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CAPÍTULO VIGÉSIMO CUARTO

Se fue Sancho a su casa alfabetizado, y esperó el bachiller Sansón Carrasco un buen rato en la suya, haciendo tiempo, en tanto se ponía a buscar el libro. No quería ir a hablar con el cura don Pedro, porque le avergonzaba confesarle que había dejado sus estudios de clérigo, y por lo mismo tampoco se había visto en todos aquellos días, después de venir de Sigüenza, con el barbero, pues con todo lo bromista y sazonado que era el bachiller para las fiestas ajenas, lo era apocado con sus asuntos, que no gustaba que salieran a plaza pública ni contarlos él a nadie.

Pero las circunstancias le llevaban a pedir consejo a sus dos amigos. En cierto modo le obligaba a ello el nombre de don Quijote.

La decisión de Sancho de leer aquel libro, manifestada por el escudero desde el primer día en que se puso a tomar lecciones, entrañaba no pocos riesgos. ¿Qué pensaría aquel pobre, ingenuo, inexperto, desavisado gañan leyendo ese libro y viéndose motejado en él de sandio, tragaldabas, gumia, porro, interesado, taimado, simple, bobo, sucio o cerril? ¿Qué diría cuando se topase con aquellos que sólo perseguían reírse y solazarse a costa de su simpleza y de su codicia o de su solercia para embaularse media docena de capones? ¿Cómo aceptaría que lo tratasen de glotón, perezoso y dormilón? ¿Qué desengaños no iban a amargarle el resto de su vida cuando viera que sus amigos del pueblo, a sus espaldas, lo tenían a veces por el hombre más simple del mundo? ¿Cómo explicarle que las cosas que se dicen a las espaldas de los amigos no siempre están dichas con ánimo de ofender y que no puede haber afrenta en lo que se ha dicho con reserva? Porque una cosa era la opinión que Cide Hamete podía tener del escudero, otra la que pudiera tener Cervantes y otra bien diferente la que Cide Hamete o Cervantes desvelaban de las que tenía el cura, el barbero y otros muchos del caballero y el escudero. ¿Cuántas decepciones, cuántas desilusiones y cuan tristes le esperaban a Sancho en el desvelamiento de tantos pensamientos ocultos, solapados o maliciosos?

Al principio, cuando Sancho le manifestó su deseo de aprender a leer para poder hacerlo algún día en el libro de sus aventuras, el bachiller dejó correr el tiempo, porque jamás pensó, sinceramente, que aquel hombre por muy agudo que fuese y con la buena memoria que tenia, seria capaz de donar la cartilla. Lo que no pensó él ni pudo creerse nadie es que el rústico Sancho leyese de corrido en menos de dos semanas.

– ¡No es posible! -exclamó el barbero, a quien Sansón Carrasco encontró en casa del cura mientras ordeñaba sus

– ¡Es un milagro! -dijo don Pedro.

– ¿Y cómo es que han andado vuesas mercedes con tanto secreto? -preguntó el cura sin apartar, goloso, la vista de aquel interminable hilo de miel que se iba destilando del panal a unjarro.

En breves palabras les puso al corriente el bachiller, y la angustia que le producía seguir adelante con aquella idea descabellada de entregarle a Sancho el libro, y les relató toda la conversación habida con el escudero.

– Señores, esto hay -concluyó el bachiller con el fuelle agitado.

– Sabrá, en efecto -intervino el licenciado don Pedro-, que no fuimos ajenos a algunas de las bromas, pero advertirá que no había en nuestro corazón deseos de mofarnos de él o menosprecio. Advertirá que aquellas burlas que hicimos sazonaban el propósito de restituir a su casa a su amo, con los suyos, y quitarle a don Quijote de su locura, y a él de querer servir a un loco, más que estorbarle su jornal.

– No podemos hacer nada-admitió un desolado maese Nicolás, a quien como buen académico preocupaba la armonía del mundo y entenderse con todos-. ¿Se amostazará, dejará de hablarnos? Sancho tiene buenas hechuras, y en cuanto pase el tiempo se le olvidará. Aunque no estaría de más que vuesa merced, señor bachiller, fuese preparándole el terreno y advirtiéndole y enseñándole que una cosa es lo que se pone en los libros y otra muy diferente la realidad y la vida, y que en los libros se toman los historiadores licencias que no se corresponden punto por punto con las cosas que hemos vivido, y que eso las personas que tienen el hábito de leer lo saben y no les importa encontrárselas descomunadas y descomunales, porque ellos las vuelven con su buen juicio a las proporciones humanas; y aunque leamos en autores divinos como Hornero que Diomedes partía de un solo tajo el cuerpo de sus enemigos, o que Aquiles se ventilaba en un santiamén veinticinco troyanos a los que ensartaba con su lanza como si fuesen magras, sabemos que ésas son licencias para darnos a entender su extremo valor y la inconmensurable fuerza de su brazo. Y así habrá de sopesar Sancho, cuando leyere su historia, en su justo término lo que fueron los hechos y lo que puso el autor, para salpimentarlos, con las especias que le dan sabor, pero que no añaden un átomo de sustancia ni alimento a las presas, a saber, la hipérbole, el retruécano, la metáfora y todas las que podríamos considerar las alcamonías de la gramática, porque a menudo, sin ese arte coquinario, la realidad no se puede tragar.

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