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CAPITULO DUODÉCIMO

¿Por qué había tenido don Quijote que dejar aquella cláusula? ¡Qué viejo extravagante! ¿Por qué quería hacerle pagar a ella sus pecados librescos? ¡Qué ganas de seguir disponiendo las cosas desde la otra vida! Desde luego entre Sansón y todo lo que le dejaba su tío, si tuviera que escoger, ella no lo dudaría, y que el demonio se llevase la casa, los pegujales, los viñedos, el ganado. ¡Maldito loco!

Antonia estaba deseando que se terminara aquella larga jornada y que se fuese todo el mundo a sus casas, pero antes tenía que cumplir con la tradición y ofrecer aquel convite a los más íntimos. Lo habían estado preparando durante todo el día Quiteria y ella, personalmente en su cocina, y otras cosas, como los dulces, los trajeron de Santa Águeda, y los asados los mandaron a Justina, la hornera, que tenía su horno a la vuelta de la calle.

Al final, entre unos y otros, entre invitados y los que se invitaron por su cuenta y a los que nadie se atrevió a decir, «¿y tú por qué te quedas?», se reunieron lo menos veinte personas.

De algunas se ha hablado ya, pero de otras no tanto.

Se encontraban presentes el escribano señor De Mal. Sancho, el muchacho de Sancho, que acompañó a su padre, el bachiller, el barbero y el cura, y otros cuantos de los que apenas se sabe nada, como por ejemplo Bartolomé de Castro, que había sido alférez en los tercios, al mando del famoso capitán José de Velasco. El alférez que decía siempre aquello de «yo no me quejo; me lastimo», refiriéndose a su pobreza y a verse lampando después de haber peleado por el Rey en más de cuarenta batallas. Este Castro había tenido mucho que ver en la locura de don Quijote. Fue él quien primero le calentó los cascos. Le relataba, fantaseándolas a gusto, toda clase de aventuras militares y campañas de Italia y Flandes, y luego le decía: «No sé cómo vuesa merced, que podría dotarse como corresponde a un caballero y buscarse cartas, no se va a la milicia como capitán»; o Marcelo García Menores, herrero que herró por última vez a Rocinante, y que sólo por ese viático algún día entrará en la nómina de los inmortales; y Mateo Halcón, sastre, que le avió a don Quijote en una noche dos ropillas, un jubón y unas calzas, prendas de las que no cobró la hechura ni el hilo, por parecerle de mal cristiano favorecerse de la locura de un vecino, y que fueron ropas con las que Sancho hizo maleta; y Valeriano de la Flor, boticario, a quien don Quijote encargó la preparación del famoso y genuino bálsamo de Fierabrás, milagroso específico y panacea de todos los males, con el objeto de llevarlo consigo en la tercera salida (boticario que, compadecido de la locura de su amigo, le dio únicamente un suero catolicón hecho con hidromiel, y muy aguado, engaño que descubrió don Quijote, pese a lo cual no dijo éste nada ni habló nunca mal de don Valeriano, limitándose a verter ese mejunje detrás de la puerta del corral, en cuanto llegó a su casa, para evitar usurpaciones infamantes, con el propósito de hacérselo él mismo en la primera ocasión que pudiera); y Albino Casariego, cautivo cinco años en Argel. Este llevaba hablando desde su liberación, hacía más de veinte, de armar una gran flota que liberase a todos los cautivos cristianos que allí quedaron, en la cual quería enrolarse, cómo no, el mismo don Quijote, y así hasta juntarse en casa del hidalgo veinte personas o más.

Las asistían a todas Quiteria y Antonia, a las que se sumaron Teresa Panza y la hija de ésta, Teresica, que ayudaban.

Con la impresión del cementerio estaban al principio todos un poco apagados, pero en cuanto empezó a circular el vino y la mistela, la ratafía y la aloja, el aguardiente de anís y el orujo, aquello fue animándose y las conversaciones se avivaron. Todas versaban sobre el difunto, y los mismos a los que don Quijote traía a mal traer cuando vivía con sus locuras, lo echaban de menos cuando ya no podía cometerlas.

Lo recordaban cuando se llamaba Alonso Quijano y se hubiera asegurado que aquello era un torneo para dilucidar quién lo había tratado de antes o con mayor intimidad, pues todos de una u otra manera empezaban a sentirse orgullosos de haber sido amigos suyos.

La alegría y la locuacidad se apoderaron de la reunión, pero contrastaban con el aire sombrío y taciturno de Sancho, quien, pese a su sobriedad de los últimos días, dio en beber con probado ofuscamiento y la mirada perdida en las migas de la mesa.

El bachiller Carrasco, que estaba sentado a su lado, lo advirtió.

– Sancho, ¿estás bien?

– ¿Habría de estarlo? Se nos ha muerto algo más que un amo o un amigo. En poco más de un año se nos ha ido el siglo mismo, y acaso ha llegado él loco más lejos en ese tiempo, que logremos nosotros llegar cuerdos en lo que nos queda de vida. ¿Es para estar bien?

El calor hacía tener las ventanas abiertas. La animación de aquel cabildo trascendió, y algunos vecinos más se animaron a sumarse a ella. Hubo necesidad de ir a pedir sillas a dos o tres casas, que Cebadón trajo presto.

El cielo, cargado, anunciaba tormenta, pero no acababa de romper por ninguna parte, y el aire erizaba el pelo de los gatos y perros que se daban el festín entre los pies de los presentes comiéndose lo que se caía de los platos.

– Ea, señores -dijo el ama Quiteria poniendo una fuente de humeantes viandas, como para dar de comer a un regimiento-. Sírvanse vuestras mercedes y que nadie quede con hambre. Que no se diga que en el entierro de mi señor Quijano se acordaron de él más por su tacañería que por su liberalidad. Coman, y que les aproveche.

