavía no se habían creado una reputación en este mundo, que es lo mismo que decir que no tenían enemigos. No me apetecía volver a reunirme con el general, así que subí al coche y empecé a pasear sin destino, con el único afán de calmarme. En mi mente bullían ideas de dimisión, aunque nunca antes de haber resuelto el caso.
Durante cerca de otra media hora estuve conduciendo sin rumbo fijo, escuchando música a través de la emisora del automóvil. A la hora en punto, volvieron a dar las noticias. En un primer momento pensé en apagar la radio, pero el morbo o la profesionalidad pudo más y la mantuve encendida.
El locutor iba desgranando los mismos tópicos de siempre, repitiendo las noticias de la mañana, hasta que llegó a la única noticia que me interesaba.
– Ha llegado hace escasos minutos a nuestra redacción un despacho de la agencia Europa Press por el que se nos comunica que un grupo desconocido hasta ahora, denominado Organización del Pueblo Revolucionario Armado-OPRA ha reivindicado la muerte de los jóvenes José Emilio Cámara Arranz y Carlos Espinosa Heras, asesinados esta madrugada. Según el comunicado de la citada organización, ambos jóvenes eran miembros de los servicios de inteligencia del Estado español y su muerte es un aviso para quienes se oponen al triunfo de la Revolución Proletaria. La policía ha desmentido rotundamente que los citados jóvenes fueran agentes de ningún organismo policial o militar. El ministro de Gobernación ha declarado por su parte, ante este atentado…
Apagué la radio. Lo que dijera el ministro acerca de los valores de la España eterna, los inmutables principios del Movimiento Nacional -que ya se vieron lo inmutables que eran- y todas esas cosas me la sudaban. Lo que me interesaba era saber si la reivindicación podía o no ser cierta. Y para eso tenía un medio. Al fin y al cabo mi traslado había sido temporal y conservaba aún mis contactos y amistades en la Brigada Político Social. Desgraciadamente tuve que toparme con que la persona indicada para hablar era el único compañero con el que nunca me había llevado bien y que a raíz de mi éxito en la desarticulación de la dirección en el interior de la organización subversiva y el posterior ascenso debido a ello había aumentado su ojeriza hacia mí, el comisario Diego Usatorre.