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– Nunca dije que yo creyera en tales fábulas -se defendió Sancho-, pero don Quijote sí, y así ese señor Merlín que vino a casa de los duques le dijo que si quería ver desencantada a Dulcinea y devolverla a su porte principesco, borrando la apariencia de grosera labradora a la que la habían reducido, tenía que darme yo tres mil trescientos azotes.

– ¿Pero no me dijiste el otro día que en ese punto de Dulcinea le habías tenido engañado a tu amo siempre? ¿No me contaste que la primera vez que te mandó a llevarle no sé qué cartas, no fuiste, y luego le contaste que sí la habías visto y añadiste además todo lo que un enamorado quiere oír siempre de su dama, diciéndole que Dulcinea era así y asá de hermosa, de gentil y de radiante?

– Todo eso es cierto, y no es cosa que me guste recordar, porque parece que soy un pícaro. Pero ¿qué podía hacer? Si le decía que no había ido, contaba con su ira, y diciéndole que la había visto, qué daño podía hacerle a quien ya la tenia presente a todas horas.

– No me meto en tus negocios, pero;qué tiene que ver todo eso con el encantamiento de Dulcinea?

– Tiene que esta última salida don Quijote hizo que fuésemos al Toboso. Yo iba bien corrido, pensando que cuando me preguntara que le llevara a la casa de Dulcinea, en la que él daba por supuesto que yo había estado llevándole las cartas, no iba a saber qué decirle. Así que la primera moza que nos topamos se me ocurrió señalársela como Dulcinea. Y él podía estar loco, pero no era tonto, y me dijo que cómo era posible que Dulcinea fuese una moza tan ordinaria, con aquella voz de mulero que tenía. Y ya sabes tú lo que dicen, más vale sostenerla y no emnendalla; yo me hice fuerte eh lo mío, y él dudó; le mentí, y lo creyó, y le pregunté cómo es que no veía a la mujer más hermosa de la tierra, y no supo qué responder. Él me decía: «Pues no la veo».Y yo le decía, «si está delante». Hasta que él mismo encontró la solución del enigma, que fue dar en pensar que, así como yo la veía tal como era, en su porte princesino, él tenía que conformarse viéndola bajo la apariencia de una campesina vulgar, merced a los encantamientos que con ella habían obrado sus malos enemigos. ¿Lo entiendes ahora? A partir de ese momento su terco desvivir fue el de desencantar a Dulcinea y volverla a su ser genuino, porque te diré que tanto como no poder gozar de su visión, le sumía en la desesperación más completa el que la reina de sus pensamientos tuviera que soportar sobre su delicada piel las burdas sayas de una pueblerina. Y ahí es donde entró en danza el señor Merlín con lo de mi zurra.

– ¿Pero me vas a decir que tú crees en esas cosas?

– Mira, Teresa, en lo del encantamiento de Dulcinea no puedo creer, porque tampoco creí nunca en Dulcinea. Pero nada me hace pensar que Merlín no fuese Merlín, y anduviese o no tan errado como don Quijote del encantamiento, el caso es que yo debía azotarme. No quería yo, y no quería otra cosa mi amo. Llegamos él y yo incluso a las manos. Hasta que acordamos que me pagaría un cuartillo por azote.

– Espera, Sancho y no vayas tan deprisa. ¿Llegaste a darte todos esos azotes?

– ¿Yo? ¿Me has visto alguna vez chuparme el dedo? Pero fue a mi amo a quien se le ocurrió pagármelos, porque el tal Merlín no dijo nada de pagarlos o dejarlos gratis. Y creo que no puede acusarme nadie de engañar a mi amo don Quijote. Acaso se podría reprocharme que no le desengañara diciéndole que aquellos azotes no servirían de nada, pues ni existía Dulcinea encantada ni existiría desencantada, pero ni le desengañé yo ni hubiera podido desengañarle nadie, ya que con mi amo tratándose de Dulcinea habría sido dar coces contra el aguijón. Lo demás, el que quisiera cobrarlos, estando él dispuesto a pagarlos, el amor que les tengo a mis hijos y a mi mujer hizo que me mostrara interesado.

– Bien hecho, marido mío, ahora sí te conozco. ¿Y a qué se llegó?

