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El sargento Ramos, que desde el día en que mi amigo acusó al padre Arizmendi de traidor sentía cierto respeto por él y, sobre todo, por su padre el coronel, le animó para que hablara sin miedo.

– El otro día salimos juntos los tres en bicicleta, Vázquez, él y yo, pero en vez de venir con nosotros se separó, diciéndonos que tenía que hacer un recado. Al parecer había quedado con el tío Serafín porque quería comprarle alguna cosa, no nos dijo de qué cosa se trataba. Eso es lo único que sé, Vázquez lo podrá confirmar, y las que acabo de repetirle fueron las últimas palabras que le oí decir.

Tres días después nos enteramos de que el sargento Ramos había detenido al tío Serafín. Era éste el jefe de un clan de gitanos que después de la guerra se habían asentado en la comarca. Mal vistos por los vecinos, el tío Serafín y su familia vivían seminómadas en sus carretas y malvivían del comercio de cualquier género así como de los trapícheos que sin cesar practicaban. Según parece, el sargento Ramos al registrar el carromato del tío Serafín, había encontrado el trozo de madera ensangrentado con el que se había asesinado a Fernandito. El tío Serafín negó que él fuera el asesino, pero en vano ya que, como dijo el sargento, con la aquiescencia del juez de instrucción, todos los gitanos mienten por sistema, aprenden a mentir y robar antes que a hablar y andar.

Al tío Serafín se lo llevaron esposado hasta la cárcel provincial y poco tiempo después fue juzgado en la Audiencia Territorial, cuyos magistrados consideraron adecuado conceder la pena capital solicitada por el fiscal, que se cumpliría pocos meses después por el procedimiento del garrote vil. Como consecuencia de ello los gitanos abandonaron la comarca, con gran júbilo de los lugareños que gracias a la aplicación de la pena de muerte se veían libres de quienes consideraban ladrones y vagabundos, reafirmándose en su idea de que no había nada como el palo para acabar con aquella gentuza y lamentando que tan sólo el tío Serafín hubiera subido al patíbulo.

En cuanto a mí, la situación me dejó en la boca -y en el alma- un sabor agridulce. Yo tampoco congeniaba con los gitanos que, junto a los moros y los judíos eran, en palabras de mi padre, una de las razas infames que había que extirpar y eliminar de nuestra patria, pero el ser consciente de que le iban a ajusticiar por un crimen que yo sabía que no había cometido me producía un hondo amargor. El quinto mandamiento, no matarás, podía interpretarse también de ese modo, no permitirás que nadie muera por tu culpa y, en cierto modo, el tío Serafín iba a morir por mi culpa. Quizá fuera mucho más culpable Garrido, de eso no tenía ninguna duda, pero yo también iba a ser, por cobardía, culpable de su muerte, y así me consideré esos días, un asesino. Aun así no dije lo que sabía y permití que agarrotaran al pobre Serafín, un hombre con la mala suerte de haber nacido gitano.

Poco a poco me fui distanciando de Garrido. El secreto que compartíamos en vez de unirnos nos iba separando, yo ya no estaba a gusto en su presencia y él me consideraba a mí como un testigo molesto. Por eso lo que poco después sucedió no fue para mí una desgracia sino un auténtico alivio.

Era domingo por la mañana y estábamos todos los estudiantes congregados en la capilla del colegio, asistiendo a la celebración de la santa misa. Cuando llegó el turno de la comunión me acerqué para recibirla hasta donde se encontraba el oficiante, que ese día era el propio padre director. Pero cuando estuve arrodillado ante él no oí el habitual Corpus Christi sino que con voz fuerte y alta, para que todos pudieran escuchar sus palabras, me ordenó volverme a mi sitio, ya que no era digno de recibir el cuerpo de Cristo ni de albergar la santa forma en mi cuerpo sacrilego, añadiendo que al acabar la misa tenía que presentarme en su despacho.

Avergonzado como nunca lo había estado, volví a mi banco e intenté pasar desapercibido, pero fue inútil. Incluso quienes no me conocían de nada supieron a partir de aquel momento quién era Vázquez, el chico ése al que el director le había negado la comunión en público. En una sociedad cerrada y gobernada por sacerdotes como era la del colegio aquél era el más grande estigma que podía cernerse sobre un estudiante y ese estudiante era yo, Emilio Vázquez, que a partir de ese momento iba a ser Vázquez, el excomulgado.

Obediente como nunca lo había sido poco después de escuchar el ite misa est tocaba con mis nudillos en la puerta del santuario del director y a requerimiento suyo la abrí para entrar. De pie junto a él, que se encontraba sentado en su silla detrás de una gran mesa, estaba mi padre con una cara que no hacía presagiar nada bueno. El director no perdió el tiempo con preliminares y fue directamente al grano, espetándome de sopetón una pregunta como quien lanza un latigazo.

