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CAPÍTULO VIGÉSIMO

– Yo he visto, señores, a don Quijote el otro día, hace tres, en una venta del Campo de Cariñena, no muy lejos de una villa principal que allí llaman La Almunia de doña Godina, y con 61 me senté a una mesa, como estoy ahora con vuesas mercedes, y hablamos más de cuatro horas, mientras cenábamos unos huevos fritos con torreznos, y puedo aseguraros que no se hallará en todos los reinos de España un caballero tan pulido como él. Iba don Quijote a la referida Almunia llamado por su regidor. Cuando se enteró este alcalde de que don Quijote se hallaba en la comarca, mandó llamarlo para que juzgase un caso enredadísimo y ya muy célebre que allí se tienen las dos familias principales. Acudió don Quijote, se alojó en la venta donde yo estaba, supe que era él, y al rato ya estábamos conversando. Le bastó saber que yo había leído la primera parte de su historia y que, como él, era un gran partidario de la instauración de la nueva república de los caballeros andantes, para que me tratara con extrema cortesía y me acogiera igual que a un viejo y querido amigo a quien pueden hacerse extremas y bizarras confidencias.

El bachiller Sansón Carrasco, que se había sentado con los demás y escuchaba admirado lo que en la sala se decía, se hizo propósito de no intervenir y dejar hablar a quien ni siquiera sabía que don Quijote llevaba más de tres meses muerto.

Y quien hablaba era un caballero de hasta treinta años, alto, vestido muy ricamente, con jubón acuchillado de ante, camisa y randas a la moda de Holanda y unas botas de camino nuevas, de la misma piel amarilla que el ancho tahalí del que colgaba una espada cuyo trabajo de filigrana hablaba de la importancia de su dueño.

