– Bueno -dijo de repente desperezándose-, es hora de volver al trabajo, el crimen nos espera -finalizó con lo que más tarde comprobé que era una de sus coletillas favoritas, mientras nos levantábamos de la mesa.
– ¿No pides la cuenta? -se me ocurrió comentarle, al ver que no hacía mención de pagar la comida.
– Eres un auténtico novato, chaval -contestó riéndose a carcajadas-, ¿desde cuándo tenemos que pagar lo que consumimos en las tabernas y sitios similares? Mira, hijo, si haces bien tu trabajo toda esta gente acabará debiéndote un montón de favores. Además, son ellos los más interesados en estar a bien contigo, así que incluso si quisieras pagar ellos mismos se opondrían a cobrarte, ya irás aprendiendo con el tiempo. Son las pequeñas satisfacciones que nos proporciona este trabajo y que, en cierto modo, compensan lo magro del sueldo.
Con el tiempo me fui introduciendo en ese mundo, no pagando en ningún sitio y aceptando favores e incluso sobornos. Una vez metido en la rueda no era fácil bajarse de ella y, sinceramente, tampoco me apetecía. Aunque tenía razón Julián al considerarme un novato y un pipiólo pronto comprendí que las ensoñaciones heroicas que las novelas leídas y las películas vistas me habían proporcionado acerca del trabajo policial no eran muy realistas. Además, pese a mi corta edad y a que aún tenía mucho que aprender y ver, lo que había vivido tanto en casa como en el colegio me habían vacunado contra la ingenuidad, de tal modo que en muy poco tiempo pude mostrarme como el más aventajado alumno que nunca tuvo mi compañero.
Con él tuve así mismo mi segunda experiencia sexual, a la que posteriormente siguieron otras muchas. Las mujeres eran su tema favorito y constantemente me aguijoneaba con el tema, insinuándome que seguramente era virgen y tal vez marica.
– Eres demasiado guapín para cosa buena, novato, seguro que te lo haces con tíos -solía decirme, sin conseguir que me enfadara, ya que yo me lo tomaba como lo que era, una broma entre compañeros, pero un día decidí contarle cómo me estrené en la vivienda de un embajador.
– Caramba con el novato, y parecía tonto cuando lo cambié por un condón usado -me contestó alborozado-, eso hay que repetirlo, aunque me temo que no conozco a hembras tan elegantes como la que me has descrito pero bueno, eso no tiene importancia, un chocho es un chocho y para lo que tenemos que hacer sirve lo mismo una princesa que una mendiga.
Aquella misma noche Julián dio por terminada nuestra jornada una hora antes de lo habitual y nos dirigimos a un burdel en el que era muy conocido. Nos recibieron como si fuéramos los reyes magos y pusieron a nuestra disposición dos de las mejores chicas que había en plantilla. Si las comparaba con la que me desvirgó salían perdiendo en la comparación, pero pronto me di cuenta de que mi compañero tenía razón, para echar un polvo cualquier mujer era buena. Esa noche se reforzó nuestro compañerismo, alimentado por el hecho de que follamos en la misma habitación. Para mí fue un corte al principio, ver en la cama de al lado a Julián y su puta joder como locos, pero la mujer que me había tocado en suerte consiguió hacerme entrar en calor y poco a poco se desvanecieron mis inhibiciones e imité a mi camarada.
La puta que me había tocado en el reparto no tenía nada que ver, como ya he dicho, con aquella que en la casa de los amigos de Fernandito me inició en el sexo, pero era también una auténtica profesional que sabía hacer gozar a un hombre. No poseía la dulzura y suavidad de mi primera mujer, pero su brusquedad era más excitante si cabe. Cuando metía mi polla en su boca y la chupaba tan fuertemente que parecía como si fuera a levantarme la piel a tiras, sentía algo en mi interior que no había sentido antes nunca y deseaba quedarme así para siempre. Su aspecto era más bien vulgar aunque no se puede decir que no fuera guapa, pero su modo de vestir, de pintarse y de hablar -con ella aprendí más tacos que en la propia comisaría- delataban en cualquier lugar su oficio. Su hermoso pelo negro acababa sobre la frente con un coqueto caracolillo como los que lucían algunas cantantes de moda y sus labios eran más rojos que el capote ensangrentado de un torero, pero lo más excitante de todo era la sensación que sentía cuando metía mi cara entre sus dos robustos pechos, su olor me recordaba al del obrador de una panadería en el momento más álgido del horneo.
