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CAPÍTULO TRIGÉSIMO

Para desesperación de su mujer, Sancho había decidido meditar reposadamente, y se pasaba todo el día en casa, solazado, como ella decía, y allí se lo encontró el criado de Sansón Carrasco, sentado en el patio, trenzando, para entretener sus ocios, un cesto de mimbre.

No era precisamente una mujer paciente Teresa Panza, y tampoco se ahorraba los comentarios acuciantes e intempestivos, si pasaba a su lado.

– No es bueno, te lo tengo dicho mil veces, marido mío, que te pases el día mirando las sapas verdes, o maquinando en la mollera, porque no hay cosa peor que la de pensar a secas, sin otra salsa. Para qué queremos mas cestos. Llevas hechos más de treinta. ¿Serás cestero ahora? ¿Dónde los venderás, quién va a querer comprártelos, te sumarás a una tribu de gitanos y los mercarás por esos pueblos de Dios? Y no me digas cómo, pero he oído decir que en las casas que recogen a los frenéticos suele haber dos clases de orates, los que se pasan el día gritando como desaforados, y los que, como tú, clavan la vista en el suelo, y no la levantan en todo el día, como los bueyes mansos, y por más que les pregunten, no responden nada, como tú, que no parece sino que los locos son todos los demás y no ellos. Ay, que terminarás tú como don Quijote, que mala sombra se lo haya llevado.

– Calla, perra, y no muerdas la mano que te ha dado tu regojo. Y yo todavía sé hablar, incluso a ti. No consiento que nadie hable mal en mi presencia de quien fue la florinata de la caballería andante y por quien comes el pan que ahora comes. Y si es cierto que yo, que fui quien mejor lo conoció, certifico los puntos de su locura, también puedo asegurar que nadie como él supo dar consejos al que los necesitaba, y tantas y tan buenas cosas salieron de sus labios, como inmejorables ideas de su magín. Y así te digo que vendrán tiempos que lo conozcan en los altares, y me parece que antes de que cunda la especie, hay que atajar la que lo presenta como alguien rematadamente loco. Pudo estarlo, no digo que no, en un principio. Pero yo he sido testigo de cómo cada día que pasaba decía más y más cosas juiciosas, y no recobró la cordura de repente, como ahora creen todos, sino que eso ya se había empezado a producir de antes, porque nada de lo que sucede, se improvisa, todo viene de lejos, y eso lo sabíamos mejor quienes más lo tratarnos: que si no se le tocaban los asuntos de la caballería, nadie hubiera podido negar que tenía enfrente a uno de los más cabales hombres de este siglo. Y en lo de su locura no fue diferente de todos los hombres, incluido el papa y el rey, que si se buscara en las entretelas de sus cabezas no sería difícil encontrarle a cada cual su propia locura, tan subida, si no más, que la de don Quijote. Y le bastaba su conciencia para obrar, y a ella sola se atenía, y socorriendo al necesitado, a la viuda, al viejo o al niño, no se equivocaba nunca, porque nadie se equivoca ayudando al débil, al pobre, al menesteroso. No hay más santidad que la de la voluntad, y él quiso, e hizo el bien. Pudo querer y quiso poder.

– Jesús, Sancho -dijo bajando la voz Teresa, alarmadísima por lo que acababa de oír-. Que no sólo te llevarán por loco, sino que puede que te reconcilien o, peor, que te quemen por hereje y blasfemo, y seguramente llevas razón diciendo que don Quijote se fue quitando de loco poco a poco, de la misma manera que te vas tú quitando de cuerdo.

