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CAPITULO QUINTO

El mechinal donde murió don Quijote no fue propiamente su aposento, sino otro de la parte baja al que le trasladaron para que no sufriera aquellos calores tan desusados. El cuartito se había llenado de moscas otoñales que zumbaban enloquecidas y pegajosas, sin resignarse a morir. Se le posaban en los labios entreabiertos, en los párpados, le recorrían el cuello, y en eso se veía que estaba bien muerto, porque lo sufría todo sin mover una pestaña. De todos modos no fue suficiente para el ama, que espiaba a su amo por el rabillo del ojo y esperaba quedarse a solas con él para verter, cuando nadie la viera, cera caliente en sus párpados y unas gotas de aceite hirviente por el oído.

La expresión que el hidalgo había tenido en vida, de combate interior, el cejo fruncido, el rictus melancólico de la boca, así como la mala color del rostro, un tanto olivácea, habían desaparecido, y su semblante sugería una inconmensurable paz, al fin alcanzada, de magnífica estatua de alabastro.

El ama Quiteria corrió a buscar un pañizuelo orlado de randas, más tenue que el humo, lo perfumó con unas gotas de algalia, y-cubrió con él el rostro de su amo, que quedó a resguardo de las moscas y no oculto, sino velado, proporcionándole aún mayor serenidad.

Se diría que todos sabían lo que tenían que hacer, y en un momento quedó armada una escena como si fuese la de un retablo.

A los diez minutos se presentó el médico. El de toda la vida, el que supuso que todo aquello estaba motivado en parte por comer lechuga, no el de ideas novedosas que había dicho lo del culantro verde. Era un hombre de unos setenta años, alto, de rostro cetrino y ojos pequeños, sagaces y algo erráticos. Traía ropa de levantar negra por donde asomaba el cuello no demasiado limpio de la valoncilla. Parecía llegar con prisa, anunciando sin duda que no se quedaría allí más que los minutos precisos. Al saludarlo todos le llamaban don Frutos.

A diferencia del aposento habitual en el que siempre había dormido don Quijote, y antes que él don Bernardo Quijano y justa de Arce, padres de don Quijote, y aun antes que éstos sus abuelos y tatarabuelos, a diferencia de aquél tan ancho y despejado, aquella improvisada enfermería era angosta y algo tenebrosa, y apenas cabían en ella tres personas, de modo que cuando llegó don Frutos, tuvieron que salir dos para que el galeno pudiera acercarse al lecho donde las formas del difunto sobresalían del fazoleto de randas. Ni siquiera le tomó el pulso. Se limitó a preguntar cómo y cuándo había ocurrido todo, y aunque no era propiamente un amigo de don Quijote, a pesar de conocerlo de toda la vida, parecía sincero queriendo averiguar esos pequeños e insignificantes detalles.

Era una persona seria, que detestaba las novelas y sólo leía tratados de medicina, sobre todo el Díoscórides y al doctor Laguna. Cuando don Quijote cayó enfermo después de volver de Barcelona, les dijo: «Déjenme morir en paz, no quiero ver ningún médico,y menos que a ninguno a don Frutos».

Entonces el ama hizo venir al joven, que se llamaba don Servando, que salió con aquello del culantro verde. El ama hizo en ese momento propósito de no volver a llamarlo en la vida, y ordenó que avisaran a don Frutos.

Para entonces don Quijote estaba ya tan mal que cuando vio aparecer a don Frutos no dijo nada, se dejó reconocer y ni siquiera se molestó en preguntarle qué tenía.

– ¿Cataléptico?

Don Frutos no era un hombre sutil, y tranquilizó al ama con irrevocables palabras, molesto de hablar con una ignorante:

– Créeme, Quiteria, éste no resucita hasta el día del Juicio.

Maese Nicolás, animado por la presencia de su rival, se decidió a cruzarle al muerto las manos sobre el pecho, subrayando de ese modo ya que no su jurisdicción sobre los enfermos del pueblo, sí al menos sobre las manos de su amigo.

Las manos de don Quijote no eran ya más que un montoncito de palos secos, largos y descarnados, con las uñas no demasiado coreas ni limpias, aunque manos desde luego delicadas y finas, de persona decente que jamás las había puesto en cosa que no fuese la espada, la escopeta o los libros. También en esas manos husmeaban las moscas, que Quiteria espantaba con una pluma de ganso, la misma con la que don Quijote había escrito tantos versos, la misma de la que se sirvió para poner su rúbrica a las disposiciones testamentarias que redactó el señor De Mal.

Parece que ésas fueron las últimas palabras del hidalgo: «No me dé vuesa merced su pluma, porque no me hallo con ella. Quiteria, vete a mi oficina y tráeme de allí la mía, acaso peor cortada pero hecha a mis silenciosas melarquías, y me conoce, y es mandible». Esta manera de hablar tan gótica y solemne que tenía cuando se volvió loco, fue la que hizo dudar a algunos momentáneamente de la veracidad de su cordura.

