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CAPÍTULO DECIMOTERCERO

Llovió tanto y tanto que los caminos se llenaron de barro y lodo y la gente, si podía, excusaba tener que salir de casa.

El hueco dejado por la muerte de don Quijote en las vidas de sus amigos y parientes se hizo bien patente en ese tiempo, sobre todo ante la imposibilidad de trabajar los campos. Se estaban todo el día dando vueltas por la casa como hurones a los que se les hubiera tapado la boca de su madriguera, pensando y pensando.

Como los días de su enfermedad habían discurrido apaciblemente, ni al ama ni a la sobrina les hubiera importado volver a tenerlo así, en la cama, llevando pía la vida y alimentado con caldos de gallina, sin que nada le doliese y sin quejarse de nada. Sólo que se murió, y aquellos días tristes, encapotados, con el cielo entoldado y cada vez más cortos, se encargaban de recordarles que había muerto, llenándoles la cabeza de obsesivos temores tristes, pensando y pensando.

El grandísimo caserón de los Quijano quedó más silencioso y reposado que nunca. Y tuvieron las dos mujeres tiempo de vaciar el aposento que había sido del hidalgo, limpiarlo de polvo, regalar a los pobres del pueblo las ropas y zapatos que no podían ellas aprovechar, y hablar de don Quijote y de lo que iba a sucederles en adelante.

– Porque hay que ver -advirtió la sobrina- que son cosas que acaban de suceder, y ya le bailan a una en la cabeza, como si nunca hubieran pasado.

– A ti te bailarán, niña -dijo Quiteria-, que a mí no se me despintan, y no pasa minuto que no me acuerde de tu tío y piense para mis adentros, «ahora se hallaría en el patio, sentado, acariciando a sus galgos barcinos; ahora se estaría en el aposento de los libros, ahora miraría desde el palomar si venían o no lluvias, o cortándoles las alas a los palomos…». Desde que se nos escapó de casa ¡a primera vez, hoy hace un año y dos meses y trece días, y aún te diría los minutos, podría señalarte todo lo que nos ha sucedido, paso por paso. Primero los tres que estuvo perdido por ahí, en la Venta de los Astures. Esa vez vino mucho peor que salió, asegurando que ya era caballero y con el don puesto, él, que nunca lo había tenido ni falta que le había hecho tenerlo. Luego los veinte días que lo tuvimos en casa, sin que se mejorara en nada, o por mejor decir, cada día peor, aunque le quemáramos los libros y le tapiáramos el aposento donde los posaba, metido entre estas cuatro paredes todo el santo día como un lobo enjaulado, hasta que dio con el sandio de Sancho Panza y volvió a salirse a voltear el mundo, por donde anduvo otros diez días…

– ¿Sólo diez días estuvo con Sancho esa primera vez? A mí -dijo la sobrina con desenvoltura- se me hizo que anduvo más tiempo fuera. Habrá que preguntarle a él, que habrá llevado la cuenta aunque sólo sea para cobrarse los jornales.

– Esa cuenta le salió más que bien, porque a los tres pollinos que tuviste que darle sumó los muchos dineros que al parecer se encontraron en una maleta, y que tu tío, como era así de ilusionista y dadivoso, en vez de guardárselos como dueño que era de la aventura y señor de Sancho, permitió que éste los embaulara en su faltriquera. Pregúntale, pregúntale a Sancho cuanto quieras, que no te dirá nada que no te confirme yo de los días que se estuvieron fuera, que bien llevaba yo la cuenta aquí -y Quiteria se aporreó la frente con el dedo, aunque hubiera debido golpearse con él no la cabeza, sino el corazón.

Se acercó en ese momento Cebadón. Traía la colodra con la leche. Quiteria selló la boca y no volvió a abrirla hasta que el mozo, después de dejar la leche y llevarse una quilma de salvado, no se hubo alejado hacia el corral.

– ¿No has notado, Antonia, lo jaranero que anda este mozo desde que murió tu tío?

– ¿Y qué he de notar, sino que es un atolondrado de tomo y lomo, y medio idiota, todo el día cantando por los rincones, llueva o haga so!? ¿Qué le has visto tú de extraño?