– No hay sino que saber de lo que se habla -replicó Sancho-, y tú, no siendo mala, eres una mujer ignorante, y a estas alturas he vivido y visto tanto como para saber que sazonados en su punto, hay muy pocos. ¿Empezamos? Cierto que yo, queriendo ser gobernador, fui el más loco de todos. Pero ¿y tú?;No llegaste a verte vestida con ricas saboyanas, no te imaginaste con coche propio, no soñaste con llamar a duques y reyes, eh, primos, venid acá a dar cuenta de estas gallinejas? ¿No habías encontrado ya para Teresa un marido entre los príncipes de la tierra, no corrían por los ríos de tu imaginación el oro y la plata, no se espumaban cales torrentes con mil sartas de perlas? ¿Y no fueron locos Sanchico y Teresa, creyendo las tonterías de su padre y dejándose remejer por las fantasías de su madre?;Quieres que siga, fuera de esta casa?

Se echó a llorar la mujer y éste fue el momento justo en que el criado de Sansón Carrasco llamó a la puerta, buscando al escudero. Se secó Teresa Panza las lágrimas de forma apresurada con el vuelo de un refajo, le abrió la puerta y salió con disimulo al huertecillo que tenían detrás de la casa.

No le hizo esperar Sancho, y se fue con el mancebo a donde el bachiller. Se lo encontró vestido con su ropa de recibir, una pluma en la mano y los ojos en las negras vigas del techo, de donde parecía cosechar, una a una, las palabras que estaba escribiendo, como racimos de una parra.

A diferencia de la mesa de don Quijote, que muchas veces había visto Sancho, le admiraba a éste la de Sansón, tan ordenada.. El bachiller escribía. Tenía el libro rescatado del sobrado al lado. Hizo que el mismo criado que lo había acompañado hasta allí, le trajera una silla, e hizo sentar al antiguo escudero.

– Has de saber, Sancho -empezó diciéndole Sansón-, que acabo de concebir la idea de una gran obra. Voy a ir poniendo en este papel una historia que será el pasmo de todos, y que trata de las aventuras que pasa un caballero emboscado. y su escudero, celebrando nínfas, persiguiendo náyades, sobornando musas por montes, campos y ríos, en tanto el caballero cumple cierto juramento de sujetarse en la vida rústica hasta no volver a la caballeresca.

– ¿Ese no era el oficio que me tenía reservado don Quijote, durante un año, que fue lo que le prometió al caballero de la Blanca Luna?

Así como Sancho había llegado a descubrir que el Caballero de los Espejos era el mismo Sansón Carrasco, hasta la fecha no podía ni sospechar que el de la Blanca Luna, que había derrotado a su señor en las playas de Barcelona, fuera también su donoso amigo, que movido a compasión por la locura y sandez de don Quijote y creyendo que su salud estaba en su reposo, había ido a encontrarle tan lejos de su casa.

– Tuviste al caballero de la Blanca Luna, Sancho, y tú sabrás mejor que nadie si ese caballero de la Blanca Luna rindió a don Quijote y las capitulaciones que le impuso en la derrota.

– Vaya si lo vi, tan bien como le estoy viendo a vuesa merced, si no fuese porque era dos veces más alto, y mucho más fuerte y su rostro resplandecía como me decía don Quijote que les pasaba a los héroes de Troya.

– Le viste entonces el rostro…

– No, porque llevaba la celada echada, y no suele ser uso que el caballero que luchó cubierto quiera, si salió vencedor, descubrirse, pero era tal el resplandor que de debajo de su celada salía, que parecía que se custodiara allí una antorcha de llama viva. Y después de vencerle habló como un verdadero caballero andante…

– Luego tú crees en caballeros andantes, Sancho.

– A medias. Dos he visto luchar con don Quijote. Dos y medio. A uno le venció él, y él quedó vencido por otro. Y el medio, fue aquel vizcaíno que debía de ser caballero, pero no andante. El primero, demasiado sabe vuesa merced quién fue, y no hay más que preguntar a mi compadre Tomé Cecial, que os sirvió de escudero. Del segundo nada digo, porque se presentó sin palafrén ni ayuda.

– ¿Y te pareció loco también ese de la Blanca Luna como lo estaba nuestro don Quijote?