Después, don Quijote no dijo nada, y estuvo dos días muriéndose. Así que Quiteria estaba secretamente conmovida de que el último nombre que pronunció don Quijote hubiera sido precisamente el suyo. Y se quedó la pluma como reliquia.

Terminó el médico de preguntar, el cura desmigó los latines de un responso en un susurro, y al acabar el responso, salió don Frutos y entró Sancho, que cayó de rodillas. Se hubiera dicho que aquella muerte le había aniquilado. Nadie tenía la menor noción de lo que ocurría en el alma de aquel ganapán, pues él, tan hablador, no despegaba los labios. A continuación salió el barbero y pasó el bachiller, y su corazón de poeta quedó impresionado por el espectáculo de la muerte, y no apartaba los ojos de quien hasta hacía unos días había entretenido sus prolongados ocios en aquel pueblo con algo que no habían sido rezos, sino libros y cosas de la fantasía, de las que el bachiller gozaba también como el que más.

Y si maese Nicolás sintió secretamente que quizá hubiera podido remediar aquella muerte, de haber sangrado al enfermo a tiempo, algo parecido sintió también el bachiller Sansón Carrasco en lo más íntimo, y se le encapotó el ánimo por haber vencido a don Quijote en la playa de Barcelona y haberle impuesto aquella cláusula tan rigurosa de recogerse en el pueblo durante un año, prohibiéndole las aventuras, que se había demostrado funesta. Se preguntaba: «¿Qué derecho tenemos a apartar a nadie de la vida que quiera llevar, si en ella es feliz, y no haciendo daño al prójimo? ¿A quién dañaba don Quijote? ¿No fue más feliz don Quijote en estos últimos meses de locura que en todos los años de su cordura? Quizá hiciera mal venciéndole…».

Su pesar, en cambio, no le impidió que allí, cuando todos parecían elevar al cielo una oración por el eterno descanso del alma de don Quijote, pronunciase el primer encomio fúnebre del caballero.

Los que cuchicheaban en la puerta, el barbero, el médico, el escribano, el ama y la sobrina, así como Cebadón el mozo, venido ya de sus recados, y algunos vecinos que se habían enterado de la muerte y habían pasado a soltar los pésames, guardaron silencio, y se dispusieron a oír a Sansón Carrasco, que tenía ya mucha fama en el pueblo de ser un hombre elocuente.

– Pobre don Quijote -dijo con la voz arrugada por la emoción, y abrochándose la sotanilla de chamelote-, te ha llegado la muerte en mala hora, si no es que la muerte nunca suele llegar en buena, como decía esta noche nuestro buen Sancho Panza. Cuando más prometía tu jornada, más sin piedad te han segado la vida, cuanto más larga la necesitábamos todos, más corta han dispuesto los cielos que fuese. Y si como don Quijote has dejado prueba de hazañas famosísimas, como mayoral bucólico tus vagidos de enamorado habrían preñado los aires y las nubes, aunque ninguna fama que dejaras como loco se comparará a la que dejas, entre nosotros, como Alonso Quijano el Bueno, que a bueno nadie se te igualó. Y te llamaste el Bueno, pero podríamos llamarte el Cuerdo, y a ello contribuimos tus amigos, que ahora, sin embargo, enloquecemos de dolor. Viéndote así, ruines las carnes y el cuero amarillo, los ojos abismados en las sombras del más allá y la nariz afilada y vidriosas las pupilas, con la barbas huecas y deshiladas sobre el pecho hundido, muerto y bien muerto, podríamos decir que te has consumido como un gorrión, tan dócil te mostraste para seguir tu estrella. Pero sabemos que fuiste hidalgo como un gavilán. No hay entre las aves ninguna de mayor hidalguía, y todos hemos visto cómo en las noches frías de invierno, a la puesta de sol, prende esta ave un pajarillo que se lleva consigo ala dormida, abrigándose con él el pecho, para soltarlo libre a la mañana siguiente, sin lesión ninguna, y como gerifalte mostraste gran corazón y ánimo, e igual que él te pegaste con cualquier ave, quiero decir, gigante, follón, encantador o endriago, por valiente y descomunal que te pareciera, aunque hubieras de morir en la disputa, y así tú nunca miraste, como el mismo gavilán, si con quien peleabas era más que tú en fuerza, en hacienda o en cuna, sino sólo si lo era menos en razón; y por ponerla en su justo punto, te ves así ahora, vencido por la mayor sinrazón de todas, que es la muerte. He dicho.

– Ay, ya lo creo -gimió Sancho comiéndose las lágrimas, desde el suelo-, que no hace todavía dos días se lo dije. No se me muera vuestra merced, señor mío, y tome mi consejo y viva muchos años, que con la salud todo se alcanza, y la mayor locura que puede hacer un hombre es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni le acaben otras manos que las de la melancolía. Y es esta maldita tristeza impertinente la que se lo ha llevado, y nos deja ahora a todos en este desamparo. No me hizo caso, y aquí está la prueba. Él, cuerdo, y nosotros locos. Él gozando ya la gloria, y nosotros aún purgando la vida.

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