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CAPITULO TERCERO

Al morir don Quijote el pueblo empezaba a despertarse y no se oía ni una voz, ni unos pasos, m los cascos de las caballerías sobre las piedras, m el atropellado menudeo de las pezuñas de las cabras, como caireles. Nada. Sólo los gallos. Y algún perro.

Luego sí, A media mañana se oyeron las campanas.

Al morir don Quijote la casa se llenó de un gran silencio, que únicamente se atrevieron a romper seis corderos que se guardaban en el corral. Dadas las circunstancias, habían olvidado echárselos a sus madres, y balaban dolidos y hambrientos.

Al morir don Quijote, y después de las primeras condolencias y la lógica agitación, los amigos allí reunidos, el ama y la sobrina no supieron muy bien qué tenían que hacer, aunque todo lo fueron haciendo ordenadamente a lo largo del día, como si improvisaran al mismo tiempo el ensayo general y el estreno de aquella triste y memorable jornada, e hicieron cosas que pensaban serían muy necesarias para el alivio del dolor de los demás, aliviándose de paso en el dolor de hacerlas.

Incluso la vida de ese pueblo, al morir don Quijote, quedó durante unas horas como ese mosquito que vemos apresado en un trozo de ámbar.

Pudo ser así porque era un pueblo pequeño. Para algunos era un pueblo pequeño, pero para otros, orgullosos de él, era un pueblo grande y señalado. Tenía médicos (dos), cura, albéitar, boticario, droguero y algebrista. También hombres de armas. Tenía un oficial del Santo Oficio, un corregidor, y dos corchetes de la Santa Hermandad, con cuatro alguaciles cada uno. Regidor y servidores del Rey. En el pueblo vivían tres alcabaleros, uno de ellos en posada. Había, pues, posada. Tenía tres molinos, en el alfoz, y dos hornos, cada uno con su hornera y su anacalo. Tenía docena y medía de hidalgos, de modesta hacienda, unos con más y otros con menos, un conde (que vivía en la Corte), y oficiales de más de veinte oficios, pelaires, boneteros, esparteros, tejedores, jubeteros, calceteros, olleros y alfayates, alarifes, carpinteros y tallistas, zapateros, pelliteros, melcocheros y dulceras, herreros (dos), aguadores (dos también). Llegó a tener un impresor, que al año de instalarla se llevó la imprenta al cercano Argamasilla, mejor comunicado con Madrid y Toledo. Y un laurente que hacía papel en tina y que siguió al impresor en su éxodo argamasillero. Tenía escribanos (dos), licenciados (tres), y por supuesto todos aquellos que se dedicaban a las labores del campo, labradores, pastores, jornaleros, podadores, talabarteros, guarnicioneros (uno), aperadores. Así que para unos podía ser un pueblo pequeño, pero había quienes pensaban, con razón, que no era tan pequeño.

Tenía una iglesia, con su torre y su reloj de sol, y dos conventos de monjas, uno llamado de Santa Águeda y otro Las Claras, que competían en devociones y gollerías.

Tenía un viejo caserón en la plaza de la Iglesia (llamado del conde, o Palacio), de fábrica colosal, y otras muchas casas, acaso no tan grandes o más escondidas, con su blasón. El cronista del lugar, un viejo que había sido secretario del conde, tenía inventariados veintidós blasones, algunos muy antiguos, todos de piedra, con más o menos literatura y más o menos estropeados. Este viejo estaba muy enfermo y murió un par de días después que don Quijote, pero su muerte, al lado de la del caballero, quedó completamente ensombrecida.

El resto de las construcciones del pueblo parecía acogerse alrededor de la iglesia como polluelos pegados a una gallina clueca, amontonadas y artríticas.

Tenía también dos calles airosas y concurridas (la que iba a la iglesia, la Ancha, y la que salía del pueblo, la Alameda), y todas las demás retorcidas, cortas, sombrías y estrechas, sobre todo las del barrio morisco.

A mediodía empezaron a oírse las campanas.

Los vecinos, los caminantes que venían al lugar o pasaban cerca, los labradores de los contornos y los pastores, las oyeron hiriendo a muerto, graves, lentas y profundas. Les parecía una hora muy insólita para doblar a muerto (la costumbre en La Mancha era tundirlas por la tarde, después de vísperas), y algunos llegaron a creer, supersticiosos, y así lo difundirían luego, que los bronces habían sonado solos ese día, como la célebre campana de Belilla, que se tañía de suyo en ocasiones de sucesos notables.

