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El partido quería echar la casa por la ventana, de ahí que el miembro elegido para su venida a España fuera uno de los históricos, un hombre respetado incluso por otras fuerzas políticas y hasta por algún sector del régimen de tendencias liberalizadoras. Todo ello convenció a mis jefes de que era el momento de actuar y cobrar la pieza, ya que con su captura no sólo conseguiríamos un efecto propagandístico importante y la desarticulación de parte del partido en el interior, sino que esos sectores del régimen que tímidamente proponían una apertura a otras fuerzas de la oposición quedarían desacreditadas. Esto último se lograría gracias a mi personal intervención, ya que al tener acceso a la documentación oficial del partido, la corregiría convenientemente en el sentido de transformar lo que era una propuesta de acción opositora pacífica en una incitación a la insurrección popular y a la lucha armada por parte de la clase obrera.

Los primeros días de estancia del viejo luchador transcurrieron sin sobresaltos y de acuerdo con el programa previsto, con lo que fui acrecentando no ya el ascendiente que tenía sobre mi célula sino el respeto y la consideración que en la cúspide del partido tenían hacia mi persona, por eso fue muy sencillo preparar la trampa definitiva. Después de demostrarles que la policía desconocía totalmente nuestras andanzas, propuse que la víspera del 1 de mayo se reunieran en Madrid todos los cargos del partido en el interior, incluyendo a los más cualificados dirigentes sindicales, en un acto de homenaje al dirigente exiliado y de gran eficacia propagandística cuando al cabo de pocos días en los medios afines de la prensa internacional se recogieran las informaciones referentes a dicho acto. Alguno de mis compañeros tildó la propuesta de temeraria pero fue el propio exiliado quien con su calurosa y efusiva aprobación barrió de raíz toda crítica a esa idea y logró que se llevara finalmente a buen término.

Huelga decir que la reunión se celebró y que fue todo un éxito si bien no precisamente para la oposición ni para el partido en el que yo falsamente militaba sino para la Dirección General de Seguridad. Aquel 1 de mayo todos los periódicos dieron en primera plana la noticia de la desarticulación de un peligroso grupo clandestino financiado por Moscú cuyo objetivo era subvertir la paz nacional y destruir los cimientos del régimen tan laboriosamente construido por el Caudillo. Dicho mensaje se repitió con profusión durante la celebración que en honor al Generalísimo se hizo en el estadio Santiago Bernabéu, mientras las agrupaciones de coros y danzas de la sección femenina y del antiguo frente de juventudes asombraban al pueblo español que, pegado a la televisión, redescubría el vigor de la más sana juventud nacional que, en lugar de entregarse a ideologías subversivas, homenajeaba con recios bailes del folclore español al hombre que había vencido al comunismo en el campo de batalla y nos había traído la paz y el progreso.

El único inconveniente que tuvo aquella acción, por otra parte previsto y admitido, era que después de la detención de los asistentes a la reunión y de la gran mayoría de los componentes del grupo universitario en el que había estado militando, mi cobertura había quedado al desnudo y estaba quemado para futuras acciones de similar tipo, al menos por el momento. Incluso el más ciego de mis ex compañeros de viaje había tenido que darse cuenta de que mi participación en la caída había sido decisiva y voluntaria. Tan sólo dos miembros del grupo fueron excluidos de la redada: el hijo de un influyente político del régimen y Marisa, a la que había tomado auténtico cariño.

Cegado como un muchacho imberbe que acaba de descubrir su primer amor había llegado a pensar que Marisa, posiblemente, no se enteraría de nada o que, en el peor de los casos, acabara por comprenderme y agradecer que la hubiera dejado salir indemne de la situación. Cuando tras dejar transcurrir lo que consideré un tiempo prudente la llamé y hablé con ella, me reafirmé en lo acertado de mis pensamientos. El cariño con el que me había respondido, su preocupación sobre mi situación, inquieta ante la posibilidad de que alguno de los detenidos cantara y la policía acabara por arrestarme, la alegría que mostró al oírme decir que tenía ganas de verla, todo ello contribuyó a avalar lo que no eran sino ensoñaciones impropias del policía curtido que ya era en aquella época.

No fue necesario insistir demasiado ya que en seguida aceptó venir a mi apartamento para reanudar nuestros antiguos encuentros. Cuando esa misma tarde le abrí la puerta me quedé sin respiración. Llevaba una ceñida minifalda que apenas sobresalía unos centímetros de las bragas y una ajustada blusa en la que se remarcaban ostensiblemente sus pezones, libres de cualquier aditamento corporal usado habitualmente por las mujeres para recubrir sus pechos. Los tres botones superiores de la blusa estaban desabrochados permitiendo observar gran parte de aquello que supuestamente debía ocultar esa prenda. Sin apenas darme tiempo a reaccionar se abalanzó sobre mí, besándome de un modo tal que se me erizaron todos los pelos de mi cabellera y alguna cosa más. Decididamente era un hombre afortunado, ya que no sólo había culminado con éxito una delicada operación antisubversiva sino que había conseguido salir limpio de ella, conservando intacto el amor de Marisa.

