La muerte de don Quijote no afectó, como es natural, a todos de la misma manera.
Para el ama Quiteria fue un verdadero cataclismo. Después de aquellas primeras lágrimas, mientras abrazó a Antonia, no se volvió a verla llorar en todo el día, y de ello podría sacarse una impresión equivocada.
Era una mujer reservada y adusta. Vestía mitad de ama y criada, mitad de dueña, con camisa, vasquiña y delantal, y, aunque no tenía los años para ello, llevaba las tocas negras de las dueñas desde que don Quijote se salió la primera vez al campo de sus quimeras. Acaso por hacerse respetar de los criados, a falta de amo.
Ese día, después de que el bachiller pronunciase aquel elogio y cuando todo el mundo se marchó a su casa, aprovechó un momento para correr a buscar una vela.
La encendió, esperó un rato que se calentara la cera, y vertió con sumo cuidado una gota en cada párpado de don Quijote. Luego aguardó a que la cera se enfriara y desprendió con la uña de su dedo meñique aquellas dos lágrimas, que podrían haber sido suyas, y las envolvió en el pañizuelo, lo plegó con cuidado y lo escondió en la manga de la camisa. El éxito de aquella comprobación le hizo desistir de probar con el aceite hirviendo. Agitando e! mandil con las dos manos, ahuyentó las moscas que había dentro, y cuando no quedaba ni una, salió del mechinal y cerró la puerta.
Envió a continuación a Antonia al convento de Las Claras a pedir un hábito, pues sabía que ése había sido el deseo de don Quijote, ser enterrado con las mismas sargas terciarias que su padre, su abuelo y todos los hombres de la familia, y ella se quedó en la cocina terminando aquellos gazpachos que se habían quedado a medio hacer.
Estuvo allí un rato, y mientras guisaba, lloraba, y aunque trataba de evitar que las lágrimas cayeran dentro de la sartén, no siempre lo conseguía, y chisporroteaban sobre el aceite. Cuando terminó, dejó Quiteria las sartenes, y regresó al mechinal, cerró por dentro para que no entraran las moscas y allí donde antes había vertido dos gotas de cera, depositó ella dos besos, y se sentó a los pies de don Quijote, en un extremo del camastro, porque dentro no había ninguna silla.
Ah, si la hubiera visto alguien dejando aquellos dos besos tan amorosos e inopinados en la cabeza de don Quijote. ¿Qué hubieran dicho de aquellas confianzas?
– ¿Cómo se ha dejado morir vuesa merced? Y ahora, ¿qué será de mi vida?
Y siguió haciéndole al muerto otras mil preguntas, todas a media voz, no porque pensara que iba a respondérselas, sino como si quisiera dormirle, igual que cuando se sigue contando un cuento a un niño que hace ya un buen rato se ha hundido en el insondable mundo de la almohada y los sueños.
Y con sus manos gordas y sonrosadas y ardientes acariciaba las de don Quijote, aquel montoncito de palitos secos y fríos, que parecía que fuese a desbaratarlos.
En el tiempo en que el ama permaneció en la habitación, marchaban uno al lado del otro el bachiller y Antonia, él a su casa y ella a Las Claras.
Hablaban los dos de lo que había sido don Quijote, pero eran palabras que salían un poco solas.
En la esquina de la calle Ancha y la del Azucaque, frente al convento, se despidieron.
«¿Qué me ha dicho Sansón?», se preguntó Antonia cuando se vio sola, en el torno, mientras llamaba. «¿Nunca se va a fijar en mí? ¿Es que no se ha dado cuenta de que me he puesto la camisa de lino nueva? ¿Es que no notó él cuando me dio el besamanos que me apreté contra su pecho con más fuerza de lo usado y que me quedé mirándole a los ojos? ¿Por qué no me sostiene nunca la mirada, por qué cuando le miro se azora de ese modo? No le gustaré.»
– Ave María Purísima.
La voz que salió del torno era, a un tiempo, aniñada y aviejada, y lo mismo parecía invitar a la cháchara que atajar cualquier circunloquio.
Explicó Antonia tímidamente quién era y lo que quería. No se atrevió a decir que no importaba que fuese un hábito viejo, porque al fin y al cabo tanto daba que fuese nuevo o viejo, de sarga, de lanilla o de chamelote, porque iba a durar lo mismo en la tumba. Le pareció que algo tan juicioso no había de decirse por respeto, y se lo guardó.
– Es para mi tío, que ha muerto.
La monja preguntó: «¿Y quién es tu tío?», y cuando Antonia dijo; «Alonso Quijano», la monja se disculpó, porque, al ser forastera y llevar poco en ese convento, no lo conocía. Dijo: «Soy de Valladolid».
– Quizá le suene más por don Quijote -admitió la sobrina, a quien no gustaba referirse a su tío por ese nombre. En eso era igual que Quiteria. Su tío era Alonso Quijano, no un loco que se decía don Quijote, y llamarle por ese mote lo encontraba ella un escarnio para la familia. La sola idea de que la llamaran «la quijota» hubiera sido tan oprobioso como si la hubieran dicho «la jifera» o «la judía» o cualquier cosa
La monja admitió que por ese nombre tampoco le conocía, y con la mayor indiferencia, se fue a buscar el hábito o a pedirlo a quien pudiera dárselo
Se quedó sola Antonia en aquel zaguán vacío mirando el torno sobre el que había clavada, en la pared, una cruz" de palo. Pasaban los minutos y no llegaba nadie, y Antonia seguía pensando: "¿Nunca va a mirarme, nunca va a requebrarme como hacen otros? ¿Nunca se fijará en mí? No, no le gusto».
