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– Lo siento, perdona, pero no entiendo nada. Se supone que éramos nosotros quienes le teníamos agarrado por los cojones y ahora, en cambio, es él quien impone sus condiciones y tú asientes como un corderito.

– La vida da muchas vueltas, Manolo, y no entiendo que te pille de sorpresa. Hace unos días hubiera bebido en nuestra mano pero las cosas han cambiado. Los últimos nombramientos en el ministerio han jugado a favor suyo. Los nuevos mandamases le protegen y ante eso nosotros no podemos hacer nada, tan sólo seguirle el juego.

– Entonces, ¿qué hago?

– Me parece que está claro. Tendrás que ir a Madrid e investigar qué se esconde tras esa tarjeta. Creo que hacia la medianoche sale un autobús así que si te das prisa en hacer la maleta mañana de madrugada puedes estar allí. Por el alojamiento no te preocupes ya que siempre llevo encima las llaves de mi apartamento madrileño, cógelas. No encontrarás nada en la nevera pero tendrás un sitio para dormir y ducharte. En cuanto te hayas aseado ponte en contacto con Enrique Ponce, un amigo destinado en la Secretaría de Estado de Seguridad, y él te proporcionará la ayuda logística que necesites. Así que ya sabes, desaparece de mi vista, que los dos tenemos cosas que hacer.

El lunes siguiente, después de utilizar generosamente la bañera que había instalado el comisario Ansúrez en su piso de Madrid, Manuel Rojas llamó a la Secretaría de Estado y a través del comisario Ponce, que ya estaba al tanto de todo, consiguió un vehículo camuflado y un acompañante, el inspector Alberto Mendoza, que haría de cicerone mientras duraran sus correrías por la villa y corte. Como primera medida indagaron si constaba en los archivos alguna nota o detalle sobre el club de artes marciales al que pertenecía la tarjeta pero la búsqueda fue infructuosa. Si escondían algo lo habían hecho muy bien ya que nada había trascendido públicamente.

Viendo que habían perdido toda la mañana en su inmersión, como auténticas ratas de biblioteca, en los archivos generales, decidieron comer en una cafetería cercana a la Puerta del Sol ya que el club no se hallaba muy lejos, junto a un cine dedicado a la exhibición de películas pornográficas, y tenían intención de visitarlo. Rojas puso al corriente de todo lo sucedido a su colega capitalino. De mutuo acuerdo decidieron que el inspector Mendoza, más conocedor del terreno, llevaría la voz cantante y que Rojas tan sólo intervendría cuando lo considerase estrictamente necesario.

Una chica de rubia cabellera, cuyas negras raíces delataban un claro teñido, y que constantemente se miraba con palpable satisfacción unas uñas rojas a las que se les había difuminado la mitad del esmalte, les atendió solícita desde detrás de un pequeño mostrador que hacía las veces de recepción. Aunque no se le entendía mucho, debido al chicle que mascaba continuamente, consiguieron que avisara al propietario del club. Los dos policías no pudieron evitar, en el transcurso de dicha operación, observar con ojos golosos el contoneo trasero de la joven, mientras se dirigía al interior del local para dar el recado a su jefe.

Poco tiempo después un hombre moreno y de baja estatura, enfundado en un quimono adornado con un cinturón negro y de cuya frente manaban abundantes gotas de sudor apareció por el vestíbulo del club. Mientras la falsa rubia volvía a sentarse detrás del mostrador el karateka se apoyó displicentemente sobre el mismo, sin invitar a los inspectores a pasar a algún reservado u oficina, señal inequívoca de que deseaba terminar cuanto antes.

– Ustedes disculpen, pero dentro de dos semanas son los campeonatos de España y estamos entrenando fuerte, no tenemos mucho tiempo que perder. Me ha dicho la señorita Susana que son ustedes policías y que querían verme.

– Así es -respondió el inspector Mendoza mientras mostraba su acreditación como funcionario, gesto remedado por Rojas-. Antes que nada, ¿le suena el nombre de Irene Vidal?

– No, para nada, ¿por qué tendría que conocerla?

El profesor de artes marciales no se había inmutado para nada al escuchar ese nombre. O era muy buen actor y poseía unos nervios totalmente templados o era cierto que no conocía a la mujer asesinada.

– A mí tampoco me suena de nada -dijo espontáneamente la recepcionista, sin esperar a que nadie le preguntara nada.

– Tal vez si miran ahí -insinuó el inspector Mendoza, señalando con su índice un ordenador personal que reposaba sobre la mesa que había detrás del mostrador.

– Ahora mismo, jefe -respondió la rubia encantada, al parecer, de colaborar con la policía. Luego, con expresión desolada, no tuvo más remedio que confesar que allí no aparecía nadie con ese nombre-. Es que hace tan sólo dos años que hemos comprado este cacharro y anteriormente usábamos un fichero manual que no llevábamos muy al día. Además, sólo conservábamos las fichas de los clientes del momento o de quienes nos debían dinero.

Rojas sacó del interior de su chamarra una fotografía, que enseñó a sus dos interlocutores.

– ¿La reconocen?

– No me es del todo desconocida, pero no soy capaz de decirles por qué -respondió interesado el karateka.

– Déjenme ver -dijo ansiosa la rubia Susana-, sí, sí, creo que lo tengo, ¿no la has reconocido, Eusebio? -añadió dirigiéndose con confianza a su jefe-, tiene que ser ella, está claro.