– Porque yo, señores, soy don Santiago de Mansilla y volvía de Zaragoza de ultimar dos grandes negocios, como lo es haber vendido a una señora muy importante de esa villa seis gatos persas enteramente amaestrados por mí, los primeros que nadie haya visto que respondan a la voz de su amo, que se sentaban cuando se les ordenaba y acudían cuando su domador lo exigía, y que eran capaces de hacer otras mil monerías como armar naumaquias, sin temerle al agua, y andar erguidos, como gozques. Y el otro, fue venderle a un vidriero de aquella ciudad el secreto, que yo compré a un turco, de un vidrio que se deja trabajar, como el oro, a martillo, sin quebrarse, templándolo con un zumo secreto, hasta doblarlo. Regresaba, digo, a mi tierra bastante contento y ganancioso. Me paré en la venta, y al ver las trazas de don Quijote, tan bien descritas en el libro de sus historias, y comprobar que le acompañaba un escudero que respondía por el nombre de Sancho Panza, me acerqué y le pregunté si en verdad eran uno y otro quienes yo suponía que eran. Me preguntó quiénes creía yo que eran, y cuando lo supo, me respondió: «Gentilhombre, antes debéis decir con qué don Quijote queréis hablar, porque habéis de saber que hay ahora andando por el mundo, que yo sepa, otro don Quijote, y no descarto que pudiera haber un ciento, porque la fama de mis hazañas está incitando a mis envidiosos enemigos, los cuales se encargan de sembrarlos por todos lados, allá donde voy, suplantadores que dicen ser yo, no siéndolo, y éstos cometen tales desaguisados y tantas aventuras pueriles que malo será que no me tengan todos no ya por loco, como a veces he oído motejarme, si no por rematadamente tonto. De modo que si el don Quijote que decís conocer, lo conocisteis en el libro de Miguel de Cervantes, que lo tradujo del verdadero historiador de nuestras aventuras, el moro Cide Hamete, entonces aquí lo tenéis en vuestra presencia. En el caso de que lo hayáis conocido en uno de un tal Avellaneda, que Dios confunda, o en cualquier otro, que no dudo se habrá impreso, a tal cota llega ya mi fama, os diré que de mí no sabéis absolutamente nada, o peor aún, que lo que conocéis es tan contrario a mi naturaleza y mi temperamento, que incluso es posible que esas patrañas os estorben tanto, que os será difícil desterrarlas de la cabeza, que por eso se ha dicho aquello de que calumnia, que algo queda». Y asi lo confirmó el escudero que llevaba con él, y que no podía ser otro que Sancho Panza, quien en un minuto llovió tales gracias, como no las hubiera soñado ni muerto el tragón, tagarote y borrachín que sale en el del autor tordesillesco. Les confesé yo entonces que no conocía su historia sino por la de Miguel de Cervantes y que no sabía de qué otras me hablaba, aunque en eso le mentí, por no enfadarle, pues también he leído la de ese Avellaneda, y entonces pasó a referirme con harto dolor todo lo que los magos encantadores hacían por desbaratar sus hazañas y confundir a quienes pudieran honrarle por ellas. Me preguntó a continuación quién era yo, se lo declaré, así como el negocio que me había llevado a Zaragoza, y se dolió mucho de no ver a mis seis gatos, porque, dijo, eso iba a ser cosa notable. Luego tornó a preguntarme qué derrota iba a tomar, y como le dijera que íbamos mi criado y yo de vuelta a nuestro lugar y que éste no se hallaba lejos del Toboso, pareció encandilarse todo él. Después de algunos requilorios me preguntó si yo querría llevarle una larga epístola a su dama, la famosa princesa Dulcinea, encantada ahora al parecer en forma de grosera campesina. Le dije que yo haría eso con sumo gusto. Pidió al ventero si por casualidad había en la casa recado de escribir y un poco de papel, de todo lo cual le proveyó un alguacil que también posaba esa noche en la venta, y se apartó de nuestra compañía. Dos horas se encerró en su aposento y cuando a punto estábamos de retirarnos a descansar, volvimos a verle. Traía don Quijote una larga epístola. La agitaba en el aire como un ventalle, por secar la tinta, todavía fresca, y pudimos ver todos que había enjaretado en ella unas octavas de las llamadas reales, que allí mismo nos leyó a todos, maravillándonos de que un hombre tan esforzado con las armas fuese al mismo tiempo tan consumado y cumplido con las musas.

Estaban oyendo a don Santiago, además del bachiller, dos caballeros y un comerciante en campeche y cacao de Soconusco, así como los criados de todos ellos que, sentados en un rincón, se distraían a veces de esa conversación de la que nada entendían, hablando de sus asuntos.

De los caballeros, uno era un hombre de hasta doce pies de alto, de porte grave, vestido con muy elegantes ropas, un coleto de ante sobre un jubón bordado con hilos negros y perlas, y un bohemio de pelo rojo que no se había quitado, porque el día andaba frío, y tampoco le había quitado el ojo en todo el tiempo que habló don Santiago. Cuando vio que éste había terminado de hablar, dijo:

