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Sentí el final de Clara pero no había podido evitarlo, me fue imposible encontrar otra solución para romper con ella y, sobre todo, recuperar el brazalete sin que me armara un escándalo. En mi descargo tan sólo puedo alegar que posiblemente los minutos que me estuvo esperando, sentada tranquilamente en el banco mientras los rayos del sol le azotaban la cara, fueron los más felices de su vida. En cuanto a las otras dos personas muertas, no era mi intención que ocurriera pero a veces ocurren cosas de ésas que nadie desea pero que no se pueden evitar.

A pesar de que en la refriega habían muerto tres inocentes la operación se consideró un auténtico éxito ya que habíamos conseguido eliminar por completo al grupo de atracadores sin haber tenido ninguna baja en nuestras filas por lo que volví a ser condecorado y aumentó la estima que mis superiores sentían por mí. Estaba viviendo las más dulces horas de mi vida; por eso cuando me propusieron cambiar de destino prácticamente ni lo dudé y dije en seguida que sí. En aquellos tiempos, pertenecer a la Brigada Político Social era pertenecer a la élite de la policía y para alguien ambicioso y joven como yo era una oportunidad que no se podía dejar escapar.

Como aún era joven y había estudiado en un colegio religioso mis superiores me ordenaron matricularme en la universidad, más concretamente en la facultad de Derecho, falsificando para ello los papeles necesarios, ya que nunca había aprobado el Bachillerato Superior. En realidad no hubo una falsificación como tal sino que se cambiaron los registros para que apareciera en ellos como aprobado. Si hoy en día necesitara un certificado en el que constara que había obtenido dicho título, el Ministerio de Educación y Cultura me lo extendería con absoluta normalidad.

En la facultad disfruté como pocas veces había disfrutado. Llevaba una vida tranquila, aprendía nociones de derecho que en un futuro próximo intuía que podían llegar a serme útiles y el trabajo no era de ningún modo agobiante. Lejos del ambiente propio de chorizos, prostitutas, violadores, carteristas, peristas y estafadores la vida parecía mucho más bonita, como si tuviera otro color, como si las tonalidades negras y grises hubiesen sido sustituidas por la policromía del arco iris. No obstante, y pesea ese tipo de explayaciones bucólicas que de vez en cuando surgían de mi interior, yo en todo momento era consciente de que no estaba allí de vacaciones, sino para trabajar. Un trabajo más llevadero y fácil que el habitual, incluso mucho menos peligroso, pero que tenía que hacer y tenía que hacerlo bien.

Mi misión consistía, básicamente, en andar de aquí para allá intimando con el alumnado, sondear a mis compañeros para saber en qué andaban metidos y, en última instancia, infiltrarme en alguno de los grupos subversivos que pululaban por la universidad. Desde los tiempos del colegio, cuando era el acólito de Garrido y Fernandito, había adquirido mucho mundo y era capaz de integrarme, sin dificultad, en cualquier colectivo. Labia y simpatía no me faltaban y siempre estaba dispuesto a hacer un favor a los demás, incluso económico, así que pronto fui aceptado por todos con los brazos abiertos, sin preocuparle a nadie que aún no hubiera acabado la carrera y sin que a nadie se le ocurriera comprobar si era cierto que acababa de trasladar mi matrícula desde otra universidad. La buena fe y ausencia de malicia de mis compañeros me facilitaron por completo las cosas. Pero lo que me abrió del todo las puertas fue mi amistad con Marisa.

El hecho de que hubiera estado encoñado con Clara no significaba que no hubiera tratado con más mujeres. Aunque está mal que lo diga yo, era un chico guapillo y desde que gracias a la mujer contratada por Fernandito descubrí las delicias del sexo no había dejado de tener asuntos más o menos largos con otras mujeres. Sabía cómo camelarlas y no me era difícil estrechar lazos con ellas. Marisa no fue la excepción. Desde la primera vez que la vi supe que me gustaba y cuando empecé a tener trato con ella comprendí que si conseguía ganar su amistad y confianza habría matado dos pájaros de un tiro porque además de tener un cuerpo digno de una estrella cinematográfica era de ideas progresistas y antifranquistas y no había movida universitaria en la que no estuviera metida. No tardé mucho en lograr mi objetivo y al cabo de poco tiempo éramos amantes, amantes esporádicos ya que como decía Marisa no estaban los tiempos como para comprometerse en serio, pero lo pasábamos bien juntos y nos teníamos afecto.

A menudo hablábamos acerca de la situación del país, comentábamos las últimas tendencias literarias, musicales -eran los días en que un grupo de melenudos ingleses escandalizaba a la sociedad bienpensante-, religiosas y, más prudentemente, las expectativas políticas y sociales. Un día, por fin, Marisa me preguntó si deseaba conocer a un grupo de gente que se estaba organizando para, con la excusa de realizar actividades recreativas y culturales, formar en la universidad un núcleo opositor al régimen. Al principio, y de acuerdo con las recomendaciones que había recibido de mis superiores, me hice el remolón y di largas al asunto pero un día, después de haber hecho el amor -esos momentos eran, posiblemente, los únicos en los que no fingía mientras estaba con Marisa-, escudandome en la aparente euforia que sentía tras haber realizado el acto, le dije que sí, que deseaba compartir todo con ella, incluso su militancia. Fue tan grande su alegría que volvimos a hacer el amor, de un modo salvaje y bestial. Cuando eso ocurría me sentía como el Doctor Jekyll y Mister Hyde. Disfrutaba sinceramente con su compañía pero era en todo momento consciente de que esa compañía se debía única y exclusivamente a mi trabajo. Si no acabé esquizofrénico fue porque tenía muy clara cuáles eran mis prioridades, y mi prioridad suprema era yo y mi futuro, así de claro y sencillo.