Oyó al fin al otro lado del muro unos pasos, y un cuchicheo. Alguien, acaso la tornera, explicaba a otra aquel negocio del hábito. Oyó también que esa otra monja le decía que el tal don Quijote era un loco y que ignoraba si era o no prudente darle aquella ropa santa. También oyó que la misma monja que parecía tan enterada le decía a su compañera que el loco tenía una sobrina con la que no se llevaba bien, una muchacha de genio muy vivo, como su tío, y oyó que la tornera, o quien fuese, le chistó y, apagando la voz, oyó Antonia que le decía: «No hable alto, vuestra maternidad, que me parece que me ha dicho que era la sobrina, y nos va a oír; está ahí fuera esperando. ¿Qué la digo?».
Al fin le entregaron un hábito, muy bien doblado y atado con el mismo cordón de la cintura, y se volvió Antonia a casa. Se decía: «¿Y esas monjas cómo sabrán sí mi tío y una servidora nos llevábamos así o asá? ¿Será verdad que me parezco a él? Entonces ¿por qué Sansón clv. amigo de mi tío y no quiere serlo mío?».
La mayor parte de las cosas que pasaron por la cabeza de Antonia estuvieron pensadas con atropello. Cuando llegó a casa, el ama Quiteria, que había vuelto a encerrar a don Quijote en su mechinal, le preguntó:
– ¿Cómo has tardado tanto?
Antonia no le contó nada de lo que había oído a través del torno, porque creía que al fin y al cabo don Quijote era su tío, y ella no era nada de Quiteria, y aquellas cosas debían quedarse en la familia. Sólo le dijo: «Fui hablando con el bachiller Sansón Carrasco», y le pareció que de esa manera decía mucho más de lo que en realidad quería o podía decir de los dos.
A propósito de Antonia es raro que Cide Hamete no descubriera nada de su belleza, cosa más extraña todavía en quien jamás solía pasar por alto esos detalles en las mujeres jóvenes y hermosas como la sobrina, que lo era en grado sumo.
Era más bien menudita y delgada, pese a lo cual le gustaba ponerse un cuerpo bajo, porque de ese modo sus camisas blancas realzaban un escote muy ponderado por las miradas de los hombres que pasaban por casa.
Tenía en el rostro tres lunares, uno sobre el labio, otro en la mejilla y otro en la sien, y sus labios finos y rosados se plegaban en un rictus de tristeza que humanizaban algo unos ojos de color miel, que podían hablar solos, si se lo proponían. Los ojos eran bellísimos desde luego, pero no lo serían tanto sin aquella boca que se desbordaba a menudo en ingenuas invitaciones y sonrisas, maliciosas e irresistibles, cuando no estaba enfadada por algo.
La gente decía, a sus espaldas, «¿y esta muchacha, siendo tan hermosa, por qué tendrá ese carácter, por qué parece que está siempre de tan mal humor? Eso va a ser la casa, con ese loco dentro, desquiciándolas todo el día».
Al contrario que a su tío, que había vestido de cualquier manera, siempre igual, en invierno con un balandrán que no se quitaba ni para comer, y en verano, con aquel jubón viejo, a Antonia le gustaba ir muy lavada y planchada, con la ropa limpia, que cuidaba con esmero, como un tesoro, lo mismo que las cintas de seda de color rosa, blanco, rojo, que se ponía en el pelo, que en ella era muy negro y undoso.
A menudo pensaba, mirando a su tío: «Yo no puedo ser nada suyo, yo me parezco a mi padre; no he sacado nada de mi madre ni de mi tío ni de la familia de mi madre.Yo soy de la de mi padre».
Lo extraño es que a pesar de esa belleza, se consideraba fea y poco agraciada, y su natural destemplanza y desasosiego le hacían tenerse por una mujer que se quedaría sola como ei ama Quiteria. «Si no soy de Sansón, no seré de nadie», se dijo ese día. también, al tiempo que se asustó de su propio discurrir: «Se ha muerto mi tío y yo no debiera estar pensando en estas cosas. No hoy, por lo menos». Pero apenas pudo tascar el freno de las desbocadas ensoñaciones que siguieron a los minutos que le acompañó d bachiller camino de Santa Clara. «¿Por qué no habrá sido primo mío Sansón? ¿Por qué no habría ido yo a vivir a su casa? Pediríamos una dispensa, y podríamos casarnos. Pero he tenido que venir a la casa de mi tío.»
Sansón Carrasco no era tan diferente a Antonia como creía ésta. Es posible que él no supiera mucho de asuntos de amor ni les dedicara demasiado tiempo. En aquel momento no podía pensar en otra cosa que en la muerte de su amigo. Le impresionaba la muerte. Pese a su juventud sabía que con don Quijote se había evaporado algo más que un hombre. Lo intuía oscuramente. Estaba muy afectado, de modo muy diferente a como podía estarlo Sancho, aunque en aquellos pocos meses le había tomado un gran cariño. Se dijo al dejar a Antonia a las puertas de las Claras: «¿Qué hubiera sucedido si don Quijote hubiese sido mi padre?». Esa pregunta no le llevó a pensar que habría sido primo de Antonia. Reconoció que se había llevado y entendido mejor con don Quijote en un año que con su padre en toda su vida. Don Quijote era todo lo contrario que su padre, y lo deploró el bachiller por Tomé Carrasco.
Su padre, al verle entrar en casa el día que murió don Quijote, después de haberse pasado la noche velándole, no pudo reprimir un gesto de fastidio y una frase hiriente. Claro que no sabia que había muerto, porque las campanas no empezaron a hablar sino a mediodía, y cuando él entró eran las nueve de la mañana.