CAPITULO VIGÉSIMO TERCERO
Después de aquella conversación se fue Sancho a buscar al bachiller Sansón Carrasco, y quedó Teresa Panza inerte en su silla, donde se la encontró una hora más tarde, llorando, San-chica, su hija, que venía de pastorear media docena de pavos que había llevado a comer la hierba de un hontanar no lejano del pueblo.
– Ay, madre, ¿qué ha sucedido aquí?;Dónde está padre?-preguntó alarmadísima la muchacha, sabiendo cómo estaban las cosas en su casa y las últimas manías de su padre, a quien no había vuelto a ver hacer nada desde que se muriera don Quijote.
– A tu padre se le ha contagiado la locura de su amo, que Dios confunda en los infiernos, y acaba de decirme que piensa regalarse y darse al solaz y a la conversación, como un hidalgo, metido en no sé qué estudios, y él, que nunca ha sabido distinguir un buenas de un amén en toda su vida, quiere dar en gramático.
Sanchica no sabía lo que significaba la palabra gramática, pero le sonó a cáncer, y alarmada por el lloro de su madre, rompió a llorar amargamente.
– ¿Por qué todas las desgracias llueven sobre los pobres?
¿Qué pecado hemos cometido para que mi padre quiera ser gramata? Ya sabía que nada bueno podía sucederle, desde que después del entierro, donde la cogió buena, dio en no querer beber vino. ¿Y de qué viviremos, madre, todo este tiempo? ¿Dónde se quedó todo aquello de que iba a hacerme gobernadora y a casarme con un conde o un marqués? ¿Acaso mi padre cree que la vaca y el carnero los dan gratis en la tienda, y que el sastre da sus puntadas sin hilo? Tendré que trabajar de la mañana a la noche lavando lino o tejiéndolo, si no queremos morirnos de hambre. ¿Y no decía padre que había vuelto muy ganancioso de haber servido a don Quijote? ¿Dónde están esos dineros que dijo que traía? ¿Qué es ese dislate de ser ahora licenciado? Por su mal le nacieron alas a la hormiga. Y antes que lo piense, se habrá perdido, y doctores tiene la Santa Madre Iglesia. Pero calma, madre, que Dios proveerá. ¿No decía nuestro padre que venía esta vez muy cosido de dineros? El recuerdo de los dineros que había traído Sancho serenó a Teresa Panza en sus hipidos.
– ¿Dineros? -repitió abstraída-. ¿Quién sabe qué se harán?
Pero en su interior tomó la determinación Teresa de no dejarlos escapar, como no se abre solo el cepo que apresó al raposo.
Entre tanto, había llegado Sancho a casa del bachiller.
– ¿Y cómo en todo este tiempo ninguno hemos podido verte, Sancho? ¿Qué ha sido de tu vida? ¿Te cuesta encontrar un amo tan bueno como don Quijote?
– Como él no habrá ninguno. Y si he tardado tanto en salir de mi casa y en dejarme ver ha sido, quiero que lo sepáis, porque la decisión que había de tomar requería reposo y silencio. Sepa vuesa merced que el tiempo que serví a don Quijote me reportó algunos sueldos, con los que pienso pagar las lecciones que habéis de darme y yo recibir.
– No hables de dinero, Sancho, antes de que me digas qué lecciones son esas que he de dispensar con tanta acucia.
En breves palabras le expuso Sancho que venía pensando desde la muerte de su amo que la única manera de recordarlo, sería, para cuando le flojeara la memoria, leer en el libro donde se recogían sus comunes andanzas, y en el que, según le confirmó el propio Carrasco, debería estar ya impreso en ese momento, con las nuevas, y que él había pedido por carta a su librero en Salamanca.
Se asombró mucho el bachiller de esa pretensión del escudero, pero en su interior aceptó tomarlo como escolar, de modo que pudiera demostrar a su señor padre cómo sin ser clérigo alguien podía ganarse la vida abriendo un estudio en aquel pueblo, tan necesitado de él.
– ¿Y tú estás seguro, Sancho, de que no te avergonzarás al verte tratado como un párvulo, ni te correrás al no comprender a tu edad las cosas que tan fácilmente aprende un niño con sólo mirarlas?