– Hace unos días hemos encontrado esto debajo de tu cama, ¿tienes algo que decir al respecto?

Nada más decir esto el padre director me alargó un fajo de fotografías manoseadas. Eran las fotografías de Fernandito con las que más de una vez Garrido y yo nos habíamos masturbado. Muerto Fernandito el único que conocía su existencia era Garrido. Estaba claro que todo era idea suya, pero preferí no delatarle. Seguramente no me creerían ya que Garrido se había convertido en un pequeño héroe aunque yo sabía que su heroicidad se basaba en la mentira, la tergiversación y el crimen. Cada vez estaba más convencido de que el padre Arizmendi no era un traidor sino una víctima de sus maquinaciones, pero no había modo de demostrarlo así que preferí callarme todo lo que sabía sobre él y desviar la atención hacia el difunto Fernandito.

– No son mías, creo que son de Fernandito. Una vez quiso enseñármelas pero yo las rechacé -dije intentando aparentar sinceridad con toda la fuerza de mi alma pero en vano.

– Desgraciado -tronó desde su asiento el director-, no sólo no confiesas tu pecado sino que intentas deshonrar a un compañero muerto. Tu vileza es superior a lo que yo pensaba y tu castigo debe ir en consonancia con tu infamia. Desde este momento quedas expulsado del colegio. Lo siento por tu padre, que también fue alumno nuestro y es un ejemplo de patriota y de caballero, amén de cristiano virtuoso, pero no tienes cabida entre nosotros. Si permitimos que una manzana podrida se quede en el cesto acabará corrompiendo a las demás. La expulsión es por lo tanto tu castigo, pero no será tu único castigo. Señor Vázquez -añadió dirigiéndose a mi padre que había asistido, hierático, a la escena-, lo dejo en sus manos. Nadie mejor que usted posee el derecho de castigar a su hijo como Dios y los hombres reclaman.

Al finalizar su perorata el director salió del despacho dejándome a solas con mi padre. Si digo que sus ojos echaban fuego no estoy abusando de una figura retórica sino expresando lo que en aquellos momentos era para mí una auténtica realidad. Mi padre nunca había sido cariñoso y siempre le he recordado como una persona hosca y malhumorada pero en aquel momento se estaba superando a sí mismo. Con auténtico odio en sus palabras y gestos me ordenó que me quitara el jersey y la camisa.

– Has deshonrado a tu padre y te mereces un castigo. Me mato a trabajar para que tengas la mejor educación religiosa posible y te burlas de lo más sagrado con esas asquerosidades repugnantes. Y además cargarás para siempre con el baldón y la ignominia de haber sido expulsado de este colegio. Y pensar que a veces soñaba con que te dedicaras a servir a Dios y llegaras a obispo. Está claro que un colegio religioso y amante de la disciplina no ha sido suficiente para domarte, tendré que encargarme yo en persona, así quizá consiga convertirte en un auténtico hombre de provecho. Y tu nueva educación va a empezar ahora.

Teniendo en cuenta lo lacónico que era habitualmente aquél había sido un extenso discurso y cuando por fin calló pasó a la acción. Sacándose el cinturón del pantalón me obligó a recostarme sobre la mesa, con la espalda desnuda hacia arriba, y con mano firme y recia empezó a azotarme con su cinto. La hebilla de hierro se me clavaba en la espalda, haciéndome sangrar y produciéndome un dolor insoportable. No conté los latigazos pero creo que no habían llegado a diez cuando me desmayé.

Desperté en la enfermería del colegio. Junto a mí se hallaban mi padre y el director pero en sus ojos no había compasión ni indulgencia.

– Tienes la gran suerte de contar con un padre que es hombre de principios y gran moral. Ojalá él consiga que vuelvas al redil. Rezaremos por ti, pero esta misma tarde te irás del colegio -me dijo el director, bajo la mirada aprobatoria de mi padre. Al pie de la cama se podían ver mis maletas ya hechas y en una silla, exquisitamente plegada, la ropa que me tenía que poner. No habían perdido el tiempo.

Salí del colegio sin volver la vista atrás. Mis sensaciones eran ambivalentes, por una parte había vivido experiencias que me habían hecho madurar pero por otra parte muchas de esas experiencias habían sido excesivamente dolorosas o, por lo menos, lo era su recuerdo. De todos modos, mi mayor sensación era de alivio. En cierto modo había salido muy bien librado y casi agradecido por la manera que había tenido Garrido de desembarazarse de mí. Era preferible eso a lo sucedido con el padre Arizmendi, Fernandito o el tío Serafín. Decidido a olvidarme de todo lo ocurrido me fui sin derramar una lágrima ni despedirme de ningún compañero confiando ingenuamente en que de ese modo los años transcurridos se borrarían de mi memoria.

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