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CAPITULO CUARTO

Cuando murió, hacía algo más de un año que había hecho su primera salida a lomos de su rocín, el famoso y molido Rocinante. Esa vez salió solo. Todavía no había tomado a Sancho Panza a su servicio, porque no sabía aún lo necesario que era un escudero para la vida que pensaba llevar.

De no haberse marchado de casa se habría muerto de pena. Le consumía la melancolía. No se entiende bien esto, porque el pueblo que muchos creían pequeño era bastante grande, lleno de gente, con todos los oficios, ideal para un hidalgo que no tenía que trabajar y podía pararse hablando con unos y con otros, mientras los veía trabajar, con el herrero, con el carpintero, con el jubetero, hasta la hora del almuerzo. Luego la siesta, algo de lectura y a última hora, después de la cena, una tertulia con el cura, el barbero, otro hidalgo amigo suyo, en fin, Lis fuerzas vivas.

Pero se ve que no era bastante. Lo que era suficiente para el cura, para el barbero, para el jubetero, para el ama y para la sobrina, lo que a todo el mundo parecía contentar, se le convirtió a don Quijote en una comezón que le tenia el arma en carne viva. La melancolía le volvió loco y la melancolía le mató, cuando ya estaba cuerdo. Lo supo de una manera oscura. No dijo «estoy loco porque no puedo salir» o «si no me voy de casa, acabaré loco», ni «como estoy loco, me voy a hacer caballero andante». Tampoco fue que comiese culantro verde, como en un principio aseguró uno de los médicos. Sólo por eso dejó el ama de pasarle los avisos. «¿De cuándo acá va mi amo a comer culantro? ¿Es acaso él un borrego que pasta por ¡os prados?», dijo Quiteria. No, sencillamente don Quijote pensó: «La vida está fuera de aquí, la realidad espera en cualquier parte, y todo esto que parece real, no lo es, sino un mal sueño, el de todos los días, algo que yo creo que es, pero no es, y así ni el ama es ama, ni mi sobrina, mi sobrina, ni yo soy yo, como no me vaya fuera. Yo sé quién soy, pero lejos de aquí, en otra parte. Soy viejo y me queda poco tiempo. O ahora o nunca, y dure la vida, que con ella todo se alcanza». Eso fue lo que ocurrió, y se tiró al campo solo, sin sus galgos barcinos, con determinación de no volverse atrás y morir, como suele decirse, en el empeño.

Lo de la caballería andante y todo eso, de lo que se ha hablado mucho, fue una excusa. Si no hubiese sido la caballería andante, habría sido otra cosa. Se hubiera podido ir con una tribu de gitanos, o en una compañía de milites, o de romero. Sucedió que le gustaban las novelas de caballería y por ahí se volvió loco, porque la locura y el agua siempre buscan la flojera. («¡A quién se le ocurre decir que fue por el culantro verde! -repitió el ama a todo el que quiso oírla-; ese médico nuevo no tiene ni idea».) ¿Y qué iba a hacer un hidalgo en ese pueblo sino leer novelas? Y, claro, al leerlas, quiso ser caballero. ¿Qué, si no, hubiese podido ser? ¿A quién, en su misma circunstancia, no le hubiese pasado lo mismo?

En esa primera salida llegó a una venta que tomó por castillo, a tres o cuatro leguas de su casa.

Lo razonable es que al verlo hubieran sabido quién era, pero a don Quijote no le conocía nadie, porque no tenía la costumbre de salir a ninguna parte ni dejarse ver. Para cazar se iba al lado mismo del pueblo, al alijar, y si se quedaba una noche por ahí, dormía al sereno. Allí había conejos, había liebres, había perdices para no acabar. Y la mayor parte de los días comía solo, en una mesa de pino, contra la pared. De modo que es natural que en la venta nadie le hubiera visto antes, ni les sonase su cara de nada. Allí veló sus armas y se hizo armar caballero como lo habían hecho los que para él eran los hombres mas esclarecidos, generosos y enamorados del mundo, Esplandianes, Palmerines, Lanzarotes, Arturos, Galaores y demás campeones del Febo. Don Quijote quería poner como ellos en su escudo un gran lema que hablara de humillar al soberbio y poderoso y ensalzar al humilde, amparar viudas, huérfanos y pupilos y socorrer a los menesterosos y apaleados injustamente, y a esas alturas se propuso desfacer agravios y enderezar tuertos. Hablaba de esa manera tan apolillada y primorosa por fantasía. Le parecía que con palabras antiguas y sonoras se llegaba más lejos y se levantaba más el espíritu que con otras de moderna invención, por lo mismo que con sus armas viejas y orinecidas pensaba poder reducir con más facilidad los desmanes inicuos y recientes, y que los follones y malandrines se someterían a su guerra galana en cuanto las vieran tan viejas, diciendo: «Si esas armas tan llenas de roña han sobrevivido hasta hoy, es porque vienen de épocas gloriosas; nos rendimos. ¿Hay que ir al Toboso a hincar los hinojos ante Dulcinea? No se hable más».

En realidad, con aquellas hazañas don Quijote se había propuesto alcanzar fama eterna y no morir, cuando ya estuviese muerto, porque le acometió en la vejez tediosa que llevaba lo que a otros suele sucederles incluso en la juventud; a saber: tenía miedo de desaparecer sin más, sin dejar rastro. Le aterraba ser menos incluso que una sombra en una pared. Observaba a los viejos del pueblo, y se veía reflejado en ellos.