Los barruntos que el ama Quiteria tenía eran todavía lo bastante oscuros y confusos, y se encogió de hombros. Cuando comprobó que el mozo se había alejado definitivamente, siguió su coloquio donde lo había dejado:

– ¡Y qué invierno tan triste fue este último! ¿Es que ya no te acuerdas, Antoñita, cómo lo pasó el pobre, sin un libro en la casa, paseando arriba y abajo todo el día, desabrido y hórrido, que ni quería ocuparse de su aseo personal? ¿No lo recuerdas? Hasta perdió las ganas de sacar a cazar a ¡os perros.! Qué tósigos por ver cómo se consumía, cuánto desasosiego, como una avispa en un frasco, tú lo viste igual que yo, él, tan cordero como había sido, y saberlo con aquellas ganas de que llegara el buen tiempo para escaparse, como los segadores, a cosechar sus aventuras, notando a toda hora el cielo, pulsando las estrellas, como los navegantes, para averiguar la mejor circunstancia para levar el aparejo.

– ¡Sí que es verdad! -admitió la sobrina-. Que ni yo, con todo lo que me temía, conseguí que se sentara a la mesa, ni arrancarle de la cama por las mañanas; tan postrado estaba. Todo el día en camisa o con aquella almilla de bayeta verde, con el bonete colorado toledano calzado hasta las cejas, las piernas flacas al aire y los pies metidos en aquellas zapatillas viejas y más rotas que un serón. Qué estampa, ama, qué pintura. Ay, si lo hubiesen visto como lo vimos nosotras todos esos que se dicen ahora sus partidarios, sus paladines, sus espoliques. ¡Se les hubieran quitado las ganas de admirarlo! Y ahora que lo pienso, si no se hubiera salido, se nos hubiera muerto en esta casa de todos modos.

– ;Por qué crees que lo dejé ir esa tercera vez? ¿No te acuerdas que llevaba lo menos nueve meses rumiando esa idea? Dos o tres días antes, por el Corpus, me dijo, con el brillo aquel suyo en los ojos: «Ay, Quiterilla, y cómo adelanta este año el verano y cómo están esperándome mis venturas!». ¿Sus venturas?, le pregunté, y me respondió: «Quien no ha aventura, no ha ventura, decían nuestros abuelos, Quiteria, y eso me abre el apetito». Y él, que no comía nada, me hizo que le friera media docena de huevos. Lo conocía como si lo hubiera parido, y bien sé que quien no la corre de joven acaba corriéndola de viejo. Recuerdo el día que se bajó de nuevo las armas del sobrado. Las guardó sin decir nada debajo del lecho, y se pasó las noches en blanco amolando y acicalando la espada con el esmeril, que no me dejaba pegar ojo. Luego debió de aderezar el morrión sacándole los bultos, encajar la celada que tan mal parada había llegado de Sierra Morena, reponer las presillas que faltaban y componer con cartones y latones lo que se había llevado su mudanza. Comprendí que si le estorbábamos, lo mataríamos de pesar, y además, ¿cómo podría una pobre mujer contener al señor de la casa ni mandar en su voluntad, y quién ha nacido que sepa ponerle puertas al campo? Puedes creerme que cuando yo digo que lo prefería loco, fuera de casa, que en casa muerto, es la pura verdad. Y que por lo menos la corriera, como la corrió. Y de los tres meses que ha estado fuera este verano, ni un solo día pasaba que no me acordara de él, a todas horas en vilo, temiendo que lo apalearan o lo ensartaran con una lanza. Y me iba a las eras del pueblo, por si lo veía volver por el camino, o me subía al sobrado por columbrar el horizonte, con el corazón encogido temiendo que nos lo trajeran atravesado sobre una bestia, o metido en una jaula, o me encaramaba en el palomar; y desde la misma hura por donde él afilaba su catalejo por descubrir las estrellas o denunciar nublados, miraba yo para ver si le veía de vuelta.

– Ay, yo no -se excusó la sobrina-. Le quería más que tú, porque al fin y al cabo era de mi sangre, pero yo estaba bien tranquila. Y no entiendo que pienses que le querías más tú, que no fuiste nada suyo.

– No digas, Antonia, que le querías más que yo, porque nadie sabe lo que en cada casa se cuece, y estoy por asegurar-re que cada palo que recibió en esos meses, los sentí yo en las entrañas, por cómo se me salía el corazón por la boca, sin venir a cuento, a cualquier hora, y yo me decía: Ay, señor Quijano, ¿qué os han hecho ahora?