– Pero bueno, ¿se puede saber de quién hablas? -preguntó Eusebio. Parecía que los dos se habían olvidado de sus visitantes.

– Pues de quién voy a hablar, a veces pareces tonto, hijo, aunque la verdad es que vino pocas veces por aquí, ¿sigues sin reconocerla?, pues está claro, ésta es la amiga de la novia del Músico, ¿te acuerdas del Músico, no?

– Como para no acordarme de ese cabrón -exclamó el karateka-, por poco nos la lía parda, menos mal que nos libramos de él a tiempo.

– Disculpen la interrupción -comentó irónico el inspector Mendoza-, pero nos gustaría conocer la historia de ese músico, su novia y su amiga. No sé si lo he comentado antes pero se trata de una investigación oficial.

– Un asesinato, seguro -dijo la rubia, ilusionada ante la perspectiva.

– Lamento decirle que no -mintió sin rubor Mendoza-, pero aun así necesitamos su colaboración. ¿Les importaría decirnos todo lo que saben de esta mujer?

– La verdad es que es muy poco lo que podemos decirle -contestó Eusebio, adelantándose a su empleada-. Susi tiene razón, la mujer de la fotografía vino algunas veces por aquí pero no era una asidua, solía hacerlo para acompañar a la novia del Músico. Ése sí que era una buena pieza. Trabajaba aquí con nosotros, como profesor de judo. Tenía cualidades pero le gustaba mucho la vida golfa así que no se cuidaba y aunque era cinturón negro no consiguió destacar en el deporte, pero valía como profesor. Tenía labia y se llevaba a los alumnos de calle. Ése fue el problema.

– ¿Qué ocurrió? -volvió a preguntar Mendoza.

– Que nos enteramos de que pensaba traicionarnos y montar, por su cuenta, otro gimnasio. No es que me parezca mal, todo el mundo es libre de montar su propio negocio, ésa es la esencia de la libre empresa, yo mismo, antes de ser dueño de este club trabajé para otro, pero éllo quería hacer de un modo rastrero y aprovechado, llevándose consigo toda la información que había en el club e incluso llevándose con él los clientes. Menos mal que me di cuenta a tiempo, le perdió su vanidad y su exceso de seguridad. Estaba tan convencido de que era irresistible que intentó ligarse a Susi, prometiéndole que iría con él al nuevo club con un excelente sueldo a cambio de sus favores.

– Como si yo fuera a abandonar a mi chiquitín así como así -dijo la aludida mirando con ojos tiernos al sudoroso karateka-. La verdad es que labia no le faltaba pero yo estoy muy enamorada de mi hombretón como para irme con otro. Además, no me fiaba de esa lagarta que siempre iba con él, y mi intuición no me falló, ya sabes en qué lío se metieron después.

– Sí, tuvimos suerte de que no siguiera trabajando con nosotros -asintió Eusebio con ademanes de convencimiento.

– ¿A qué se refieren con eso? -preguntó nuevamente el inspector Mendoza.

– Bueno, la verdad es que en principio se lo montaron a lo grande, a todo tren, incluso constituyeron una cooperativa, para conseguir subvenciones oficiales y dar más apariencia de respetabilidad a su negocio, pero al poco tiempo de ponerse en marcha estalló un escándalo y tuvieron que cerrar. La historia no está muy clara pero parece ser que hubo por medio orgías sexuales con los alumnos e incitación a la prostitución y consumo de drogas. En ningún momento pisó la cárcel, así que supongo que todo se arregló bajo cuerda, pero tuvo que cerrar el invento, de eso sí que estoy seguro.

– ¿Podrían proporcionarnos algún dato de ese músico y de su novia, nombres y direcciones, por ejemplo? -preguntó el inspector Mendoza.

– Desgraciadamente no conservamos ningún dato de aquella época así que no le puedo proporcionar los datos que me pide. Lo único que sí recuerdo es el nombre del Músico, le llamábamos así no porque lo fuera profesionalmente sino porque su nombre era Juan Sebastián, como el compositor. Desgraciadamente no recuerdo cómo se apellidaba, Martínez o Fernández, algo así, pero no sé a ciencia cierta cuál era su apellido -contestó Eusebio.

– ¿Y usted? ¿Recuerda algo más? -le dijo Mendoza a Susi al ver cómo ésta entrecerraba sus ojos en un evidente y espectacular esfuerzo por demostrar que se había concentrado en la pregunta.

– No recuerdo gran cosa pero quizá pueda ayudarles -dijo al fin sonriendo como si estuviera rodando un anuncio de pasta dentífrica-. Como les ha contado Eusebio, el Músico intentó ligar conmigo e incluso me presentó un futuro lleno de placeres y riquezas, sí, sí, menudo futuro me hubiera esperado junto a él, pero bueno, el caso es que insistió e insistió, en el fondo era halagador, y por si cambiaba de opinión me dio una tarjeta del gimnasio que había creado, para que pudiera ponerme en contacto con él. Lo malo es que ha pasado mucho tiempo de aquello pero como acostumbro a no tirar casi nada de ese tipo, postales, cartas, tarjetas, etcétera, quizá lo tenga por algún sitio.

Uniendo la acción a la palabra la enamorada del karateka abrió uno de los cajones inferiores de su mesa y estuvo durante un buen rato revolviendo en su interior, sacando del mismo objetos de los más peregrinos y sin relación ninguna con el trabajo administrativo o las artes marciales hasta que de repente se volvió hacia donde estaban Eusebio y los policías y con la cara radiante expelió un grito triunfal.

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