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CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEGUNDO

Mandó Sansón Carrasco a un criado que le subiera a su aposento dos velas nuevas, una jarra de agua y unos amarguillos, y se dispuso a leer aquel libro con desusada voracidad.

No supo en un primer momento a qué páginas acudir, porque luchaban en él la curiosidad de buscar, floreándolo, aquellos pasajes en los que barruntaba se hablaría de él, y la disciplina escolar adquirida en Salamanca que le decía que el dos sólo viene después del uno y el tres después del dos.

Venció durante unos momentos la curiosidad y pasó algunas hojas, hasta dar con su nombre. Se le aceleraron los pulsos de tal modo que sentía el corazón ahogándole la garganta, y las rodillas le temblaban y sus ojos devoraban atropelladamente las palabras saltándose muchas, como ese perro hambriento cuyas fogosas fauces sacan de la gamella, derramándola, la mitad de unos despojos a los que ha de volver luego cuando ya ha dado cuenta del resto. Así le pasó durante casi una hora al bachiller, que iba y venía, de aquí para allá, sin saber dónde atender, si a la aventura del Caballero de los Espejos, a la del de la Blanca Luna o a las primeras páginas donde se relata el inicio de su amistad con don Quijote.

Sosegado al fin, y satisfecha esa curiosidad primera, engolosinado por lo que ya había leído y que tanto parecía contentarle, dio principio a la historia por los umbrales. No dejó de leer ni la tasa, ni la fe de erratas ni la dedicatoria ni el prólogo del autor ni ninguna de las aprobaciones que al principio se incluían, especialmente aquella del licenciado Márquez Torres.

Una gran pesadumbre recibió el bachiller al enterarle el licenciado que Miguel de Cervantes, a quien se debía la publicación del libro, era un viejo soldado, hidalgo y pobre que se estaba en Madrid padeciendo la pobretería de los ingenios a los que el público ha dado la espalda hace años, y en ese momento, poniendo por testigo al velón de tres luces, en medio de la más serenas y reposadas sombras de la noche, juró el bachiller que a la primera ocasión que pudiera se correría a Madrid para llevarle a un hombre de tan señalado talento el consuelo de algún viático y algunos dineros.

Nadie, desde que se inventara la imprenta, ni aun antes, había disfrutado tanto con la lectura de ningún libro como disfrutó aquella noche Sansón Carrasco con la segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Sólo le apenumbraba e impacientaba saber que en su carrera tenía como contrincante al lampo de la aurora, y cada poco tiempo levantaba la vista del libro por ver si se anunciaban al fin en las ventanas las rosadas crines de sus corceles. ¡Y qué contagioso era el mundo de los caballeros andantes, que a él mismo le hacía pensar con tan levantadísimas palabras!

Y aun teniendo sobradas facultades y el bien musculado hábito de la lectura le llegaron las primeras claras del día en el momento en el que el Caballero del Verde Gabán, conocido también como don Diego de Miranda, lo presentaba a su mujer y a su hijo, don Lorenzo, que tan buenos ratos le dio a don Quijote con sus poesías y requiebros de amor, escritos a la dama ideal de los poetas. Y hubiera seguido leyendo hasta dar culmen al libro, si no se hubiera ajustado con la duquesa, su prestadora, en devolvérselo a la mañana siguiente.

Con gran pesar se dirigió entonces a la casa del Conde que encontró Sansón alborotada con una noticia que había llenado de inquietud a los duques.

A muy temprana hora vino a decirles el naire que el elefante no se había querido levantar de su granero, sino que allí arrodillado, estaba tan triste y mohíno que no se le podía mirar a los ojos sin sentir aguda pena, porque parecía salírsele por ellos el ánima y los deseos de comunicar su mal febril.

¡Y la aventura que se había perdido el mundo juntando a don Quijote con el elefante! ¡Y la que ya no podría tener lugar entre el caballero y Dulcinea!

La duquesa, en ropa de levantar, recorría la casa gritando a sus criados y de un humor pésimo. ¡Morirse don Quijote! ¡Qué inconveniente desatención! ¡Y ahora el elefante! «¿Es que en este pueblo todo lo que es valioso quiere morirse?», decía a voces a quien quisiera oírla.

Fueron a ver a aquel animal majestuoso, y por más que lo aguijonearon unos y otros, no acertaba más que a levantar la trompa dos palmos del suelo y a dejarla de nuevo caer con profundo abatimiento.

El conde, que no quería sino agradar a unos huéspedes tan importantes, aprovechó las circunstancias para rogarles que se quedaran en su casa el tiempo preciso, en tanto se reponía el paquidermo, y aunque en un principio pensaron partirse ellos y dejar con el elefante al naire y a los lacayos y ayudantes que precisaran, era tal el amor que sentía la duquesa por el animal, que no quería separarse de él, tratándolo con mayor mimo que si fuese la más cumplida y solícita de sus doncellas.

– Podéis quedaros por ahora con el libro, porque estaremos-algunos días más aquí -otorgó la duquesa luego, cuando se tropezó con Sansón, y quiso saber si ya lo había leído entero y qué le parecía.

– Entero no sé cómo podría leerlo yo ni nadie en una sola noche-apuntó el siempre zumbón bachiller-, como no fuera en sueños, pero creo que si me dais dos días más, podré devolverlo comido y digerido. Aun así, por lo leído, puedo deciros de este segundo tan buenas o mejores cosas de las que se han dicho del primero.