Negó Sancho moviendo la cabeza, sin despegar los labios, con verdadera aplicación de neófito, pero luego añadió:
– No está tan duro el alcacel para zamponas; quiero decir, que hágame un agujero, sople y pitaré.
Su resolución era firme: quería aprender a leer. ¿Y cuándo concibió una idea que todos consideraron descabellada y algo presuntuosa?
Sin la menor duda, después de morir don Quijote. Nunca hasta entonces había mostrado el menor interés por las cuestiones literarias. Al contrario, se hubiera dicho que se sentía orgulloso de que únicamente con su buen sentido y su memoria para acordarse de las cosas que se le referían o los refranes que se le venían a la boca por docenas, pudiera tratar con todo el mundo, de duques a pastores.
No, y tampoco le importó que algunos en el pueblo se descosieran murmurando, tildándole de pedante y culterano, porque la noticia se extendió rápidamente por todas partes. Ni que Teresa Panza estuviera sin hablarle mientras duraron aquellas lecciones, aviniéndose de mala gana a ponerle la comida en la mesa, o que sus hijos evitaran en lo posible hallarse a solas ante él o que cuando esto ocurría se pusieran a llorar como ceporros.
Algo había cambiado de manera profunda en Sancho. Y como a nadie podía confesarle los efectos de aquel cambio, a sí propio se los manifestaba: «Sancho -se decía-, tú ya no eres el mismo, tú eres otro. Pero no sé quién soy. ¿A quién ha de dar cuenta un hombre sino a su conciencia?».
– Mira, no te confundas, Teresa. No quiero ser más de lo que soy, pero tampoco menos de lo que podría ser -se atrevió a decirle un día, antes de coger su cartilla para ir donde el bachiller. Pero Teresa, como sus hijos, cada vez que le oía hablar de aquella manera extraña, se echaba a llorar.
– Antes, cuando hablabas, yo te entendía, pero que me lleven todos los diablos si comprendo una sola palabra de lo que dices. Ni sabes tras de lo que ce andas ni sabes lo que quieres. ¿Y por eso renunciaste a ser gobernador? Habrá sido el primer caso en la historia que alguien tira el cetro y sale corriendo, el primero que respirando los aires de la abundancia, entierra la cabeza en el polvo de la miseria, el primero que llega a una cumbre, y se despena por fantasía, el primero que halla una mina de oro, y esparce por el suelo las pepitas, como granos de cebada, para que se las coman los pájaros, el primer pobre que pudiendo ser rico dice sigo de pobre. No te conozco, Sancho.
– No sabes de lo que hablas. Yo no soy todavía el que soy, pero muy pronto voy a serlo, y no quiero ser más, pero tampoco menos.
_-Sí -le replicó con sorna su mujer-.ya te entiendo. Tú quieres ahora ser caballero y regalón, de los que mira el sol y dicen todo me sobra, si es que el día menos pensado no nos enteramos de que te has fugado con esa tal Marcela.
– Más o menos -respondió sardónico el escudero-. Sabes que soy paciente y de natural pacífico. Puedes quedarte ahí mil años metiéndome un aguijón, y sabré sufrirlo. Y te conviene saber que después de cierta pendencia que tuvimos don Quijote y yo en una venta con un barbero, de quien en justa batalla cobramos don Quijote una bacía y yo una albar-da, como despojos, y viéndome pelear tan rudamente, don Quijote se propuso armarme caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería bien empleada en mi la orden de la caballería. Dime tú qué madera no descubriría en mí aquel hombre tan fino ni qué antiguos linajes caballeriles, que seguramente si sacudieran el árbol de los míos, iban a caer pomas de oro y la misma canilla de la pata del Cid. Hombre de pro, me llamó. Sucedió esto hace un año. ¿Tú crees que no pasaron después entre nosotros ocasiones en que se hubiera podido llevar a efecto aquel deseo, a poco que yo se lo hubiera recordado, a poco que yo me hubiera mostrado ansioso de tal gloria, necesitado de ese honor? Has de saber que vulgo nací y vulgo moriré, porque ésta es mi condición, y de nada me avergüenzo, porque en mí toda intención es recta y todo pensamiento honesto y limpio. Que hablen, que digan. Murmura tú, desespera, llora y rabia, pero aquí el único que fue gobernador fui yo, y de la misma manera en que llegué a serlo, dejé de serlo por mi voluntad, y lo