De modo que la historia de don Quijote, el mismo día que murió, despertó, a cada cual más admirable, otras cien historias que estaban a su lado haciendo la guarda para ser contadas, y que de no haber sido por don Quijote habrían permanecido eternamente en su limbo.
Y ni siquiera la novela de don Quijote se abrochó al morir él. Tampoco supo, cuando murió, los innumerables problemas que su mala cabeza dejaba concernientes a la hacienda. «Feliz don Quijote que se ha muerto en la completa ignorancia», llegó a decir don Pedro, haciendo referencia a tanto desarreglo. Sin saberlo y sin quererlo murió arruinado y lleno de deudas y con acreedores y voraces logreros dispuestos a despedazar aquellos bienes muebles e inmuebles que fueron tic sus bisabuelos, de sus abuelos y de sus padres y que él creyó dejar limpios de paja y polvo, como se los dejaron a él, a su única sobrina, Antonia Quijano. Y así, ¿quien diría que la historia de Antonia Quijano era diferente de la de su tío y que podía empezarse sin que antes se contase, toda entera, la de su tío?
Pero no hay nada que llegue a mucho que no empiece por poco. He aquí, pues, los detalles exactos de lo que ocurrió ese día.
El día que murió don Quijote fue inusitadamente caluroso para ser octubre, acaso uno de los días más opresivos y pegajosos del año, como si se tratasen de unas secuelas del veranillo de san Martín.
¿A qué hora exactamente transió don Quijote de ésta a vida más favorable? Nadie puede asegurarlo. Ninguno de los que se hallaban presentes llevaba encima un reloj. No eran principes ni reyes para tener uno. Únicamente don Pedro, por aquella coincidencia del breviario, hubiese podido saber la hora exacta, pero tampoco deja de ser una suposición que a don Pedro le interesara tal pormenor.
«Para morir no hay hora buena», dijo Sancho Panza, un poco antes de que se supiera que don Quijote había muerto. Apenas acababa de opalescerse el cielo con las primeras luces. Las agonías suelen ser lentas. Como nadie de los presentes se tomó la molestia de responderle, añadió otro refrán: «Para todo hay maña, sino para la muerte». Quería decir que salía sobrando el dar coces contra el aguijón, y más cuando el aguijón era el de la muerte.
Quizá cuando Sancho Panza se acordó de este segundo refrán, su amo ya no estaba entre los vivos. No obstante, podría certificarse que la muerte de don Quijote tuvo lugar, como se ha apuntado, en el cuartel de tercia, la hora más risueña de esa mañana. Parecía harta de trinos y olores finísimos y campesinos, y pájaros y perfumes hacían coro a la tenebrosa sentencia de Sancho con otra bien diferente: «Para vivir, todas las horas son buenas», después de que durante unos segundos no se oyera nada, ni pájaros ni perros ni cabras. Como si el mundo se hubiese acabado. Y, cosa extrañísima, después de tales trinos y olores al rato, dejó otra vez de oírse nada y de perfumarse. Como si el mundo no existiera.
Pero a pesar de que don Quijote muriese esa mañana, la vida continuó para aquellos que con él la habían compartido.