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CAPITULO OCTAVO

Con el cuerpo de don Quijote no hubo ningún misterio ni caterva de encantadores que lo secuestrara ni nada parecido. Se lo habían llevado en andas el barbero y el mozo Juan Cebadón, entre los dos, tan poco pesaba, sobre el mismo jergón en el que había muerto, y lo dejaron en la iglesia.

No pudo evitar la elegía el académico barbero, mientras lo llevaban, cruzando la plaza.

– Pide a Dios, Juan Cebadón, que no se levante viento, porque si soplara como suele soplar en esta calle, arrancaría el cuerpo de tu amo de estas andas y se lo llevaría dando tumbos como seroja. No pesa lo que una avecica. Hay que ver en lo que nos convertimos, y todo, como quien dice, de la noche a la mañana. Nos lo va a aventar el aire, igual que la paja de las eras.

– Lleve vuestra merced mucha cuenta, señor barbero -le advirtió el mozo-.Y mire dónde pone los pies y vaya más avisado, que a punto ha estado el cuerpo de rodar a un lado, y no se nos ha caído de milagro.

El cura, que les vio llegar desde lo alto del campanario cruzando de lado a lado la vacía plaza, dejó de tocar las campanas, y les lanzó una voz:

– Vayan entrándolo en la sacristía, que yo bajo.

La iglesia era una gran mole de piedra roja, con un atrio porticado, un portal de filigrana y una torre de desmedida altura para la irrelevancia del lugar. Lo más notorio de aquella torre, aparte de las dos campanas fundidas en Toledo y que acababa de tocar el señor cura, era su reloj de sol, labrado en piedra berroqueña. Hacía un siglo que se había caído el estilo que marcaba las horas y hacía exactamente un siglo que no pasaba un solo día sin que alguno de los vecinos del lugar no recordase que alguien tendría que subir a la torre o descolgarse del campanario y reparar aquella falta.

La decisión de trasladar a don Quijote fue acertada, pues con el calor del día ya había empezado a oler algo, y no precisamente a ámbar.

– Poco ha tardado en cebarse la muerte en este pobre cuerpo -dijo el ama, tapándose la nariz disimuladamente con el mandil-, menos que en subir su alma al cielo, donde sin duda estará ya gozando de la gloria.

En cuanto Cebadón vino de avisar a Sancho, el ama lo envió a decirle al cura si podían llevarse el cuerpo a la iglesia, más fresca y apaciguada, y don Pedro ordenó:

– Tráiganlo, que como buen cristiano no querría estarse en ningún lugar mejor ni más santo que éste.

De ese modo quiso también el cura honrar a su amigo en aquel lugar sagrado, antesala apropiada para el otro mundo.

Antes de sacarlo de su casa, le vistieron entre el ama y maese Nicolás con el hábito de los frailes menores, y lo llevaron a la iglesia. Era la sacristía una habitación amplia, de tres altas bóvedas, que olía a una mezcla rara de setas y suero, cera e incienso, y en ella se hizo el modesto mortuorio. Por allí fue pasando, desgranándose después de mediodía y de oír las campanas, todo el pueblo, para ver al insigne hidalgo. Milagrosamente en aquella fresquera no había moscas, cosa sabida en toda la región, ya que las moscas jamás habían entrado en aquel templo por una especialísima intercesión de san Cristóbal con el Altísimo, y Quiteria no tuvo que ir a buscar de nuevo el fazoleto de randas que había guardado ya como una joya.

Se le había quedado a don Quijote un ojo medio cerrado, o fue que se le medio abrió, por el traqueteo del traslado, y por más que el barbero trató de bajarle el párpado, no lo consiguió. Parecía que el hidalgo dormía con un ojo y con el otro estaba avizor, sin que nada de lo que sucedía y se decía a su lado se le escapara.

Se acordó entonces la sobrina de que no habían advertido a Sansón Carrasco de aquel traslado del difunto, y envió a su criado Cebadón a casa del bachiller con el aviso, para que no se extrañase si llegaba allí y se encontraba la casa vacía.

Cuando Cebadón llegó a casa del bachiller, le dijeron que ya había salido. Mientras, Sansón Carrasco, cansado e inquieto por la espera, se había salido de la casa de don Quijote, sin saber muy bien dónde buscar.

