CAPITULO TRIGÉSIMO PRIMERO
Ido Sancho, volvió Sansón Carrasco a la querencia, y está de más contar aquí la alegría que recibió Antonia de verlo aparecer por casa. Todo aquel día había andado ella esclava de sus congojas y temores, pues muchas veces había oído decir que las promesas que un hombre hace a una mujer en el lecho de los goces se mudan y desaparecen con la misma facilidad que los pliegues de una capa que huye.
Luminosa la vio Sansón Carrasco y a él mismo se le encendieron por dentro los deseos de estar a su lado, y no dejarla ni a sol ni a sombra.
Y asi ocurrió desde aquel día, todos los otros, que no salía de la que fue casa de don Quijote sino para dormir.
De vez en cuando el bachiller y la sobrina, con sigilo y recato, acababan buscando la tranquilidad de aquel sobrado en el que se iniciaron sus amores, y allí, en aquellos montones de paja y grano supieron encontrar para sus abrazos un lecho más suntuoso y hospitalario que el de la reina Cleopatra.
– Antonia, con o sin el consentimiento de mis padres, anunciaremos nuestra boda. Le diremos a don Pedro que lea las amonestaciones y con tu hacienda y la que me corresponda, viviremos. La tuya ha quedado diezmada y la mía es un diezmo de la de mi padre, pero he de echar cartas al conde y pedirle el empleo de secretario, que se le quedó vacante, y con eso y con tu buen juicio para administrar las cosas, en poco
– ¿Quién iba a decirme que un día sería tan feliz? Será preciso que se lo digas a tus padres y contar con su bendición. No podemos ser sólo nosotros los felices. Han de serlo todos los que nos quieren, todos a los que queremos. ¿Verán esta unión con buenos ojos?
– La verán -respondió Sansón.
Pero sabía o temía que no iba a ser así, y lo cierto es que si anunciar a sus padres que dejaba ¡a carrera eclesiástica le llevó más de un año, podía dejar pasar un lustro en anunciarles que quería casarse con aquella muchacha a la que en su casa tenían por loca como su tío, suelta como su madre, y, además, pobre y arruinada.
Sansón Carrasco, sin embargo, no quería que nada ensombreciera aquellos primeros días de mieles, y no salía de aquella casa más que para dormir, quedándose en ella muchos días a comer y a cenar.
No le hizo falta ni siquiera llevarse libros que leer, porque convenció a Antonia que echaran abajo el tabique que selló en su día el aposento que don Quijote buscó con ahínco y desconcierto la mañana que se lo tapiaron con los suyos dentro.
Era un cuarto más que mediano en el que al menos habían quedado dos mil libros, fabuloso tesoro y esponjas de la hacienda del hidalgo que se había dejado en ellos la hijuela.
Días enteros pasó allí Sansón mirando, clasificando y ordenando aquel botín en el que estaba lo mejor y lo peor que habían dado las prensas españolas. Se le pasó incluso por la cabeza pedir dinero prestado a sus padres para comprar el valioso' legado, y ayudar, de paso, la maltrechas economías, todavía convalecientes, de Antonia. Le sugirió esa idea el bachiller, y la sobrina, con mejor acuerdo, le dijo:
– ¿Y para qué quieres, Sansón, comprar lo que mañana va a ser tuyo, lo que sin esperar a mañana ya lo es, como yo misma?
La idea que Sansón Carrasco hubiera podido tener de la felicidad se aproximaba tanto a aquello, que el día que recibió cartas del conde encontró el mundo tan bien hecho que por un momento desconfió de su buena fortuna.
Corrió a casa de la sobrina con la carta en la mano y cruzó la plaza en dos patadas. Llegó a ella acalorado sin poder contener el gozo.
El conde le nombraba secretario y adjuntaba órdenes que le ponían al frente de la hacienda, tierras, ganados, olivares, rebaños y toda la gañanía y el ejército de hombres que para él trabajaban sus campos, y le asignaba por ello un sueldo de trescientos ducados, y aceite, trigo y vino para el año. Anunciaba en la carta que de allí a dos días llegarían al pueblo, él, la condesa, sus hijos y la servidumbre, y pedía al recién nombrado secretario que dispusiera las cosas de la casa para recibirlo.
Llevaba Antonia mucho tiempo dándole vueltas en la cabeza al modo en que le anunciaría cómo esperaba un hijo. Antonia estaba ya apremiada, porque no tardando mucho empezaría a notarse su abultamiento y asomársele al rostro la redondeada hermosura de las mujeres encintas.
Quiteria, que favoreció y alentaba aquellas subidas al nido de amor de los amantes, de las que por otra parte estaba al cabo de la calle, era partidaria del método expeditivo. A saber: aparecer de improviso en el desván, sorprender a los dos jóvenes en alguna de sus apasionadas batallas amorosas, escandalizarse, pedir ¡ajusticia divina, llevar la noticia al cura y que éste, en el ejercicio de su ministerio, pusiera coto a aquella vida pecaminosa de la única manera decente, que era la boda. Él se encargaría de hablar con el temible y colérico Tomé Carrasco, y éste no iba a tener otro remedio que la de guardar su honra y la de su familia, consintiendo el casamiento.
Antonia, sin embargo, se mostraba cada día más y más indecisa.
– Quiteria -le decía-, no se te ocurra hacer eso. Tengo la sensación de que llevamos al bachiller al degüello, como un pobre cordero. Y yo le quiero demasiado como para engañarlo. Le diremos la verdad. Ahora te digo, que lo conozco, que lo entenderá.
– Hazlo -le advertía el ama-, y te quedarás sin marido, sin fama y con un hijo al que llamarán con los pingos más feos.