Y a la gente le extrañó que tocasen a muerto, porque nadie pensaba que don Quijote se encontraba enfermo, habiéndolo visto llegar hacía un par de semanas tan campante.

Es más, al principio muchos creyeron que quien se había muerto era el secretario del conde, el cronista del pueblo, el de los blasones, que llevaba muñéndose desde hacía lo menos cuatro meses. La noticia corrió como la pólvora: «El que ha muerto ha sido don Quijote».Y no lo podían creer. «¡Válgame Dios! -decían-, si no era tan viejo; si decían que había recobrado el juicio; si hace dos semanas lo vimos todos como si tal cosa.»

Se referían al día en que lo vieron llegar de su tercera salída, de vuelta de Barcelona. Dio alarma un chico que disputaba con otro en ese momento a cuenta de una jaula de grillos. Muchos salieron a verlo y otros se hicieron los encontradizos, para no pasar por curiosos e impertinentes. Venia como siempre flaco, acaso un poco más viejo y desmejorado, con más canas y las encías mondas, pero firme sobre su cabalgadura. Don Quijote, que montaba a Rocinante, echó pie a tierra. No se sabe por qué se le cruzó por la cabeza que derrotado como venia por el caballero de la Blanca Luna era mejor hacer la entrada en su pueblo a pie, y no a caballo. Seguramente pensó que de ese modo daba a entender que no le temía a las murmuraciones, y que las arrostraría a píe, con quien hiciera falta. Y allí, en aquella era, echó un breve discurso a los chicos v a media docena de bausanes que estaban cazando pájaros con liga. Nadie entendió lo que decía. Luego se marchó a su casa, y algunos que no se habían atrevido a reírsele en las barbas, lo hicieron con pena en cuanto se alejó.

La casa de don Quijote estaba frente al Palacio, frente a la iglesia, frente a los soportales.

Fue caminando despacio por la calle Ancha, sin mirar a parte ninguna, sólo al frente, llevando el rocín de las riendas. Su expresión era de suma tristeza y aflicción causadas no tanto por sus quebrantos de cuerpo sino por tantos sinsabores como había conocido los últimos días.

Unos le saludaron y otros no, quizá por timidez, quizá por temor, quizá por respeto y no hacer leña del árbol caído.

Pasaron quince días de eso, y se murió.

Al morir don Quijote todo fue un poco más confuso y un poco más claro.

Al morir, don Quijote ya era don Quijote, y no era nadie, es decir, tenía mucha fama por aquellos pagos, pero no como para que hiciesen tañer las campanas a mediodía, privilegio, si acaso, del conde o de su familia, ni siquiera de su secretario. que estaba agonizando. Las campanas saben muy bien por quién tienen que doblar y a qué horas. Las campanas, como casi todo en esta vida, adoran las jerarquías. Y si no iban a doblar por el secretario, tampoco doblarían por don Quijote. Pero doblaron, y se oyeron. Y por eso algunos pensaron que habían doblado solas, como las de Belilla.

Aunque también es verdad que don Quijote, siendo nada y nadie, era mucho y todo por esas fechas.

Para empezar se había publicado ya la historia de sus dos primeras salidas, y muchas de sus aventuras, su lucha contra los molinos de viento o sus estocadas a unos odres de vino que había en una venta, a los que había tomado por gigantes, y otros dislates, se habían propalado también muy rápidamente por la Mancha, para regocijo general. Y aunque no viene ahora a cuento, hay que subrayar que en el pueblo podían haber leído ese libro algunos más de los que lo habían hecho, puesto que de alguna manera trataba del pueblo y de un hijo del pueblo.