Se personaron, como en una ordenada comedia, por turno o en tropel, una olla cuyo caldo habían espesado tres gallinas canónicas y doce pichones; media docena de uñas de vaca y la lengua de esta misma vaca, que habló mucho y bien en aquella hora tristísima de su buena disposición,}' medio carnero que no se quedó atrás en hacer el ditirambo del difunto, y un cabrito lechal que puso ojos de mucha tristeza, más dolido también por la muerte de don Quijote que por la suya, tres conejos en pebre y cinco francolines en conserva, una fuente de tajadas truchuelas y una orza de adobadas longanizas sin contar todas las frutas de sartén que vinieron a los postres nadando en miel y otros menudos pasteles. La comida y el vino soltaron las lenguas y ayudaron a disipar la tristeza de haber enterrado un hombre tan irrepetible como don Quijote, y al rato, muy animados, ya hablaban todos, y a voces, de las famosas hazañas del muerto. Algunos se las habían oído referir al mismo don Quijote, otros a su escudero, otros las habían leído en el libro de Cervantes, y otras, en fin, las habían protagonizado algunos de los convidados.

– Y cierto es que ninguno de los presentes en aquellas aventaras hubiera podido recogerlas mejor ateniéndose a la verdad, de donde se sigue que en la vida tanto como vivirla está el saber contarla, y felices quienes conocieron la edad de oro, pero más felices aún cuyos nombres fueron sacados de ella y puestos en el mármol de la página de un libro para ejemplo y suspiro de quienes fuesen a vivir en la de hierro, y 51 como don Quijote tuvo su Cide Hamete, daría yo mi hacienda por tener un Amed Marfucio cualquiera que mostrara el florido pensil de mis cuidados.

El académico maese Nicolás, que estaba ya achispado con el vino y amábala retórica, pronunció estas palabras de pie, levantando su jarro de vino, y rizó el rizo, como suele decirse, y añadió de su coleto que no sólo era así, sino que a la mayor parte de las vidas les bastaría con alguien que las metiera en una crónica para no tener que vivirse.

– Y si yo contara -añadió- con la suerte de tener para mí un historiador escrupuloso como Cide Hamete o uno tan clemente como Cervantes, les daría carta blanca para que hiciesen y dijesen de mi vida lo que quisieran, no menoscabando la honra, porque en el haberlo dicho bien estaría ya la verdad que uno, como académico, ha buscado siempre. Y no sería yo quien fuese a sacarles mentirosos. ¿Que decían que yo era un gigante como García de Paredes y más hermoso que Apolo, siendo como soy mantecoso y deslucido? Bueno estaría. ¿Que mi porte era marcial? Bien también. ¿O ruin y estevado? Allá penas.;O que fui amamantado por una loba en el monte Aquilón? Bueno también. ¿O que yo le enseñé a Alonso Quijano a cazar pájaros con liga, como es cierto? Mejor que mejor… Señores, brindemos por don Quijote, que nos ha hecho a todos famosos, pues no hay hombre sin nombre ni nombre sin renombre. ¿No crees Sancho, tú que sabes de refranes?

A Sancho le había dado llorona y no hacía más que suspirar, hipando, entre gemidicos y lloramicos:

– ¿Famosos? ¿Y a quién le importa eso ahora? Un hombre son sus obras, y de nada sirven los libros, si no están sustentados en una verdad. ¿Quién nos dice que no seamos todos nosotros en ese libro como papel mojado?

Nadie hizo caso a Sancho Panza, porque no querían que les aguara la fiesta y porque empezaban a darse cuenta de que Sancho sin don Quijote decía muchas menos cosas graciosas que cuando estaba con él.

Se contaron una y diez veces cien sucesos referidos al recién finado caballero, y cada cual añadía a cada una de ellas matices y nuevos pelos, vistiéndolas y adornándolas hasta la exageración.

Volvieron a referirse los episodios antiguos de los molinos de viento contra los que arremetió don Quijote creyendo que eran gigantes, o el de los carneros que don Quijote tomó por los ejércitos de Alifanfarón, o el de los leones que venían regalados al rey por el general de Oran y que él quiso liberar, y otros nuevos y recientes sucesos, como el de h cueva de Montesinos o el de la ínsula Barataria, este último del que se enteró todo el pueblo, porque lo pregonó la venida del servidor de los duques que trajo a Teresa Panza la sarta de corales y el ruego de que le enviase una arroba de bellotas.

Corría el vino por la mesa y los comensales levantaban sus jarros y tazones, y dirigiéndose a Sancho, le preguntaban joviales:

– ;Y para cuándo emperador, Sancho?

Y el antiguo escudero sonreía un poco bobaliconamente, por no parecer descortés, y acertaba a decir sin saber muy bien lo que decía:

– ¿Y eso a quién le importa ahora?

Y si en la historia era un molino el que le había volteado a don Quijote, allí se dijo, y todos hicieron como que lo creían, que se lo habían pasado de aspa en aspa lo menos veinte molinos, puestos en la cuerda de un teso, peloteado de uno a otro como si el hidalgo fuese un muñeco de trapo. Y si a Sancho le habían manteado, se exageró tanto el lance que parecía que, de tan alto como había subido, pudo tocarle las cuernos a la luna, lo cual contribuyó a que al propio Sancho se le olvidase por un momento toda la tristeza en que le había sumido la muerte de su amo, y él mismo se animó a relatarles a sus vecinos algunos de los curiosos lances de cuando fue gobernador, como cuando tuvo que juzgar el caso de aquella mujer que variaba en la cama a su marido con un vecino, a cambio de las vacas de éste, o el caso más agudo de aquel que quería saber si mentía o decía verdad cuando decía que mentía.

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