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CAPÍTULO SÉPTIMO

De allí a un buen rato aportó por la casa de don Quijote maese Nicolás. Traía en una mano la bacía y en la otra un zaque con la navaja, las tijeras, un peine y algunos pomos con aceite de estoraque, agua de rosas, jaboncillo de Venecia, solimán y otros lucentores para amortajarlo. No le parecía decoroso que su amigo se presentara con aquellas confusas barbas ante las de Dios el día del Juicio.

Se encontró cerrada la puerta del mechinal donde lo había dejado, y por no armar escandalera en la casa de un muerto llamó con la voz apagada al ama Quiteria, y se llevó un gran susto cuando la vio aparecer precisamente del cuarto donde yacía don Quijote.

El ama ni siquiera se entretuvo en saludarlo, sino que se fue a su aposento, como urgida por algo. Ya a solas en él, abrió un arca. y guardó entre sus tesoros de tela blanca el pañizuelo que acogía las dos gotas de cera que habían estado en contacto con los párpados de don Quijote.

Cuando salió, vio llegar a Antonia, con el hábito de Santa Clara.

– ¿Cómo es que has tardado tanto? -preguntó.

Oyeron a maese Nicolás que pedia un poco de agua caliente.

Y de allí a un rato, empezaron a llorar las campanas el clamor de los difuntos. En ese instante ordenó Quiteria a Cebadón que fuese a buscar a Sancho.

Fueron aquellas campanadas las que dieron pie a que pasados (os años tomase cuerpo la leyenda de que se habían puesto a tocar solas, porque en aquel entonces la iglesia no contaba con sacristán y don Pedro ya era muy viejo, flojo y achacoso como para ocuparse él de ese menester. Había que subir por una escalera medio podrida, y don Pedro ya no estaba para tales escalas.

El cura, compungido como la mayoría por aquella mala noticia, había llegado a la rectoral y a medida que pasaban los minutos se entristecía más y más. Sabía que había muerto cristianamente y confesado y que había sido ungido por el santo óleo, pero no le bastaba. No se resignaba a que hubiese muerto. No era sólo uno de sus mejores amigos, sino de los más antiguos, y con él había jugado cuando Alonso era un niño aún, recién llegado don Pedro al pueblo con las órdenes apenas estrenadas, y con él había cazado con visco pájaros, y leído con él, a menudo en los mismos ejemplares, las primeras novelas. Y de pronto, con los ojos bañados en lágrimas, en la soledad de su casa, y sin que nadie le viese, rezó por el alma de su amigo más de dos horas seguidas, y le parecía que rezando por su alma, lo hacía por la suya propia, y empezó a creer que el siguiente en seguirle a la tumba sería él mismo.

Le daba vueltas la cabeza y hasta en el hecho de sentarse encima de los anteojos y romperlos vio una premonición.

Cuando acabó de rezar no lo pensó más, y subió los más de ciento cuarenta traveseros. «¡Don Quijote muerto!», se iba diciendo. Llegó arriba, se quitó la correa de la sotana, lió con ella el badajo de una de las campanas, y pudo así, a dos manos, hacer sonar, con lastimoso acento, el lloro por el caballero. Se pasó más de media hora tundiéndolas a muerto, aturdiéndose con aquel sonido y con la magnífica llanura manchega que tenía a sus pies, delante de los ojos. «¡Pobre don Quijote! ¡Muerto!» Aunque en realidad parecía que estuviese diciendo: «¡Pobre don Pedro!».

Aquella música campanil fue sin embargo el mejor acompañamiento para que el bachiller Sansón Carrasco ensayase en el estudio de su casa el epitafio que habría de acompañar el cuerpo de don Quijote en su correspondiente filacteria. No le costó traer del éter la primera estrofa:

Murióse al fin quien puso con su espada
un orden nuevo de justicia y sueño,
devolviéndole al mundo en loco empeño
su más cuerdo valor, como si nada.

Siguieron a éstas otras estrofas no menos inspiradas y cuando ultimó y pulió sus versos, quedó tan a gusto con ellos, que se levantó con el ánimo espumoso y, sin pensarlo, salió camino de la casa de don Quijote, con el propósito de enseñárselos a alguien y cosechar los primeros parabienes.

Encontró la puerta abierta y la casa, al contrario de lo que supuso, reposada, el patio despejado, la sala sin gente, y la enfermería donde había muerto, desalojada. Únicamente las moscas volaban desesperadas y aún más belicosas, sin encontrar nada donde posarse, porque habían desaparecido del mechinal el muerto, el trasportín y el colchón, y cualquier otro vestigio de lo que allí había sucedido esa mañana.

Quedó atónito con tal mudanza y buscó el cadáver de su amigo por toda la casa, sin hallarlo, ni abajo ni arriba.

Era una casa grande, de dos plantas, patio empedrado con tabas de cordero, testimonio del antiguo esplendor, corral, establo, caballeriza, bodega y sobrado o desván. Pesquisó primero los aposentos que se destinaban a los moradores, y no encontró a nadie. En el sobrado reconoció entre algunos viejos armatostes y tejas viejas puestas contra la pared, las armas del hidalgo, condenadas a aquel encierro por el juramento que don Quijote de la Mancha le hizo, cuando disfrazado como caballero de la Blanca Luna le exigió reposarlas durante un año y recogerse en su pueblo. Volvió al mechinal, no tanto para saber si habían devuelto allí el cuerpo de don Quijote en ese rato, sino para cerciorarse de que había mirado donde lo había dejado, y no en otro. El hecho le dejó confuso. No podía figurarse qué había ocurrido o qué estaba ocurriendo, y aunque no quería pensar en ello, sintió un vago desasosiego. Y por más que se decía, «ea, ánimo, Sansón, que los muertos no van a ninguna parte por su propio pie», no quería quedarse a merced de los fantasmas, si los había.

Los minutos le parecieron siglos. Oyó como murmurios en el piso superior, y el corazón se le apretó. Los oyó fuera, pero pasaron de largo. Ni la sobrina ni el ama dieron señas de vida ni ninguno de los amigos que hacía dos horas habían estado con él velando a don Quijote ni nadie que le contara lo que allí estaba sucediendo, como si a ellos también los hubieran hecho desaparecer algunos verdaderos encantadores.

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