– Si lo estaba se mostró en la victoria enteramente cuerdo, y compasivo y nada jactancioso, habiendo podido extremar su rigor con las armas y ensañarse con la palabra. Sólo le pidió a mi amo que durante un año se recogiese, prohibiéndole que pusiera las manos sobre las armas. Y fue entonces cuando se le ocurrió a don Quijote que parar acortar ese tiempo, que tanto le apenumbraba y le llenaba de ansiedad, podíamos dedicarnos a la vida pastoril, como él y yo oí contamos en cuanto llegamos al pueblo.

– Así es, y asi es como se me ha ocurrido la idea. Escribiré nuestras aventuras en esos campos, en las riberas amenas de los ríos, en los sotos umbríos, en pos de zagalas de hermosura impar de las que nos enamoraremos y a las que yo haré cantar como los ángeles, mientras pongo en boca de todos nosotros versos que habrán de hermanarse a los del divino Garcilaso. Y de ese modo ya que la muerte nos hurtó a don Quijote, privándonos al mismo tiempo de verle cuerdo, le haremos gozar de aventuras que entretendrán sus melancolías allá donde se encuentre.

– ;Y no es eso un disparate, señor bachiller? ¿No creéis que allá donde esté don Quijote las que menos le irán a preocupar serán las cosas que aquí hagamos, tanto si goza de la gloria del cielo, por gozarla mejor, como si espera en el purgatorio el día de dejarlo? ¿No le vendrían más al pelo misas y responsos que versicos, por buenos que le salgan?

– No lo creas. Míralo como una licencia poética. Como cuando, comiéndonos una empanada, nos acordamos de un difunto y decimos: y qué bien se comería ahora Fulano esta empanada, si la catara. Yo creo que cuando al fin salgan a la luz todas esas aventuras bucólicas, no te quepa la menor duda de que harán suspirar a don Quijote por esta vida, que si la otra es buena, alcanzada, la nuestra, si se sabe vivir, es como la misma gloria, y yo te diría incluso que no quiero más eternidad que una hecha de estas mismas cosas, con todas nuestras cuitas y afanes, sólo que sin dolor ni muerte. Y pudiendo gozar de amigos y hermanos y padres en esta vida, ¡cómo no será el gozarlos eternamente en la otra, a mesa y manteles puestos? ¡Y si aquí nos alivia una tarde calurosa de verano la tépida brisa, ¡cómo no será esa brisa allá en el cielo!

– ¿Y para eso me habéis mandado llamar? ¿Para decirme que en el cielo nos han de convidar a todas horas a comer empanada o para concertarse conmigo en el jornal? Eso lo vería yo muy bien. Y muy buena cosa sería el irme con vuesa merced de pastor como me fui de escudero con don Quijote. Ya conozco la vida de escudero de caballero andante, y de ella no se sacan más que palos, burlas, hambres, calores y sobresaltos. De pastores no sería más que estarse todo el santo día en junta de rabadanes, tañendo el rabel, requebrando a nuestras ninfas y náyades y oveja va oveja viene del redil a la cazuela, y de la cazuela al baúl de nuestras personas.

– No hablo de eso, Sancho, sino de una entelequia. No me entiendes. Todo sucederá en un libro, sin que tengamos que sufrir las lluvias y los rigores del sol, sin padecer hambres, sin sentir dolor, y sin salir de nuestras casas. No habrá ollas de carnero ni de vaca. Bastará la imaginación para transportarnos allí donde quisiera el autor, o tú incluso. ¿Que no te gusta la ninfa que te asigno? No tendrás más que decirme: «Mire vuesa merced cambiármela», y yo la pondré a tu gusto, alta, baja, jaquetona o escuálida, con los cabellos como el sol o las ojeras agarenas de la noche. Y si otros han podido ser los historiadores de vuestras hazañas reales por las tierras manchegas, yo voy a serlo de estas otras aventuras pastoriles imaginadas, honestas y sin peligro para la hacienda ni la cabeza de nadie.

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