El grupo estaba formado, en su núcleo principal, por apenas una quincena de jóvenes, la mayor parte de ellos sin experiencia práctica de la vida, ilusos que creían que con un equipaje cargado de buenas intenciones iban a cambiar el mundo. En su inmensa mayoría eran de clase media, ya que en aquella época no era muy habitual que los hijos de los obreros fueran a la universidad, y lo único que conocían del proletariado era lo que habían leído en sesudos mamotretos de filósofos alemanes e italianos pero aun así, imbuidos de fervor revolucionario, estaban dispuestos a marchar bajo las más rojas banderas que encontraran. La gran ocasión de integrarse activamente en la lucha popular llegó con motivo de una huelga en una fábrica importante ubicada en las afueras de la ciudad. Alguien del grupo, yo mismo, sugirió que sería un buen momento para acudir hasta la fábrica, donde los huelguistas estaban encerrados, y solidarizarnos con ellos. De este modo contactaríamos con líderes sindicales y, tal vez, políticos y ampliaríamos nuestro campo de acción.

Una chica pelirroja, miope y menudita, con una desagradable voz de pito, dijo que la idea le parecía cojonuda e inmediatamente todos asintieron alborozados y secundaron con entusiasmo mi propuesta. Así empezó mi ascendiente sobre el grupo. En cuanto a la huelga, poco hay que decir. Cuando transcurrieron los días de gracia que me habían dado en la Dirección General para que trabara confianza con los dirigentes de los huelguistas y cuando entre estos mismos y algunos comentaristas de prensa se empezaba a especular con la nueva actitud tolerante que parecía observarse en esferas gubernamentales, ya que habían pasado varios días y no se había reprimido violentamente la huelga, la Policía Armada recibió órdenes de intervenir, haciéndolo con la viril contundencia que le era propia y encarcelando, previa magullación y apaleamiento, a la totalidad del comité de huelga. Casualmente aquel día mi grupo no apareció por la fábrica, gracias a lo cual nos salvamos de caer en la redada.

Pese a que la huelga había sido un fracaso -era de esperar, ya que no se consigue torcer la voluntad de un estado fascista de un día para otro, comentó un enteco estudiante de filosofía- para nuestro grupo supuso la consolidación. Habíamos demostrado que éramos capaces de movilizarnos a favor de la democracia y de la clase obrera, no con gritos callejeros o pintadas murales sino con un trabajo de calle serio, activo y solidario, militante en suma, y se nos habían abierto puertas que hasta entonces tan sólo vislumbrábamos. Con la euforia de quienes presentían un futuro en el que los niños estudiarían, en los libros de texto, sus nombres bajo el epígrafe de «héroes del pueblo» se decidió mantener e impulsar la relación con los líderes políticos y sindicales que habíamos conocido y coordinar con ellos nuestra lucha y nuestra estrategia acabando por integrarnos, finalmente, en su organización, con el único voto en contra del raquítico aspirante a filósofo, que nos acusó de habernos vendido a una organización revisionista y pequeñoburguesa traidora a los inconmovibles principios del marxismo leninismo.

Muy pronto nuestra célula se convirtió en la más activa de la facultad. La convergencia entre el apoyo que recibíamos del partido en el que nos habíamos integrado y la vista gorda que hacían las autoridades policiales a fin de mantener el ascendiente que yo había consolidado en el grupo lo convirtieron en el más estructurado y sólido de la universidad causando un efecto de bola de nieve, siendo el que al final, de un modo perfectamente natural, aglutinó a muchos de los grupúsculos que hasta entonces habían actuado por libre.

Después de un año de buena vida mis jefes consideraron que había llegado el momento de recoger los frutos que pacientemente habíamos ido haciendo brotar. La ocasión llegó con motivo de un viaje que había programado uno de los miembros del Comité Central del partido exiliado en París al interior. Se acercaba el primero de mayo y desde la secretaría general del partido se consideraba que se reunían las condiciones objetivas para realizar un acto de propaganda contra el régimen dictatorial, con lo que se conseguiría simultáneamente levantar la moral de la militancia y demostrar al pueblo español y a sus clases trabajadoras la capacidad de acción del partido y la vulnerabilidad de las instituciones franquistas. Por otra parte, si todo salía como se esperaba, se posibilitaría la confluencia con otras organizaciones, hasta entonces renuentes, para crear una gran plataforma de oposición al régimen con el objetivo de impulsar una huelga general capaz de derribarlo e instituir, de nuevo, una república de trabajadores de todas las clases, con el proletariado como vanguardia popular. A mí se me encomendó, gracias a mis más que acreditadas dotes de organización, el control y seguimiento de la estancia de nuestro líder en Madrid, así como la preparación de un estricto plan de seguridad, para preservar, ante la policía, el secreto y la clandestinidad del viaje.

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