El desenmascaramiento del traidor aumentó el prestigio que teníamos en el colegio. Desde aquel momento, Garrido fue el líder indiscutible entre los alumnos y yo, como lugarteniente suyo, participaba del respeto que se le tenía y compartía su gloria. Entre los sacerdotes y profesores más que respeto había cierto temor por aquellos dos estudiantes que habían causado la desgracia del padre Arizmendi. No se nos miraba con mucha simpatía, excepto por parte de dos de los curas que habían sido capellanes en el Ejército Nacional, pero se nos dejaba en paz y se nos toleraban cosas que a cualquier otro alumno le hubieran supuesto un fuerte castigo e incluso la expulsión, pero todo empezó a cambiar con la llegada de Fernandito.
En primer lugar estaba el nombre, Fernandito, ni siquiera Fernando. Cuando todos teníamos a orgullo que, a imitación de Garrido, tan sólo usábamos el apellido, a Fernando Alonso esas cosas no le interesaban e insistía en que le llamáramos Fernandito, así, en diminutivo. Cuando alguno de nosotros se rió por tal hecho no se enfadó y ni siquiera se inmutó, se limitó a sonreír y a comentar que éramos unos pardillos.
– No tenéis personalidad, pensáis que al usar el apellido sois ya mayores cuando lo que os ocurre es todo lo contrario, os identificáis totalmente con vuestros padres, sois la sombra de ellos, siempre cobijados bajo sus pantalones. Seguro que cuando os acostáis y rezáis vuestras oraciones empezáis a gritar «papaíto, papaíto, ven» -añadió atiplando la voz en lo que era un evidente gesto burlesco-. Yo, en cambio, al preferir que me llamen Fernandito en lugar de Alonso, consigo que no me confundan con mi padre, que tiene el mismo apellido pero se llama Aurelio. Soy yo mismo, alguien con personalidad propia, no como vosotros, que parecéis un grupo de borregos incapaces de actuar por vosotros mismos.
Estas palabras y otras de similar jaez nos dejaban atónitos. Ni siquiera nos rebelábamos contra ellas ni tomábamos represalias contra lo que evidentemente era un menosprecio hacia nuestras personas, tal era la influencia que ejercía sobre nosotros. Aunque no éramos conscientes de ello nos enfrentábamos, por primera vez en nuestras vidas, con la disidencia, con lo más parecido que podía haber en aquel lugar a un espíritu crítico, y eso nos desconcertaba por completo. Era capaz de darle la vuelta a las cosas y demostrarnos que lo que para nosotros había sido un logro, el pensar que ya éramos mayores porque usábamos el apellido en vez del diminutivo del nombre, no era sino una muestra de que todavía éramos unos niños que seguían colgados de los pantalones paternos. Y como en este caso, anecdótico pero significativo, en muchos más. Fernandito actuaba por su cuenta, no tenía ningún miedo a que el grupo le marginara, sino que más bien al contrario, llevaba a la práctica sus ideas sin importarle las opiniones de los demás. Y esa actitud, curiosamente, hizo que cada vez se congregara más gente en torno suyo, debilitando el liderazgo que hasta ese momento había ostentado Garrido sin oposición alguna.
Pronto se formaron dos bloques, el que encabezaba Fernandito y aquél que todavía manejaba mi amigo, pero que cada vez era menos numeroso. Poco a poco la gente fue olvidándose del padre Arizmendi y los estudiantes, volubles como veletas, empezaron a girar en torno a la novedad, Fernandito. La gran diferencia entre los dos, sin embargo, estribaba en que a Fernandito no le interesaba para nada nuclear en torno suyo al alumnado, no tenía ninguna vocación de jefe, o quizá secretamente despreciaba a sus compañeros y pensaba que no merecía la pena intimar con ellos por eso, poco a poco, las aguas volvieron a su cauce y nuestros compañeros, apartándose de la novedad, acudieron de nuevo al redil que pastoreábamos Garrido y yo aunque las cosas nunca volvieron a ser como antes, ahora sabíamos que nada dura eternamente y que en cualquier momento otro alumno podía intentar su-plantarnos. Para evitarlo, y desaparecidos en teoría los resquemores del principio, intentamos congraciarnos con Fernandito e integrarle en lo que cabía, ya que seguía siendo un solitario, en nuestro grupo.
