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Capítulo veintiséis

Quienes notaron en primer lugar la desaparición de Amaia Marquínez fueron los niños de la guardería en la que trabajaba, pero su ausencia no originó en ellos ninguna inquietud. Atendidos por otra cuidadora siguieron lanzándose boca abajo por el tobogán, haciéndose pasar por Peter Pan y el capitán Garfio en múltiples escaramuzas o ensuciándose las batas con rotuladores de varios colores. Fue la madre de la joven la que, al comprobar que no llegaba a comer a la hora que solía hacerlo, empezó a preocuparse, pero hasta que no pasaron varias horas más no se inquietó de veras.

Tras haber llamado a todas las amistades de su hija de las que tenía constancia, así como a la propia guardería, se dio cuenta de que la ausencia de su hija podía ser algo más serio que un repentino cambio de planes que hubiese olvidado comentarle. Por eso, con el corazón encogido, se dirigió a una comisaría de la Ertzaintza para interponer la correspondiente denuncia. El policía que la atendió fue muy amable pero no pudo evitar hablarle con un considerable grado de escepticismo.

– Haremos lo que podamos, señora, pero le aviso de antemano que estos asuntos son muy difíciles de resolver. Todos los años desaparecen miles de jóvenes en toda España y la policía no tiene los medios suficientes para investigarlos. Afortunadamente, la mayoría de las veces son chiquilladas transitorias y los hijos pródigos vuelven al redil, pero en otro caso sólo nos resta esperar. Es imposible poner a un policía detrás de cada caso. No obstante, tampoco nos quedaremos quietos. Transmitiremos los datos de su hija a todas nuestras unidades y a los demás cuerpos policiales que actúan en Euskadi y en el resto de España y antes o después aparecerá, pero si desea resultados inmediatos no podemos garantizárselos. Por cierto, lamento sacar el tema, ¿pero ha preguntado en hospitales y centros de socorro?

Sí, era lo primero que había hecho, contestó mansamente la madre de Amaia. Ella sabía que lo que el ertzaina le había dicho era cierto, pero no se trataba de un caso hipotético de desaparición, se trataba de su hija, una joven con nombre y apellidos, Amaia Marquínez Garmendia, con veintinueve años recién cumplidos, con un futuro por delante, incluso estaba fijada la fecha de la boda con su novio de toda la vida, una joven simpática, vital, cariñosa. Era de ella de quien estaba hablando, no de una ficha en una base de datos. Sabía que no se iba a solucionar todo en un momento, tan sólo quería que le dieran fuerzas para mantener la esperanza.

Los días siguientes Bilbao se llenó con carteles en los que bajo la fotografía de una joven sonriente se advertía a los ciudadanos de su desaparición y se rogaba que aquel que supiera algo lo comunicara a la Ertzaintza o a otro teléfono particular que se indicaba. La misma fotografía se publicó en la totalidad de los diarios que se distribuían y publicaban en la ciudad pero salvo cuatro gamberros y una señora que había sufrido la misma situación y llamó para darle ánimos, nadie telefoneó.

El novio de Amaia y sus familiares y amigos se patearon de cabo a rabo la ciudad y, en general, aquellos lugares a los que era asidua, más por no permanecer quietos que por convencimiento ya que suponían, acertadamente, que no iban a obtener resultados concretos. La Ertzaintza, por su parte, tampoco estuvo parada. Pese a los malos augurios del agente que recibió la denuncia se inició la preceptiva investigación sin resultado alguno. Al parecer nadie había visto a Amaia desde que salió del domicilio familiar para acudir a su trabajo en la guardería. En la parada del autobús que cogía todas las mañanas una joven estudiante que solía coincidir con ella reconoció su fotografía, sí, muchas veces cogemos el bus a la misma hora, y hasta nos saludamos, ya sabe, buenos días, qué tal, menudo frío hace, esas cosas, en fin, por no saber no sé ni cómo se llama, no, creo que ese día no la vi pero no puedo asegurarlo, una a esas horas todavía está medio dormida y no se fija muy bien, podría haber estado y no verla o podría no haber estado y pensar que sí, porque la había visto el día anterior y con el muermo que llevo a esas horas no distinguir entre un día u otro.

Aunque la madre de Amaia aseguró que había llamado a los hospitales y casas de socorro de la ciudad la policía volvió a efectuar ese trabajo, ampliando su acción al depósito de cadáveres. No había ninguna joven muerta sin identificar y en las clínicas y centros sanitarios la respuesta fue la misma. Amaia Marquínez no estaba muerta ni herida. El agente encargado del caso pensó que seguramente la joven se había fugado voluntariamente, ya que no había ningún motivo, ni económico ni de otro tipo para ser secuestrada, y como era mayor de edad decidió paralizar las pesquisas. El tema quedaría oficialmente abierto, ya que cualquier día, por casualidad, podría tenerse alguna noticia de su paradero, pero lamentablemente no se podía dedicar más tiempo, esfuerzo y dinero a un asunto tan claro y banal. No usó estas mismas palabras con la madre de la desaparecida, pero todo el mundo entendió lo que quería decir.

Finalmente, agotadas las vías tradicionales, una mujer que a duras penas conseguía contener los sollozos salió en un programa de televisión pidiendo a su hija que volviera a casa, que la estaban esperando con los brazos abiertos, y rogando a quienquiera que la hubiese visto que, por favor, llamase al programa. Pero ni esa noche ni las siguientes hubo noticias de la joven.

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