Era ya la hora más calurosa de un día que amenazaba serlo también de todo el año. contra la lógica de las fechas y de estar en mitad del otoño.

Los pájaros raros que aún no habían emigrado debían de haber perecido, al igual que los perros y los animales, porque no se oía nada, ni un trino, ni un gorjeo, ni un ladrido, ni un baladro. Nada. Era un silencio sobrehumano. Como si el mundo no existiera, en verdad. Las piedras de la calle quemaban como puestas al fuego y no era posible dejarla vista en las paredes enjalbegadas de las casas sin dañarla. Hasta respirar aquel aire abrasivo producía fatiga.

No se veía un alma y el pueblo parecía abandonado. Lo atravesó Sansón Carrasco de un lado a otro. Todo parecía muerto, las casas cerradas, los cortiles vacíos, los pájaros fugitivos, los hombres idos, los talleres mudos, los hornos apagados, los molinos inmóviles, los perros sombras y las mujeres enterradas en lo más hondo y fresco de sus casas.

– Ay -se dijo lleno de inquietud el bachiller-. El pueblo está vacío, el ama y la sobrina voladas, el cura escondido y ya no se oyen las campanas, la casa del barbero, que acabo de ver, cerrada, y yo aquí, sin comprender nada, como debe de pasarles a los difuntos. ¿A quién voy a leerle mi soneto?

Llegó en esto el bachiller, de vuelta de su estéril borneo, a la iglesia. Le caía el sudor por la frente como fuente de doce caños, y unos de esos sudores le quemaban la cara, y otros se la helaban, sin que pudiese distinguir lo que era calor de lo que era miedo. Pero al fin, doblando el contrafuerte del templo, advirtió que había allí un burro que ronzaba unos cardos, con su albarda puesta y el cabestro recogido, única criatura viva de aquella hora, y reconoció con secreta alegría que era el rucio de Sancho Panza.

«Si aquí está el rucio -pensó más tranquilo el bachiller-, no debe de encontrarse lejos el amo.»

Confirmó sus barruntos el asno con un sostenido y majestuoso rebuzno. Quiteria, que pilotaba aquellas primeras horas con extremo tino, dispuso el gobierno a su modo.

– Mira, Sancho, tal como vienen las cosas, no vamos a poder retener con nosotros a don Quijote esta noche velándolo ni siquiera en la fresquera de la sacristía, porque se nos va deprisa, y será mejor enterrarle cuanto antes. Hay que avisar a Pedro Ángulo, que está trabajando en las bodegas del conde.

Se refería el ama a Pedro Ángulo, el enterrador, y a unas bodegas, llamadas del conde, propiedad del mismo conde del Palacio, que se encontraban en Quintanilla, a dos leguas y media de allí, y en las que estaba Pedro Ángulo trabajando ese día como bracero haciendo vino. En el pueblo se hubieran hallado desde luego peones que habrían podido abrir una fosa para enterrar a don Quijote, pero el sepulturero era Pedro Ángulo, el más pobre de aquel lugar, como solía serlo siempre el enterrador de los pueblos manchegos, y no querían quitarle de ganar su jornal ni el almud de trigo, la media hoja de tocino y la arroba de vino que según costumbre solían dar los labradores ricos, o sus deudos propiamente hablando, a quien les ponía la proa mirando a la eternidad.

Pedro Ángulo, como otros braceros, apuraba hasta el límite aquellos días de otoño cada vez más cortos, y era lo más probable que no volviese aquella noche.

– Eso voy a hacer -le confirmó Sancho al bachiller-, como si fuera el mismo don Quijote quien me lo ordenara, que mientras él esté sobre esta tierra, yo lo tengo por vivo, y sabiendo lo buen amo que fue conmigo, acataría yo sus órdenes incluso después de muerto si pudiera oírlas, mejor que las de ningún vivo, porque quien fue considerado y juicioso en vida, raramente podría serlo de muerto.

– Considerado desde luego lo fue siempre, pero juicioso, Sancho, no lo fue hasta hace una semana, cuando ya se moría.

– Le engañan, señor bachiller, todos sus latines y tantos libros. Ahora empiezo a ver que mostró don Quijote más juicio en su locura que muchos en sus bien adobadas razones, y no digo más porque m son estas cochuras para orear la palestra ni horas de ajustar opiniones, sino de ir a buscar a mi compadre Pedro Ángulo. Ahí se quede con Dios.

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