Al principio no nos hizo mucho caso pero al poco tiempo empezó a relacionarse más con nosotros dos. Posiblemente su opinión sobre nosotros era mejor que la que tenía acerca de los demás. Al fin y al cabo Garrido y yo no éramos unos borregos, como había calificado a nuestros compañeros, sino que estábamos por encima de ellos, éramos quienes les mangoneábamos, y eso hizo que tuviera por nosotros un cierto respeto, no exento de ironía y condescendencia. Muy pronto nos consideró dignos de ser receptores de sus confidencias. Era hijo de un diplomático y por eso, desde muy pequeño, había vivido en distintos países y hablaba varios idiomas. Había estado en Francia, en Alemania, en Cuba y en Paraguay, y más de una vez nos contaba hermosas historias sobre esos lugares. Una de ellas, que repetía muy a menudo, versaba sobre un enfrentamiento que tuvieron en Paraguay contra un grupo de indios armados hasta los dientes, que querían asesinarles para robarles el chocolate. «Allí gusta mucho el chocolate», nos decía, y a mí, que también me gustaba mucho pero tenía pocas oportunidades de comerlo, se me ponían los ojos como platos.
– En Paraguay no hay indios -replicó una vez, despectivo, Garrido.
– Mira que eres ignorante -contestó Fernandito, desdeñoso-. Claro que hay indios, o qué piensas tú, ¿que indios sólo hay en las películas del Oeste?, pues te equivocas del todo. América está llena de indios y se supone que yo de esto sé más que tú, porque he estado allí y tú no. Los indios del Paraguay, además, son los más feroces. Hablan un idioma muy extraño, que sólo entienden ellos, y que no tiene palabras sino silbidos y ruidos guturales. Son muy morenos, con el pelo verde y algunos llegan a medir tres metros y a pesar doscientos kilos. Cada uno necesita una vaca entera para alimentarse diariamente, pero lo que más les gusta es el chocolate y cuando no tienen, matan a la gente para robárselo.
– Eso es mentira, no hay nadie así -decía indignado Garrido al oír esas historias y otras parecidas.
– Bueno, pues será mentira -contestaba siempre flemático Fernandito, como buen hijo de diplomático que era-, no vamos a enfadarnos por eso, pero te recuerdo que yo he estado en Paraguay (o en Tanganica, Inglaterra o Austria, depende de qué estuviera hablando) y tú no.
De su estancia en diversos países extranjeros Fernandito no sólo había traído un bagaje idiomático importante y su capacidad fabulatoria, sino algo más. Era el único con el desparpajo y el descaro suficientes para hablar de chicas en aquel ambiente tan cerrado y asfixiante, en el que se llevaba a rajatabla aquello de no tener pensamientos impuros.
– ¿Alguna vez habéis estado con mujeres? -nos preguntó un día de sopetón a Garrido y a mí.
– Pues claro que sí -respondí yo todo inocencia-, tengo un montón de primas a las que antes veía muy a menudo.
– Tú eres tonto -contestó Fernandito-, me estoy refiriendo a otra cosa, a hacerlo, ¿lo entiendes?
– ¿Hacer qué? -pregunté.
– No le hagas caso, no está diciendo más que cochinadas -intervino Garrido, que no era precisamente pacato, pero al que le molestaba siempre el protagonismo de Fernandito.
– Ah, estás hablando de eso -respondí-. No, claro que no, esas cosas en las que tú estás pensando son pecado.
– ¿Y eso qué importa? ¿Todavía creéis a vuestra edad que los niños vienen de París? Desde luego, sois unos criajos que no tienen ni idea de nada.
– ¿Y tú, tú lo sabes todo? Lo único que haces es hablar por hablar, se te va la fuerza por la boca.
