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CAPITULO DÉCIMO SEXTO

Quiteria, que tenia que estar de vuelta de Hontoria ese día, no apareció. Cebadón, después de que sucediera todo lo que sucedió, todo lo que para Antonia no había sucedido, fue a buscar un guitarrillo con el que solía acompañarse cuando cantaba, y allí mismo, en el patio, para que la muchacha le oyera bien, empezó a templar ásperos y alusivos sones.

En las galernas de amor
el que manda es el querer
y por eso nunca digas
de esta agua no beberé,
porque podría ocurrirte
que te murieras de sed.

Desde su aposento, en el primer piso, donde había subido la muchacha a lavarse, lo oyó enfurecida, sin atreverse a mandarlo callar. Siguió el mozo, más y más enardecido, cantando unos buenos ratos, sentado en el patio, apoyada la espalda contra una pared y las piernas extendidas sobre aquel pavimento de guijos y tabas que formaban curiosas trenzas y dibujos.

Al rato bajó Antonia y se plantó delante de él, esperando que dejara de pulsar la guitarra para hablarle. Lo hizo el mozo, pero no tan deprisa como le obligara el decoro, retando a la muchacha con la mirada. Se medían los dos, por ver quién salía victorioso de aquella justa, y sin perder la paciencia ni la compostura, le ordenó Antonia con musitada firmeza, inexplicable en alguien tan joven, que se levantase y se marchara a sus labores, porque no eran horas de estarse cantando. No tuvo otro remedio Cebadón que rendirse a la fuerza de aquella orden, y con una sonrisa de bravo en el rincón de la boca, se levantó muy despacio. Luego, y sin dejar de mirarla a los ojos, añadió con cinismo:

– Ay, Antonia, me estás matando. ¿Y el ama no va a volver? ¿Tenemos la casa para nosotros solos todo el día?

Quiteria enamorada de don Quijote, ya muerto. Cebadón conquistador de Antonia, y Antonia conquistada… del bachiller Sansón Carrasco. Al modo de las de Plutarco, eran las de todos ellos vidas paralelas en formación combinada. Todos parecían haberse enamorado de quien no debían.;Y el bachiller?

Para Antonia el mejor del mundo. A su lado se empequeñecía y se sentía como la niña que acaso jamás había sido, lo cual decía mucho bien de esa muchacha. Ni Quiteria, que presumía de conocerla tanto, podía barruntar aquellos arrebatos. Sí, Antonia era desdichada, «y nadie que lo sea por cuitas de amor puede tener un fondo malo», recordó que solía decir su tío. ¿No le había dicho Quiteria en una de sus últimas disputas que ella no era buena? ¿Cómo no iba a serlo, enamorándose de Sansón Carrasco?

Pero no estaba a la sazón Sansón Carrasco para pensar en Antonia Quijano, porque le sorbían el seso otras más graves

Por ejemplo, ahorcar la sotanilla de clérigo y dejar para siempre la carrera eclesiástica, a la que su padre le había destinado. Durante un par de años había pospuesto el recibir las órdenes mayores, pero no podía dejar pasar más tiempo sin comunicar su decisión. ¿Y cómo proceder entonces? Sin duda su padre trataría de convencerle para que se hiciera cargo de tierras y ganados, pero no, Sansón Carrasco no era tampoco un hombre agropecuario. Ya había probado el veneno de los caminos, la jalea de la fantasía, el vergel inagotable de los libros como para resignarse a llevar en aquel lugarón una vida languideciente que acabaría haciendo de él un pobre orate como su recién fallecido amigo don Quijote. No, marcharía a Sevilla, a Napóles, a Genova, a cualquier lugar donde floreciese el arte. Y aunque a nadie había participado aquellos deseos, los llevaría a cabo. Era un hombre resuelto. O se iría a América. Pediría al padre la parte de su hacienda, la vendería y se proveería de lo necesario para emprender nueva vida donde decían que los árboles manaban leche y las montañas oro, si se sabía ordeñarlos. Era libre, joven y nada ni nadie le ataba a aquella tierra.

Nadie hasta que se cruzó en su vida don Quijote de la Mancha, y como consecuencia de lo uno. lo otro: Antonia Quijano.

Ésta, mientras tanto, le dio muchas vueltas para hacerle saber a su enamorado todo lo que sentía por él y cómo ponía lo suyo a sus pies, pero por mucho que lo pensó, no dio con la manera de hacerlo. Por eso tomó la decisión de hablar con Quiteria, en cuanto se presentase la ocasión. ¿A quién, si no, podría consultarle? ¿Qué familia tenía ella en el pueblo para dilucidar tan peliagudas cuestiones?

Pero no pensó Antonia que en ausencia del ama sucediesen las cosas que sucedieron y lo más grave aún, que el ama Quiteria no apareciera esa noche. Ya cuando empezó a ponerse el sol, y después de aquel día tan triste para ella, en el que sucedió lo que ella creyó que no había sucedido, salió impaciente a la puerta de casa por si la veía llegar. Le inquietaba pasar la noche a solas con Cebadón y que volviese éste a las andadas.

¿Le diría Antonia a Quiteria lo que había ocurrido, cuando era la primera en creer que no había ocurrido?

Pasaron las horas, se echó la noche encima y Quiteria no llegó. Subió Antonia a la sala a esperarla, y oyó cómo el mozo rasgaba su guitarrillo de nuevo, y encadenaba coplas y romances, a cada cual más impertinente y mortificante para ella.

Sintió Antonia que necesitaba un hombre que viniese a ocupar el lugar que don Quijote, loco y todo, tenía en aquella casa. En cierto modo todos creían algo parecido, ella, Cebadón y el señor De Mal, el escribano. Todos, menos Carrasco. ¿En qué estaría pensando el bachiller?, se preguntó la muchacha. También ella necesitaba un hombre que la defendiera de aquellos que pretendían atropellarla por el hecho de estar sola en el mundo. Pero no Cebadón. Y no el señor De Mal, de cuyos planes sinuosos ni siquiera sabía nada Antonia todavía. Y Antonia tomó la determinación de que antes de casarse con Cebadón se ataría una piedra al cuello y se arrojaría a un pozo.

Esa idea tan descabellada de tirarse a un pozo le llevó a pensar que quien acaso la hubiera llevado a efecto hubiese sido el ama, al ver que ni ese día ni al otro dio señas de sí. Antonia empezó a temer que le hubiera sucedido en verdad una desgracia. Y no supo muy bien qué hacer ni a quién acudir, por no dar publicidad a sus desavenencias y disputas con el ama, y para que no le culpasen a ella de una desgracia que cada hora que pasaba cobraba más y más visos de realidad en las procelas de sus sobresaltos y sospechas.

Al tercero que faltaba, Antonia, a quien se le hacía ya insostenible estar todo el día a solas con su gañán, le ordenó ensillar a Rocinante y llegarse a Hontoria para recabar noticias de Quiteria.

El mozo, antes de partirse, preguntó muy jacarandoso sobre su caballería:

– ¿Serás mía, Antoñita? Porque sabes que sé cosas que conviene callarse, y de esta casa se van todos. Ya lo ves. Menos yo. que espero el si delante de don Pedro.

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