Creo que resulta ocioso manifestar que volví a visitar a Clara, como se llamaba aquella mujer, con gran asiduidad, al principio con Julián y más adelante sin compañía. Para lo que iba a hacer no la necesitaba. Sin darme cuenta había acabado por encoñarme. No estaba enamorado, o por lo menos eso creo. Yo no podía enamorarme de una puta, eso estaba bien en los folletines, pero Emilio Vázquez no podía presentarse ante su familia y amigos con esa mujer, por supuesto. Sin embargo, había algo en ella, y no sólo sexo ya que para eso cualquiera hubiera servido, que me atraía terriblemente y me hacía volver noche tras noche, sin tregua ni descanso. Pronto todo el mundo supo que Clara era mi puta y cuando tenía un rato libre me llamaban para que estuviéramos juntos.
A Julián la situación le hacía gracia y no me criticaba, aunque a veces me aconsejaba que fuera con otras.
– No es bueno que estés siempre con la misma, novato, puede llegar a hacerse ciertas ilusiones y crearte complicaciones a la larga.
– Por eso no hay ningún problema, Julián, los dos sabemos cuál es nuestro puesto. Es imposible que lleguemos a algo serio y ella lo sabe, así que no alberga ninguna esperanza absurda en su interior.
– Cómo se ve que no conoces a las mujeres, novato -me repetía siempre que llegábamos a este punto.
Poco a poco fui adquiriendo también experiencia policial. Julián no sólo conocía las mejores tascas y las mujeres más complacientes de Madrid sino que los años pasados en la policía le habían enseñado un montón de trucos que con el tiempo me fue transmitiendo. Recuerdo perfectamente nuestro primer trabajo policial, si es que puede llamársele así. Fue la segunda noche que patrullamos juntos. Nos habían pasado un aviso acerca de una riña callejera junto a la estatua de la Cibeles. Cuando bajamos del coche la pelea estaba en plena ebullición. Dos hombres de mediana edad, más bien enclenques, estaban atizándose mamporros a modo, bien jaleados por una numerosa concurrencia. Despejamos el lugar pese a las protestas del concurrido público y nos dirigimos hacia los dos contendientes, que en vano hicieron caso a nuestros ruegos y continuaron peleándose. Cuando Julián les conminó por segunda vez a que pararan uno de ellos, con los ojos febriles que delataban una hermosa borrachera, sacó una navaja y se acercó hasta mi compañero, que no parpadeó siquiera. Cuando la torpe mano del borracho intentó acercar la navaja a Julián éste cerró uno de sus brazos en la muñeca del agresor y apretó fuertemente hasta que el dolor le obligó a soltarla. Luego, aflojando su presa, le atizó un puñetazo en la cara que le hizo perder el sentido.
El segundo luchador al ver lo ocurrido intentó escaparse pero sorprendentemente Julián demostró que su gordura no le convertía en un tipo lento y antes de que pudiera cruzar la calle ya le había agarrado y noqueado de un duro golpe en el plexo solar. Agarrándole por una pierna le arrastró hasta los pies de la estatua y como si fuera un fardo le tiró al interior de la fuente, haciendo luego lo mismo con el que le había sacado la navaja. El contacto del agua fría les volvió a espabilar y salieron los dos completamente mojados y ateridos de frío.
– Venga, id a vuestras casas a cambiaros de ropa y calentaros, o acabaréis pillando una pulmonía. Y que no os vuelva a ver de nuevo haciendo el imbécil porque acabaríais con vuestros huesos en un sucio calabozo. Venga, largo, antes de que me arrepienta y decida emplumaros.
Cuando le recriminé por haberles dejado marchar volvió a llamarme novato y a recordarme que aún era mucho lo que tenía que aprender.
– Son dos desgraciados que han dado un mal paso, pero no son delincuentes. ¿De qué iba a servir que les metiéramos en el calabozo? No iban a darnos más que trabajo, aumentaría el papeleo y tendríamos a dos mujeres ajadas y una pandilla de rapaces maleducados llorando a moco tendido en la comisaría. Créeme, hemos hecho lo mejor que se podía hacer. Ya verás cómo no volvemos a encontrárnoslos en mucho tiempo -añadió, y debo reconocer que tenía razón. Nunca más tuvimos que intervenir en una pelea originada por aquellos dos hombrecillos, pero sigo pensando que su forma de aplicar el reglamento era curiosa, aunque efectiva.