Cuando por fin logré zafarme de su agradable presión, preparé unos cócteles y puse en marcha el tocadiscos. La música de Bob Dylan inundó el apartamento y los dos, suavemente mecidos por su voz, nos tumbamos sobre la cama, con los ojos cerrados, para mejor abandonarnos a la placidez del instante, según costumbre que habíamos adquirido en anteriores ocasiones y que era siempre el preludio de una intensa actividad sexual.

Continuaba con los ojos cerrados, sumido completamente en la audición musical y saboreando, mentalmente, los placeres que preveía próximos cuando noté una fuerte punzada en las costillas. Abrí inmediatamente los ojos y vi en las manos de Marisa una ensangrentada navaja, pero lo que me hizo comprender la situación no fue la sangre que, indudablemente, había manado de la herida abierta en mi cuerpo, sino la expresión de sus ojos, llenos de ira y odio, unos ojos que expresaban su deseo de verme muerto o, mejor aún, de que me pudriera eternamente en los infiernos. Una segunda cuchillada volvió a hincarse en mi cuerpo, esta vez en el hombro, debido a que me moví al adivinar su intención. Si no llego a actuar con rapidez mi corazón hubiera sido el receptor de la estocada. Marisa quería matarme y había estado a punto de conseguirlo. No sé cómo ni de qué manera alcé mi mano derecha y la dirigí contra ella. El golpe se estrelló con la propia navaja, haciéndome sangrar en la muñeca aparatosamente pero consiguiendo en parte su objetivo, ya que el arma con la que Marisa me había agredido saltó de sus manos y fue a parar unos cuantos metros lejos de donde estábamos.

Marisa, pese al contratiempo producido por la pérdida de su instrumento homicida, siguió descargando contra mí su mal contenida ira, intentando patearme los testículos y lográndolo un par de veces. La segunda vez que lo consiguió, al ver que estaba tendido en el suelo esforzándome en alejar el dolor producido, salió de la habitación y pude ver, como entre nubes, que se dirigía a la cocina. A duras penas me repuse y cuando estaba de nuevo en pie la vi entrar con un afilado cuchillo de cocina en la mano. Afortunadamente todo lo que Marisa conocía de pelear lo había aprendido en las películas, no en la vida real, por eso, pese a estar dolorido y magullado, no me fue difícil esquivar el tajo que me lanzó. Aun así no podía fiarme mucho ya que en cualquier momento, tal vez por casualidad acertara un golpe y me produjera otra herida o algo más irreparable, por lo que decidí pasar a la acción y transmutar mi posición, de agredido en agresor.

Esperé su siguiente acometida y cuando lanzó el cuchillo hacia mi cara me aparté levemente y con mis dos manos agarré la que manejaba el peligroso instrumento culinario. Sin pararme a pensar, Marisa no era en esos momentos mi amante sino mi enemigo, le retorcí el brazo, indiferente a sus gritos de dolor, hasta conseguir que el cuchillo cayera al suelo. Luego, olvidándome de todo lo pasado y sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a golpearla fuertemente, asestándole puñetazos en todo su cuerpo, en la cara, en las piernas, en el pecho. Como consecuencia de haber visto la muerte tan de cerca se había desatado en mi interior un furor que no pude, supe o quise controlar. Incluso muchas veces he pensado que aquel día, si hubiera tenido enfrente un niño de pecho, quizá habría actuado de la misma manera y me hubiera llevado al bebé por delante, tal era la excitación que sentía en esos momentos.

Marisa, pese al castigo que estaba recibiendo, no cejaba en sus ímpetus homicidas y sacando fuerzas de donde era imposible que existieran, intentaba repeler la paliza que le estaba propinando e incluso hacía amagos de contraatacar. Quizá si se hubiese puesto a llorar rogándome que parara, o si, gimiendo, se hubiera dejado caer en un rincón, me habría apiadado de ella ya que mis sentimientos en todo momento habían sido sinceros, no fruto de mis obligaciones laborales, pero su actitud me encorajinaba cada vez más y seguí golpeándola sin descanso.

Para cuando ocurrió lo inevitable ella era tan sólo un pelele, un muñeco de pim-pam-pum que se limitaba a recibir los golpes que descargaba con ilimitada saña. Con el último la empujé unos cuantos metros y fue a caer encima de la mesilla del dormitorio, golpeándose en el cuello, produciéndose un ruido similar al que escuchamos cuando pisamos una rama seca y la partimos en dos. Devuelto a la vida real al escuchar ese ruido comprendí lo que estaba sucediendo y llamé a mis compañeros del cuerpo de policía, así como a una ambulancia. Para mis colegas de la brigada el caso estaba claro, yo era un abnegado servidor de las fuerzas de seguridad del Estado que, tras realizar un brillante servicio había padecido el intento de venganza de una de las militantes del grupo subversivo desarticulado. Lo ocurrido se debía, por tanto, a un caso de legítima defensa. Así lo entendieron los jueces y el asunto se archivó, sin darle más importancia que la meramente anecdótica. Al fin y al cabo, comentó filosóficamente un compañero con más experiencia que yo en esas lides, ésa era la salsa del trabajo policial.

Marisa no murió pero nunca he vuelto a verla. Seguramente ella no lo hubiera deseado pero, de todos modos, nunca me atreví a hacerlo; sin embargo, hoy en día, cada vez que veo por la calle a una tetrapléjica, pienso si no será ella.

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