Ya se ha dicho que había en él licenciados, algebrista, boticario, médico, escribanos y muchos otros que sabían leer, pero exceptuando al bachiller Sansón Carrasco, al cura don Pedro Pérez y a maese Nicolás, nadie más quiso leerlo, unos por envidia y otros por despecho o ignorancia; a unos les molestaba que se gastasen papel, dineros y trabajo en propalar las tonterías y repentes de un loco, y otros consideraban que sus vidas, mucho más atenidas a la razón y a los buenos usos de la república, eran más merecedoras de celebridad que la de un mentecato que había dejado arruinar su hacienda. Así que en el pueblo la mayoría de la gente, al oír las campanas a media mañana, no creyó que fuese por don Quijote, sino por alguien que habría dejado buenos ducados para misas y responsos. Y don Quijote era más bien tirando a pobre y ya se murmuraba que su hacienda estaba en bancarrota. De todos modos no tenía dineros para soltarlos en misas ni endechas. Ni en pagar al campanero. Más Carde, cuando la gente supo que doblaban por don Quijote, algunos lo explicaron de esta manera maliciosa: era amigo del cura.

El caso es que amigos o enemigos de don Quijote, partidarios y detractores no ceñían la menor idea de lo que se les iba a echar encima con aquella muerte.

Más aún, no había muerto y ya habían empezado a verse no sólo por la Mancha, sino por buena parte de España y en algunos lugares de Inglaterra, Francia, Alemania, Portugal e Italia locuras más o menos parecidas de gentes que en traje de don Quijote salían al campo para emular sus gestas, y otros, sin llegar a tales excesos, se habían puesto en camino, un poco a ciegas, para topárselo y manifestarle su admiración y su respeto o, bien al contrario, para reírse un poco a su costa, como de hecho habían hecho tantos. También en los corrales de comedias habían empezado a menudear las salidas de representantes vestidos en trazas del caballero y del escudero manchegos para amenizarlos entremeses, y bastaba que un comediante dejase asomar unas piernas escuálidas y un morrión sobre las tablas, para que, antes incluso de abrir la boca, la gente se desternillase de risa.

Y ocurrió también otra cosa. Al morir don Quijote, los más ingenuos pensaron que se cerraba su historia, de la misma manera que, aunque sea mala comparación, decimos: muerto el perro, se acabó la rabia. Los que sabían que la locura y las graciosas extravagancias de don Quijote eran la causa de que Cide Hamete BenengelL el cronista árabe a cuyos oídos llegaron, las pusiera por escrito, y de que Miguel de Cervantes las mandara traducir, los que sabían esto, es posible que pensaran que, muerto don Quijote, todo había concluido. Pero no fue así, porque las historias responden al conocido símil del cesto-de las cerezas, las cuales, cuando alguien quiere sacar una, se eslabonan, hasta arrastrar a todas las demás, no sólo de ese cesto, sino del mismo mundo de los cerezos, y de ese modo, tras la historia de don Quijote, estaba esperando la historia de Sancho Panza, y con la suya, la de Teresa Panza y la de sus dos hijos, Teresica y Sanchico, y la del cura don Pedro, y la de maese Nicolás, y la de Sansón Carrasco, y la de la sobrina y la del ama del hidalgo, y todas las historias de aquellos que en algún momento tuvieron que ver con el caballero, la historiador ejemplo, tanto o más increíble, tanto o más aventurera que la del propio don Quijote, de Gínés de Pasamonte, el canalla galeote a quien liberó aquél y que no estaba resignado a desaparecer de la vida de Cervantes, o la del noble bandido Roque Guinard, que agasajó al caballero manchego en su manida, o la de Cardenio, conocido como El Roto o enamorado, o la de la dulce Dorotea, que el azar llevó a las profundidades de Sierra Morena, o las de la hermosa Luscinda y don Fernando, o la del cautivo capitán Ruy Pérez de Biedma y la morisca Zoraida, o la de su hermano, don Juan de Biedma, oidor que iba proveído a la Audiencia de Méjico con doña Clara su hija, o la del morisco Ricote, vecino de Sancho, que dejó enterrados dos tesoros en el pueblo cuando lo expulsaron de España como a todos los de su nación y a quien el propio Sancho y su familia iban a estarle eternamente agradecidos, o la de aquellos duques estúpidos que acogieron a don Quijote y Sancho durante un par de semanas con el único propósito de proporcionarle a sus tediosas vidas un poco de entretenimiento, como suelen hacer a menudo los ricos sin novela con los pobres con ella, o la novela de don Álvaro de Tarfe, que creyó que don Quijote era quien no era, y que luego se enmendó sin que le dolieran prendas en cuanto lo vio, o la historia de la pobre Dulcinea… La dulce, la triste, la abandonada Dulcinea, que tanto llegó a odiar a don Quijote, la trágica y un poco cómica historia de Dulcinea…

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