– Si los ricos pueden pagarse sus locuras y los locos gastarse su hacienda en los que somos pobres, ¿qué nos han de importar a nosotros los pobres las locuras de los ricos? Le pregunté cuánto me daría por cada azote que me diese, y me respondió que si él me hubiera de pagar conforme lo que merecía la grandeza y calidad de ese-remedio, el tesoro de Venecia y las minas del Potosí serían poquísimos para pagarme, y me ordenó que tentara la bolsa con el dinero suyo que llevaba yo. y que tasara el precio a cada azote. Y eso hice, vi lo que había, y sin querer abusar de su largueza, porque la avaricia rompe el saco, le dije que un justiprecio sería el de pagarlos a cuartillo cada uno. Le pareció bien, y teniendo en cuenta que eran tres mil trescientos azotes, hablamos de tres mil trescientos cuartillos, que son los tres mil, mil quinientos medios reales, que hacen setecientos cincuenta reales; y los trescientos, ciento cincuenta medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a los setecientos cincuenta, son en total ochocientos veinticinco reales, diez veces lo que gané en jornales, y con ellos mírate rica, Teresa mía, y a mí bien triste, porque me comen ahora los escrúpulos y no me parece del todo bien lo hecho, aunque por todo lo dicho, no se hubiera podido hacer de otra manera.

– ¡Cómo no! ¿No lo dio tu amo por bueno en su testamento? ¿No dijo él «estamos en paz», dando a entender que lo que había hecho loco lo sancionaba cuerdo? Albricias y bienvenidos sean todos esos dineros, y qué gran numerista ha perdido el mundo!

– Quizá sea como tú dices -admitió Sancho con escaso convencimiento.

– No le des más vueltas. Pero ¿acabaste dándote esos azotes? Porque aunque fuese una locura suya, no querría yo disfrutar ni un solo cuartillo que no lo sepa salido de un trabajo honrado…

– Eso, la verdad, es cosa que ni conviene a tu indiscreción ni le interesa a mi honra. Sí y no, te diría. Aunque repito, ¿en qué hubieran cambiado las cosas de haber sido de una o de otra manera, si Aldonza Lorenzo iba a seguir siendo Aldonza Lorenzo en cualquier caso? Pero como no quiero dejarte en ascuas, atente únicamente a lo que don Quijote dejó zanjado en su testamento, como acabas de decirme. Con o sin azotes, Aldonza nunca será Dulcinea, ni Dulcinea Aldonza, y piensa que por mucho pan nunca mal año, y todos somos locos, los unos por los otros.

– Y dime una cosa más, Sancho, ¿tienes a mano todos esos dineros?

– Ahora lo verás -respondió el ahorrativo escudero.

Salió de la cocina y en un instante subió y bajó Sancho del desván de la casa donde guardaba, debajo de una baldosa, un esquero de cuero rojo con todos aquellos caudales que eran suma de los que quedaron del viático de don Quijote, de los dados por el duque, triste precio de las burlas que hubo de sufrir, los cuartillos azotados, y otros reales más que don Antonio Monero, que los alojó en Barcelona, quiso darles; y aún debieran contarse aquellos que la munificencia de Roque Guinard no quiso robarles cuando cayeron en poder de su partida de bandoleros.

– Aquí comparecen, mujer-le dijo Sancho, poniéndolos en la mesa-, pero has de saber que la mayor parte de este dinero irá a parar a mi amigo Sansón Carrasco, y que no pienso trabajar en todo un año, el tiempo que he calculado puedan tomarme ciertos estudios y meditaciones acerca de la mudanza o no de mi estado.

La mueca de Teresa Panza al oír hablar de estudios al porro de su marido fue para no contarla, y a punto estuvo, del espasmo que la sacudió, de esparcir aquellos caudales por el suelo.

– Ay, Sancho; no te conozco. ¿Qué estás diciendo?

– No te apenes y no sufras, porque de aquí a un tiempo podremos doblar este dinero con lo que hay escondido no muy lejos de nuestra casa, y de lo que ahora no puedo decirte más sino que será mucho, y si lo hallamos será nuestro. Mientras, hazte cuenta de que esto ni es tuyo ni mío.

– ¿De quién si no?

– De la gramática.

– '¿Y ese tesoro?

– De quien lo encuentre.

– No te entiendo, Sancho. ¿Y tú de quién eres?

– ¿Ahora?

– Ahora -le apremió Teresa.

– Ahora yo ya no soy de nadie. Y podría decirte lo que Marcela: «Yo nací libre, y para vivir libre escogí la libertad de los campos».

– Ay, Dios, Sancho. No me asustes. ¿Y quién es esa Marcela? ¿Tu Dulcinea?

– No. Marcela es, como si dijéramos, una manera de hablar.

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