Si eran hidalgos como él, con más razón se amohinaba con desconsuelo. «Somos el acabóse. ¿Qué hemos hecho nosotros digno de memoria?» Así que un día se dijo: «No es un hombre más que otro, si no hace más que otro, y yo voy a hacer por todos lo que ninguno hemos hecho hasta el presente». Y lo mismo que se dijo antes de esa caballería tan famosa, puede decirse ahora de la fama. Si la hubiese podido alcanzar de otro modo, componiendo relojes como Túrrelo, o dando la vuelta al mundo como Magallanes, o conquistando los reinos peruleros, le habría parecido bien. Pero siendo un hidalgo manchego no tenía muchas posibilidades donde elegir, y aquella de hacerse armar caballero andante era tan honorable como otra cualquiera. Incluso más.

La gente que le vio al principio pasar con aquellas reliquias herrumbrosas y hablando solo, pensaba, ¿y éste, de dónde se ha escapado?, y se acercaban a él para mirarlo más detenidamente y escucharlo. Y unas veces decía cosas de loco y otras no, hoy tenía un genio vivo y pésimo humor, y al día siguiente en cambio era un hombre profundo, afable y melancólico y daban ganas de no apartarse de su lado porque siempre se le venían a la boca historias muy ocurrentes.

No habían pasado ni doce horas y el mismo ventero que ideó la broma de armarle caballero, le recomendó que volviese a casa por dinero y alguna muda, porque no se podía salir al mundo sin ir provisto de ambas cosas. Y eso pensaba hacer, cuando lo apalearon y lo dejaron tirado y medio muerto en un camino. O quizá fue al revés, le pegaron antes y le armaron caballero después. Da un poco igual. En esta historia es un poco irrelevante cómo han sucedido las cosas, se amontonan como las cerezas, da igual el orden en que lo hacen, y suceden porque sí, como en la vida, y una vez que han sucedido, ya no se puede evitar que hayan sucedido. El caso es que lo apalearon, y quiso la suerte que pasara por allí al rato un vecino suyo, que lo conoció, lo atravesó en la caballería y se lo llevó al pueblo.

En el pueblo se repuso de esa tunda y aprovechó para vender un pegujal, porque no tenia dineros en casa. Todos se los llevaban el señor De Mal y su desmedida pasión de comprar libros. Según su sobrina, el ama y sus amigos el cura y el barbero, esa pasión era la causante de aquella locura que le había entrado de querer hacer como los caballeros de las novelas. Y no el culantro verde, como aventuró el médico nuevo. Incluso el ama hubiera encontrado más escandaloso que don Quijote se hubiera vuelto loco por comer culantro verde, que por leer libros de caballeros andantes. Lo primero que hizo don Quijote fue hablar como ellos, y vestirlo mas parecido a ellos y dar en creer que también estaba enamorado de una dama, porque era forzoso que un caballero andante se enamorase de una. «No se habrá leído en ningún libro importante donde no aparezca un caballero que no esté enamorado hasta los tuétanos de una doncella a la que no haya hecho señora de su corazón.»

La idea de quemarle los libros fue en realidad del cura, muy buena persona aunque muy partidario también como muchos curas de las hogueras, pero la sobrina, rabiosa de ver que su tío iba a acabar con el patrimonio familiar si no se le ponía coto a su novelería, se sumó entusiasta a esa iniciativa, lo mismo que el ama, aunque ésta obró como lo hizo por otras razones. Tenía lo menos dos mil libros. En lejas teñidas con nogalina y puestas contra una pared. No había tantos ni en la iglesia m en los dos conventos ni en ninguna casa del pueblo. Y los hubieran quemado todos, de no ser porque lo estorbaron el cura y el barbero, con los que el ama y la sobrina no se atrevieron a discutir. Se hizo una buena hoguera y salieron volando por encima de las bardas del corral un millón de pavesas negras, como murciélagos. El cura y el barbero se alarmaron un poco de su piromanía, y sÁlvaron a algunos de aquellos mamotretos. Les parecía poco piadoso y ejemplar que pagaran justos por pecadores. Llevaron luego los libros indultados al aposento donde se guardaban y a continuación lo tapiaron, aprovechando que don Quijote seguía convaleciente de los palos recibidos. Cuando se levantó y buscó los libros, le contaron que los libros y ei aposento se los habían llevado por los aires unos encantadores, explicación que encontró él muy lógica, porque además de loco por la caballería tenía manía persecutoria, haciendo bueno aquel dicho de que las locuras nunca vienen solas. Y cuando vio en el corral las piedras chamuscadas y un tapiz de cenizas, ni siquiera preguntó.

Aunque lo de los libros en el fondo le dio lo mismo, porque se los sabía al dedillo todos, y hubiera podido recitar de carrerilla, de la cruz a la firma, más de la mitad de los que tenía, sin equivocar una sola palabra, porque su memoria era tan portentosa como su locura.

A continuación buscó por el pueblo quien quisiera ir con él. Preguntó a unos y otros, y así fue como dio con Sancho Panza, que tenía unos cuarenta años, diez menos que él, y que vivía en la calle de Zurradores, cerca de la Alameda, en una de las casas pobres del barrio, a la salida ya del pueblo.

Todo lo flaco y cecial que era don Quijote, era Sancho craso y lucido. Tenía una figura extraña. Era largo de piernas, pero de brazos cortos, y con un abultado abdomen. Por las piernas se le hubiera tomado por alto, pero en todo lo demás parecía achaparrado, con aquella cabeza suya de una esférica perfección y pegada al tronco por un cuello ancho y corto. Su ojos, grandes, negros y abultados, le hacían la mirada triste, no obstante la fama de gracioso y reidor que se había granjeado. La fama era cierta, desde luego, pero si permanecía en silencio, su expresión era de tristeza, como la de algunos sabuesos.

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