– Yo sabía que mi señor tío era bueno para valerse, siquiera fuese por hacer honor a su linaje. Bien se conoce en esto que el tuyo es plebeyo, y hay cosas que no podrás entender y que todo re amilana.

Quiteria, acostumbrada a tales alfilerazos, no los tomaba en consideración, y había aprendido a responderle en el mismo tono:

– No sé lo que podré o no comprender, pero algo me dice que si no sentías lo mismo que yo sentía, eso sería porque no le querías lo mismo que yo le quise.

– Lo mismo y aun más -se defendió Antonia-, porque la sangre tira de otra manera, y por sus venas y las mías corría la misma, sin contar con la de mi señor padre, don Felipe, que algún día volverá, me llevará con él a Madrid y sabrá ponerme donde me corresponde, fuera de este pueblo y lejos de este caserón viejo y acabado que huele a freza. Pero dejemos estar esta cuestión de mi padre. De mi tío, yo casi prefería que anduviera por esos mundos, a que nos trajera de cabeza todo el día. Ya sabes lo que se dice, al loco y al aire, darles calle. Que cuando no vendía un majuelo para comprar más y más libros, repartía sus cuartos sin tino, e invitaba a unos y a otros a sentarse a su mesa, con tal de que le hablaran de la soldadesca. Hubo meses, y lo sabes mejor que yo, que no parecía sino que aquí viviera el señor Bartolomé de Castro, que no es precisamente un gorrión al que contenten cañamones y alpistes y el agua de la fuente, y lo que mi tío no se permitía comer, se lo daba a sus huéspedes con tal de que le regalaran los oídos con las cosas que quería oír, y lo que no bebía él, se lo trasegaban todos esos regalones, hambrones y tagarotes. Cuántas mentiras no le habrá adobado mi señor Castro de su milicia, con tal de poder agasajarse de gorra, con qué embustes le embaucaba más fácilmente que a un niño. Y cuántos gazapos a cuenta de una estocada, y qué pollos con alcaparras se llevaron sus asaltos, y qué bandadas de palominos rindió la punta de su lanza, y cuántos besugos como la leche domaron sus patrañas, y qué primorosos pucheritos de natas le ablandaron sus memorias de nada. Y dolor de cabeza me daba verle tan a merced de picaros, aprovechados y soldados viejos. ¡Y ese bellacón, golosazo y gumia de Sancho, que el diablo pierda! No estaba sino queriéndole sonsacar a la vida, y perderlo por esos andurriales. Así que yo pensaba, aire, aire, fuera de casa menoscabará su honra, y su honra es suya, pero la hacienda queda, dentro de lo que cabe, como siempre estuvo, y no por que viva aquí, va a recobrar el seso ni la honra, pues bastante desgracia era tenerle como le tuvimos. Lejos, perdía su honra, y en casa perdía doblemente su honra y su hacienda, que es la mía. A una casa de salud habría que haberlo llevado, con los señores locos. Y Dios me perdone a mí también por lo que voy a decir, Quiteria, que mejor es que Dios lo haya llamado a su seno, que dejárnoslo a merced de la tropa que lo sangraba o de los amigos que con él hacían burlas. ¿Y el cura, hurgando en la llaga de su locura, con la excusa de saber si había o no sanado? ¿Y su amigo el rapador maese Nicolás? ¿Qué necesidad tenía él de meterse en danza? ¿No le bastan sus academias? ¿No le basta el cuervo que tiene en su barbería? ¡Mejor hubiera sido que se hubiese entretenido en enseñarle latines y más tranquilo hubiera dejado a mi tío! Ha muerto, y bien muerto está en lo que a nosotras respecta. Mujeres somos, Quiteria, solas estamos, y para llorar sus penas, cualquiera se vale. Así que te lo digo bien claro: mi tío tenía su vida ya cumplida y la había gozado, era viejo, no tenía mujer ni hijos a los que haya dejado huérfanos, pero sí una sobrina amantísima que va a destinar la hijuela en misas que lo saquen cuanto antes del Purgatorio y que pondrá su hacienda en el mismo punto, si no más, de como él la tomó de sus padres, mis señores abuelos, si me dejan.

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