– Mi nombre es don Álvaro Tarfe y os he escuchado, don Santiago, con sumo interés, en cuanto oí el nombre de don Quijote. Vengo de Granada, mi patria y la de mi linaje, que es la de los moros Tarfes de Granada, y voy a Madrid dos veces al año, porque en la Corte se siguen mis negocios y es cosa que me conviene. No hace todavía un año, pasando por Argamasilla de Alba yo y otros cuatro caballeros principales, camino de unas justas de Zaragoza, conocimos a quien se hacía llamar Alonso Quijada o Quijano, conocido también como don Quijote de la Mancha. Era este don Quijote uno de los hombres más descomunales que conocí y su escudero uno de los más glotones y dignos de lástima entre los de su género. Vimos enseguida que el tal don Quijote era alguien que había perdido el seso, creyendo ser un caballero andante, y su escudero no le andaba a la zaga. Por no relatar ahora todo el rosario de las aventuras que protagonizaron aquellos dos sandios, abreviaré diciendo que nos acompañaron a Zaragoza, que luego les perdí de vista y que al cabo de un tiempo volví a encontrármelos a ambos en Madrid, a donde tenía que ir, como he dicho, con harta frecuencia. El paso del tiempo no había mejorado mucho el estado de aquel hombre, que se hacía llamar el Caballero Desamorado, porque ya nunca pensaba enamorarse de nadie, habida cuenta de la mala fortuna de sus amores. Y así fue como, antes de partir a Córdoba, a donde yo iba, lo dejamos encerrado en la casa del Nuncio de Toledo, con otros locos, donde se mejorara y procurase su cura, y se le pasase esa porfía de creerse don Quijote de la Mancha, del que, sin duda, también había sabido leyendo el libro de Cervantes, del que yo entonces, por cierto, no tenía noticia, como tampoco del verdadero don Quijote. Pasó un tiempo y quien supo y pudo contar aquellas nuevas aventuras de don Quijote, se las contó a un amigo suyo, un hombre del que nada puedo decir por el momento, gran enemigo de Cide Hamete, de toda la nación morisca y de Cervantes, recopilador éste de la primera parte de las aventuras de don Quijote. Y le contó el caso de aquel hombre que se había vuelto loco y dio en creer que era un caballero andante que se llamaba don Quijote, que a su vez era un loco que se creía cuerdo. ¡Rara querencia! Este enemigo, que dio en llamarse Alonso Fernández Avellaneda, envidioso de la fama y dineros que con la primera parte había logrado Cervantes, hizo cuento ton una segunda historia, y presentó como verdadero lo que era falso, y allá salimos todos los que nos emparejamos con el caballero y su escudero camino de Zaragoza, en libro que ha visto la luz hace algo menos de un año en Tarragona. El libro nos dejó a todos suspensos y apostábamos unos y otros si le habrían o no de responderle a Avellaneda Cide Hamete o Cervantes con nuevas y más insólitas y nunca oídas aventuras, y ahí habría acabado mi cuento de no haber sido porque no hace ni cuatro meses, volviendo a mi tierra granadina, me encontré en cierto mesón a un caballero y a su edecán. El caballero era un hombre alto, delgado, triste…

Se interrumpió aquí don Álvaro Tarfe para beber un poco de vino y seguir con un relato que a todos, incluidos los criados allí presentes, tenía encandilados.