Volvió Sansón a su torre, con el ruego de que nadie viniera a molestarle, como no fuese el conde, su señor.

Pero no precisó éste de ninguno de los servicios de su secretario en esos días, y pudo llegar al final del libro, que remató con lágrimas en los ojos, tanto porque con el acabóse se le terminaba el gozo de leerlo, como porque en ese crepúsculo desgarrador se narraba la muerte del caballero.

Necesitado de encontrar a un compañero con quien comunicar todo lo que había leído, se fue Sansón Carrasco a casa de Sancho Panza, y se lo llevó por ahí, a las afueras del pueblo, a pasear y a dejar que el aire puro y libre le ventilase la cabeza después de haberla tenido durante tres noches enfrascada en la crónica de don Quijote.

– Ningún libro se ha escrito como éste ni más humano, Sancho, y a Cide Hamete y a Cervantes debemos todos nosotros el quedar para la posteridad mucho mejor pintados de lo que somos, lo cual dice bien de su generoso pulso para idealizar las líneas de nuestro retrato. No hay en todo el libro ni una palabra que no haya salido del tintero de la piedad o que no la haya dictado la misericordia, y las cosas y nosotros mismos estamos esquiciados tan a lo vivo que es como si anduviéramos libres por entre sus páginas, y entráramos y saliéramos de ellas como de nuestras casas. Y si es cierto que las locuras de nuestro amigo mueven a risa todavía hoy, a mi han dejado ya de hacerme gracia, porque veo lo mucho que incomprendimos a don Quijote los que más decíamos comprenderle, porque sus locuras, siéndolo en la forma, nunca lo fueron en el fondo. Y sí, ahora me doy cuenta de qué equivocado andaba yo queriendo traerlo a casa, con la excusa de apartarlo de las burlas y los agravios que se le hacían en el ejercicio que él llevaba de deshacerlos en otros. ¡Qué necio fui, queriéndolo reducir a mi cordura! El loco fui yo y todos cuantos creen que los libros son cosa diferente de la vida, que se leen y se olvidan! Para él cada libro fue un sol o una luna, que le daban o le quitaban luz, y yo le dejé a oscuras para siempre. ¡Yo sí que fui tonto, por pensar que las burlas menoscaban el honor de nadie, cuando.suele ser lo contrario, que quien se burla de alguien suele quedar en esa burla a la postre peor que el burlado! Mi propósito, al querer vencer a don Quijote, fue, como quien dice, humano. El de don Quijote, al querer vencer a los gigantes, sobrehumano y propio de un héroe. Yo me fingí caballero andante, y en eso anduve como impostor. Don Quijote no necesitó fingir con nadie, porque lo que era, lo fue siempre a conciencia, sin engaño.

Y por mucho que lo escarnecieran, apalearan y burlaran, y en el libro se ve, jamás le alcanzaron el corazón, que obraba tan rectamente humillando al soberbio y ensalzando al humilde, que es la única enseña que ha de seguir un hombre de bien, y no al revés, como suele hacerse: decir viva quien vence.

Y quiero decirte que si por arte de magia uno de aquellos encantadores en los que él creyó me propusiese el trato de arrancarme un brazo por traerlo de nuevo a la vida, lo haría, y me quedaría con ello igualado a su autor, de quien se diría perdió el suyo no en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Felipe Segundo, de feliz memoria, sino dándolo por nosotros, por ti, por don Quijote, por Antonia y Quitería y por cuantos en el libro aparecemos, a la manera que de la costilla de Adán salió Eva.

– Siendo así, ya ardo en deseos de leerlo. Démelo vuesa merced, que la duquesa no querrá negarme tal favor. El elefante aún sigue postrado y según el malabar tiene unas fiebres que tardarán en pasarle una semana. Y si vos habéis tardado tres días en leerlo, ocho, digo yo, serán suficientes para que pueda hacerlo yo, que ya puedo considerarme en este oficio de lector casi oficial de tercera.

– Y aún te van a sobrar, porque has sido un buen aprendiz, Sancho, y más leyendo aquello que se dice de nosotros, porque en ese caso al entendimiento le nacen alas, que parece que el libro más que escrito, ha sido destilado, por cómo se bebe. Pero las advertencias que te hice la primera vez, en este caso vendrán dobladas. Mira que hallarás pasajes en los que averiguarás cosas que sería mejor que no las supieses, porque no añaden nada y pueden quitarte el reposo. Y ya sé que esto que voy a decirte seguramente te va a avivar la curiosidad, pero si me hicieras caso, con la primera parte te darías por contento. Habrás de leer cosas aquí que te hagan daño.

– Asi es, tengo ahora mucha más curiosidad que antes. Pero no se preocupe vuesa merced, porque estoy curado de espanto. Dadme el libro y yo iré donde la duquesa.

– Iré contigo, Sancho, porque no está bien que el libro le llegara por otras manos que aquellas en las que ella lo dejó.

Encontraron a la duquesa en el granero adonde había ido a llevar cierta golosina al elefante, que eran dos docenas de requesones, que a aquella mole convaleciente le hacían gemir de gratitud, de contento y de gusto.

– Y dime -dijo la duquesa en cuanto vio que el bachiller Carrasco le traía el libro- ¿habla de mí en él?

– Si habla.

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