– ¿Eso piensas? ¿Queréis comprobar que sé de lo que estoy hablando? ¿Os apetece ver unas fotografías de mujeres desnudas?
Aunque pensábamos que Fernandito se había marcado un farol ambos nos quedamos estupefactos. Fotografías de mujeres desnudas, eso era imposible y sin embargo, quién sabe, tal vez fuera cierto. Mi padre decía que los países europeos eran una reedición de Sodoma y Gomorra y que España era la única nación que cumplía con la ley de Dios. Si eso era verdad entonces no tendría nada de extraño que alguien que hubiera vivido en esos países corruptos tuviera en su poder ese tipo de fotografías.
Quería decirle que sí a gritos, pero no me atrevía. La sexualidad naciente que había en nosotros estaba fuertemente contrarrestada por el hondo sentimiento de pecado que nos habían inculcado. Fue Garrido quien, no tanto por auténtica desinhibición como por no ceder ante Fernandito, habló para asumir el reto.
– De acuerdo, bocazas. Enséñanos esas fotos, si es verdad que existen, cosa que dudo.
Fernandito se sonrió con esa sonrisa que indicaba, mejor que sus palabras, que pensaba que éramos unos pazguatos, y nos dijo que le acompañáramos a su habitación. Esa era otra cosa que causaba envidia a muchos de sus compañeros, el tener una habitación para él solo. Su padre seguramente tenía mucho dinero o influencia, seguramente las dos cosas. Cuando entramos fue directamente hacia un baúl que había al pie de la mesa y empezó a revolver en el fondo del mismo. Tardó muy pocos segundos en encontrar lo que buscaba y en pasárnoslo por delante de los morros.
Yo nunca había visto algo así y comprobé, con cierta satisfacción, que Garrido estaba tan sorprendido como yo. En las fotografías podían verse mujeres totalmente desnudas, con los pechos al aire y nada que tapara lo que había entre sus piernas. La mayoría de ellas tenían en los labios una sonrisa picarona, pero eso era en lo que menos nos fijábamos. Era la primera vez que veíamos algo así y no podíamos retirar nuestros ojos de las fotografías. Aquellas mujeres, sin duda, estaban condenadas al infierno y nosotros también, por admirarlas embobados, pero su belleza era celestial. Nos quedamos mudos de asombro, sin saber qué decir, sólo mirando fijamente aquellas tetas y coños que nos estaban diciendo que había algo más lejos de nuestro pequeño y estrecho mundo, lejos de aquel colegio en el que no sólo la palabra sexo era tabú sino que la mera alusión a las mujeres era anatema.
– Ya veo que os gusta -dijo Fernandito rompiendo el silencio sepulcral que se había adueñado de la estancia-, pues todavía falta lo mejor. ¿Queréis verlo?
Los dos dijimos que sí. Si nuestra alma estaba condenada, no merecía la pena pararse en barras. Queríamos ver todo lo que Fernandito pudiera enseñarnos, y nuestro compañero no nos defraudó. Tras del aperitivo, como lo llamaba él, nos sirvió el plato fuerte. Y tanto que fuerte, eso sí que era el no va más, eso sí que era algo que no sólo nunca habíamos visto sino que ni siquiera habíamos imaginado en nuestros más lujuriosos momentos. No eran simples fotos de mujeres desnudas, no, eran fotos de hombres y mujeres cometiendo auténticos actos impuros. Hombres y mujeres desnudos abrazándose, hombres desnudos encima de mujeres sin ropa en pleno acceso carnal, tanto por delante como -parecía increíble y totalmente asqueroso- por detrás. Mujeres que en su boca se habían introducido la cola -entonces la llamábamos así, eso de pene ni siquiera sabíamos que venía en el diccionario- del hombre. E incluso mujeres que acariciaban y besaban a otras mujeres. Durante un largo rato estuvimos mirando y manoseando en silencio las fotografías, como si quisiéramos impregnarnos de su esencia, de aquel olor a maldad que destilaban, olor a maldad que nos tenía embriagados por completo. Sólo las risotadas que de repente dio Fernandito rompieron el hechizo.