volvería a ser una y mil veces, si quisiera, porque hay una ínsula para cada deseo, pero yo ya no deseo, y nunca volveré a ser gobernador así se me pusieran como musas todas las ínsulas en fila, y nadie me desviará de mi camino. Lo anuncié el día aciago en que desengañado y vencido abandoné mi ciudadela a quien mejor quisiera gobernarla. Les dije, «señores míos, dejadme volver a mi antigua libertad; dejadme que vaya a buscar la vida pasada, para que me resucite de esta muerte presente. Yo no nací para ser gobernador, ni para defender ínsulas ni ciudades de los enemigos que quisieren acometerlas. Mejor se me entiende a mí de arar y cavar, podar y ensarmentar las viñas, que de dar leyes ni de defender provincias m reinos. Bien se está San Pedro en Roma; quiero decir, que bien se está cada uno usando el oficio para el que fue nacido. Mejor me está a mí una hoz en la mano que un cetro de gobernador; más quiero hartarme de gazpachos que estar sujeto a la miseria de un médico impertinente que me mata de hambre; y más quiero recostarme a la sombra de una encina en el verano y arroparme con un zamarro de dos pelos en el invierno, en mi libertad, que acostarme, sin ella, entre sábanas de Holanda; más aprecio yo estos calzones rotos y mi caperuza, que un jubón de antílope y un sombrero de altos vuelos. Vuestras mercedes, les dije en aquella ocasión, se queden con Dios, y digan al duque mi señor que, desnudo nací y desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; quiero decir, les dije, que sin blanca había entrado en aquel gobierno y sin blanca salía, bien al revés de como suelen salir los gobernadores de otras ínsulas».Y créeme, Teresa, que así como lo dije, lo siento todavía. Y muchas cosas han pasado desde entonces. Ahora empiezo a ver lo que don Quijote fue para mí y para todos nosotros, lo veáis o no. Y quiero consagrar este tiempo no a solaz, como sé que andas diciendo por ahí, poniendo al mundo en contra mía. Yo ya no conozco el solaz, para mí se acabaron los largos sueños, yo vigilo, pienso y me quemo las cejas, y donde no lo espero, se andan mil pensamientos toda la noche arriba y abajo como un rebaño con sed. Nos morimos de un día para otro, la vida se va en un soplo, y no brillan las estrellas con tanto ruido como nosotros sin luz ninguna nos movemos por este mundo. Otros se marchan de morabitos a una ermita, y en la aspereza de una espelunca, rezan y meditan, o abrazan la regla de un convento; otros, para no acometer ni lo uno ni lo otro, se hacen bandidos, como el caballero Roque Guinard y el trozo de gente que le defendía, que conocimos en las sierras catalanas; y otros, en fin, se salen de su patria por correr aventuras en pos de venturas dudosas y muy hinchadas ambiciones que nunca verán cumplidas. Don Quijote fue loco y yo soy cuerdo, y de eso va lo que de la noche al día. Pero el secreto de nuestro buen avenimiento estuvo en que yo llevé paciente su locura y él llevó con no menos paciencia mi cordura, en ¡o que probamos los dos ser juiciosos. ¿Tú crees que no encontraba yo impertinentes su creerse caballero y todas aquellas trasmutaciones que le llevaban a ver castillos donde no había más que ventas y princesas donde no acechaban más que labradoras, y grandes enemigos en todos los vizcaínos que nos topamos?;Y acaso tú piensas que no le mortificaba verme comer con tan buen apetito como de ordinario me veía, o soltar refranes a todas horas, o hablar por cualquier cosa, que ya sabes tú que soy curioso y todo me desata la lengua? Así que él, por mí, y yo por él, hubiéramos podido llegar a China y volver al cabo de veinte años, sin que entre los dos hubiera habido la menor cuestión. Me lo has oído decir muchas veces, todos somos locos, los unos por los otros. Y ahora empiezo a comprender que el buen gobierno de una nación no lo hace un loco, pero tampoco un hombre en exceso juicioso, que a fuerza de buen juicio acabe en demasiado riguroso y soberbio, y así de éste redimiría su juicio un poco de locura, como le redime a don Quijote un poco, y aun un mucho, de su cordura. Lo que yo pido ahora es bien poco. Paz; silencio, estudio.;Es un delito que un hombre como yo quiera saber qué hizo para saber qué hará?