Ver a su hijo motejado y vilipendiado por el pueblo frenó a Antonia en sus ansias de claridad y ventilación sentimentales. Al mismo tiempo, las semanas corrían y le urgía dar prontísimo remate a aquel negocio que no la dejaba dormir.
La noticia de que el conde había tomado a su Sansón como secretario y administrador de su hacienda en el pueblo, tranquilizó a su padre, llenó de alegría a Antonia, e infundió ánimos al propio bachiller, que se dijo: ahora o nunca.
– Se diría, Sansón, que las buenas noticias suelen venir envueltas en las malas, y si la que yo he de darte no lo es del todo, porque confío en la palabra de matrimonio que me llevas dada desde hace más de un mes, podría serlo, y mucho, para mi honra y la del hijo que espero.
La primera reacción del bachiller al oír tal anuncio, fue el de mirar a uno y otro lado, acaso buscando algún testigo que le confirmase que lo oído no había sido una alucinación. ¿Y había transcurrido tanto tiempo como para que Antonia tuviese esa certidumbre? La sombra de la desconfianza apagó momentáneamente el brillo de sus ojos. A continuación los puso en Antonia y pidió que le volviese a repetir lo dicho, por si hubiera habido alguna palabra que no hubiese oído o que hubiera tomado por otra, y aunque la intención primera de la muchacha fue la de declarar que aquel hijo no era del bachiller, algo le retuvo la lengua:
– Ay -dijo alarmada Antonia-, que no parece sino que esa nueva te ha espantado. Soy tuya y a tus brazos me he entregado cuantas veces lo has querido, porque a tu lado no tengo ninguna voluntad, y ahora pones esa cara de extrañeza. ¿Ya no te acuerdas de aquel juramento que me hiciste ni de todas las promesas de matrimonio que renuevas cada vez que nos levantamos de nuestro dulce nido? ¿Ya no soy tu Antonia? ¿Por mi culpa se ha apagado tu mirada? ¿Qué se hicieron de todas tus promesas de amor eterno?
– Y a ellas me atengo -acertó a decir un empalidecido bachiller-. Los temores viven en nosotros como los murciélagos, y se despiertan sin por qué. ¡Un hijo! ¡Ahí es nada! Pero no temo más que a mi padre, que ha de ver en esta boda una unión muy desigual, y más ahora que me sabe ya secretario del conde y con una renta tan providencial. Vienen los hijos, en efecto, con un pan bajo el brazo. Yo le hablaré, yo le diré, yo le contaré y le haré ver que ya no puedo echarme atrás. De hoy no pasa, y no tengas otro cuidado, Antonia, que el de velar por ese hijo nuestro. Y el dolor de que estés sola en esta vida y no tener a nadie más que a mí y a Quiteria, va a facilitarnos las cosas. Tienes tu hacienda, tengo yo la mía y desde hoy el mejor oficio del mundo, como secretario; casa propia, que es la tuya, y por delante la vida. ¿A qué hemos de temerle? De hoy no pasa: el señor Tomé Carrasco va a tener exacta cuenta de nuestro negocio.
Y hablando de aquella manera Sansón Carrasco y oyéndole Antonia, se diría que ninguno de los dos quería volver a mencionar al señor De Mal ni de sus amenazas ni de la famosa manda del testamento de don Quijote. Como si no pensar en aquellos cánceres acabara librándoles de ellos.
Se marchó a su casa Sansón, pero en todo aquel día no halló ni el momento ni el modo de anunciarles que había de casarse con la sobrina de don Quijote. Imaginar lo que su padre diría al oír aquel nombre, tantas veces denostado por él, lo mismo que el de aquella casa y todo lo que la regía, le causaba pavor.
Volvió Sansón por la tarde a casa de la sobrina desolado:
– Antonia, no puedo. Le he cobrado tanto miedo a mi padre, que no sé cómo decírselo. Puesto que va a ser el tuyo, lo conocerás y le temerás como yo.
– Nos casaremos en secreto, y ante los hechos consumados no tendrá más que avenirse.
Y hablando de lo que harían o no, y de cómo, y del modo en que arreglarían su vida, se les fue pasando a los amantes aquella tarde, al lado de la lumbre de la chimenea.
Al día siguiente, en secreto, quedaron citados frente a la casa de Antonia. Caminaron hasta el convento de Las Claras y contaron como testigos con Quiteria y el barbero, a quien hicieron jurar que les guardaría el secreto, el mismo al que se comprometió el frailecillo descalzo que ceremonió la unión. Y allí, en la iglesia del convento, a las seis de la mañana quedaban casados el bachiller y Antonia, que aplazaron participar la nueva a todo el mundo cuando encontraran favorable coyuntura. El bachiller seguiría viviendo en la casa de sus padres, y Antonia en la suya, como siempre.
Cuando las dos mujeres se vieron solas, Quiteria respiró tranquila:
– Habéis hecho lo propio, porque ese niño, cuando nazca, va a rozar los límites del crédito, así como va a salimos sietemesino, y aún eso sería a estas alturas una bendición.
Antonia, sin ánimo para la chirigota, miraba angustiada al ama, como diciéndola: ¿cómo puedes bromear con algo tan seno?
Se había echado encima el invierno, y entoldados los cielos parecían hundir las vascas llanuras de la Mancha con pesadumbres irrefragables. Todo lo calurosos y secos que habían sido el verano y el otoño últimos, estaban siendo fríos y lluviosos aquellos meses, y poco más podían hacer los vecinos del pueblo que estarse en casa junto al fuego o en tareas que admitieran ser hechas bajo techado, como había determinado Sancho con su fabrica de cestos, canastillas, argadillos y azafates.