– El espolique -prosiguió don Álvaro- era un hombre rudo y atezado, de zancas largas y mirada triste. El amo, ya he dicho, más que hombre, efigie depurada de sí mismo. Oyó este caballero mi nombre y quiso saber si yo se lo confirmaba, porque, me confesó, era cosa que le importaba saber. Me preguntó luego si yo había conocido a don Quijote de la Mancha, y así se lo confirmé, diciéndole que era gran amigo mío y que yo lo llevé a ciertas justas que habían tenido lugar en Zaragoza, y que no hacía todavía ni un año que lo había dejado en la casa del Nuncio, en Toledo. Me escuchaba con atención el caballero, estudiando mis palabras, mis ropas, mis ademanes. Y después de sopesar estos detalles, quiso saber si ese tal don Quijote y él tenían en común algún parecido. Yo le dije que no, por cierto, y que en nada se parecían. Preguntó también si ese don Quijote traía consigo un escudero llamado Sancho Panza. Y sí traía, le dije, y le confirmé que aunque tenía fama ese escudero de gracioso, nunca, la verdad, le había yo oído ninguna gracia. El criado que acompañaba a este caballero, y que nos había oído departir sin abrir la boca, se metió en ese preciso momento en nuestro coloquio y confirmó que seguramente así era, porque no todos pueden ni saben decir las gracias, y que aquel hombre debía de ser un grandísimo bellaco, y un frión y un ladrón juntamente, porque el verdadero, único, irrepetible y contrastado Sancho Panza era él, de la misma manera que el verdadero, famoso, valiente, discreto, enamorado, desfacedor de agravios, tutor de huérfanos y pupilos, amparo de las viudas y rompecorazones de doncellas, el que tenía por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, era el allí presente don Quijote, y que no había en el mundo ningún otro sino aquél, ni ningún Sancho más que él mismo. Lo confirmó el caballero, y lo rubricó con una gran cabezada: «Así es, don Álvaro, no hay otro yo en el mundo». Mi sorpresa fue tan grande como mi contento, pues me di cuenta allí mismo, sobre la marcha, que aquellos eran los genuinos, los destilados de la verdadera cepa, los inconfundibles don Quijote y Sancho, porque en aquellas cuatro razones había más gracias que en todas las que le había escuchado a los otros dos en tantos días. Y dejé hablar a mi corazón, y le pedí excusas, porque los mismos encantadores que perseguían a don Quijote el bueno habían querido perseguirme a mí con don Quijote el malo, y le encarecí diciendo que sólo deseaba que a éste no le soltaran en todos los días de la vida de la Casa del Nuncio de Toledo donde le dejé con los loqueros, y di gracias al cielo de haberme permitido conocer a don Quijote el auténtico, a don Quijote el bueno. Me dijo entonces: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy malo; para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que no he estado en Zaragoza en todos los días de mi vida; es más, al enterarme de que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas de esa ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira; y así, me pasé directamente a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los extranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de amistades firmes, y única en sitio y en belleza. Y, aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de extrema pesadumbre, los llevo sin ella, sólo por haberla visto. Finalmente, señor, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre, honrarse con mis pensamientos y decorarse con mis hazañas. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, si no le importa hacer una declaración ante el alcalde de este lugar, de que vuestra merced no me había visto en todos los días de su vida hasta ahora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en esa segunda parte tarraconense, ni este Sancho Panza mi escudero es aquel que vuestra merced conoció».Y eso hicimos. Después de comer se llegó el alcalde de aquel pueblo al mesón, y delante de él certifiqué que aquel caballero no era de ningún modo el don Quijote de la Mancha que andaba en la Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por ese tal Avellaneda, y así lo proveyó el alcalde jurídicamente. Esa misma tarde partí hacia mi tierra. Apenas habíamos estado juntos unas horas, pero bastaron para sacarme de un error tan señalado. Y aún recorrimos juntos esa jornada un buen trecho del camino, y en ese poco espacio me contó don Quijote del encantamiento de Dulcinea y del remedio para desencantarla, que fue que hubo de darse Sancho Panza tres mil trescientos azotes, y de la desgracia de su vencimiento en Barcelona, a manos de un caballero que le había impuesto la penitencia de no volver a armarse ni a salir de su lugar en un año, a donde iba a recogerse. Y aquí es a donde quería llegar con esta larga historia, don Santiago. Y es que no creo que el don Quijote que vos habéis asegurado encontrar en La Almunia de doña Godina sea el verdadero don Quijote, pues creer que este caballero torcería un juramento dado, sería pensar lo imposible. Más bien creed que a quien visteis será el que yo conocí en muy mala hora para mi infortunio, que lo hayan soltado de la Casa de! Nuncio, teniéndolo por cuerdo, o que, como sospecho, se haya escapado, y ganas me dan de correrme hasta La Almunia, darle caza y volverlo a recluir, aunque sólo sea por que no vaya por esos mundos emporcando el nombre de alguien a quien no llega a desatarle la loriga. Y como creo que no debo de andar muy lejos de donde creo tiene su pueblo el verdadero don Quijote de la Mancha, porque muy cerca de aquí nos despedimos la primera y única vez que nos vimos, tentado estoy de salir al encuentro del verdadero y advertirle de lo que pasa, para que transcurrido el plazo de su penitencia, vaya en busca del falso que le suplanta, lo rete, lo venza, y sin piedad le traspase la lanza entre los ojos, como solían hacer Héctor, Aquiles y cuantos pelearon al pie de las murallas de Ilion con sus enemigos.

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