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CAPÍTULO NOVENO

Llegó la tarde, y con ella, de vuelta, Sancho, al que acompañaba Pedro Ángulo.

Entre los dos, uno cavando y otro apartando la tierra, uno en un cabo y otro en otro, dejaron lista la sepultura de don Quijote en el pequeño cementerio que se acostaba en uno de los muros de la vieja e imponente iglesia.

Mientras trabajaban le hablaba Sancho a Pedro Ángulo y le iba relatando historias y episodios ya famosos de su vida con don Quijote, y lo que a éste debía y lo que de él aprendió, que, según le confesó a su compadre, y no podía mentir allí, al pie mismo de la sepultura que le estaba abriendo, no había tenido en todos los días de su vida un amo como don Quijote ni creía lo podría volver a tener, y que eso en un pobre es cosa muy triste, porque era como saber que se ha llegado al cénit y ya todo va a ser rodar hacia al oscuro crepúsculo viviendo de memorias tristes y de pasadas glorias.

Pedro Ángulo se admiraba de oír hablar con tanta discreción a su vecino, pues lo tenía por hombre ameno pero de poco discurso y paniaguado. No se daba cuenta de una cosa, y es que de haber estado sirviendo a don Quijote, a Sancho se le había-pegado mucho del buen sentido de su amo, cuando éste lo tenía, e incluso un poco también de sus manías, fantaseos y quimeras, y a don Quiiote so le había pecado también un poco de los refranes y la visión de su escudero, y puede decirse incluso que al término de su vida don Quijote soltaba ya casi tantos refranes como Sancho, y lo llamaba «hermano», y más, «compañero del alma», y «ven acá, amigo mío, verdadero y leal como ninguno».

Por eso Sancho hablaba a veces que parecía un teólogo. Y esa manera de hablar de Sancho que admiraba al enterrador, también le fastidiaba. Y verle tan mejorado, porque era de naturaleza algo envidiosa. Llegó a pensar que Sancho quería presumir delante de él, cuando tantas veces habían destripado terrones juntos. También se había corrido por el pueblo que Sancho había traído tanto y tanto dinero esta vez, quilmas repletas de monedas, joyas, perlas y cadenas de oro que no partiría Hércules con su maza, así como escrituras de tierras en Aragón de la ínsula gobernada, y que dejaba en Barcelona media galera con un socio argelino renegado y reconciliado, que dedicaría al corso.

– Pero ¿fue para ti, Sancho, este don Quijote -le preguntó el enterrador con la sonrisa un poco biliosa- bueno porque te aconsejaba y enseñaba, o bueno porque te permitía que asentaras tú mismo la cuantía de tus jornales, como me acabas de decir, y porque, según todo el pueblo, te ha dejado en testamento la hijuela?

– Si me pagó bien, mal o regular, poco o mucho, no entro ni salgo a declararlo, que fueron asuntos nuestros, ni creo que haya que darle tres cuartos al pregonero, pero mejor me aconsejó, cuando tuve necesidad de ello, y ahora te diría que si viviera, sólo por servirle me quedaría a su lado, aunque no pudiera pagarme.

Sancho lo decía de corazón, pero Ángulo era un ser oblicuo y desconfiado y halló esa respuesta engreída y presuntuosa, y argüyó que decir eso era tirar con pólvora del rey, porque lo sabia muerto y bien muerto, v, 1 continuación se estuvo un buen rato sin decir nada. Empezaba a molestarle mantener aquella planea con Sancho, y en el fondo le mortificaba que fuese precisamente Sancho quien le hubiera ido a avisar, quedándose como testigo de sus necesidades y penurias, teniendo en cuenta además que ese Pedro Ángulo fue una de las personas a las que primero propuso don Quijote que le sirviese como escudero. Conociendo Pedro Ángulo la locura de su vecino, lo había tratado con desdén y mofa y le había dicho que antes se pondría él a servir al ciego hulero que entrar a su servicio, y ahora, suponiendo rico a Sancho con un oficio que él había desdechado, Pedro Ángulo no lo podía sufrir.

La tierra, seca de todo el verano, se mostraba dura como una piedra, y al cavar se levantó un polvo fino y blanco que secaba las gargantas.

– Yo prefiero con los amos -dijo al cabo de un rato el enterrador- mantenerme a un lado, y no entrar en sus cuestiones, porque tarde o temprano hacen valer ellos su autoridad, cuando dejan de tener su razón, y por eso nada como ponerse a jornal con un amo rico y partir la cena con un compadre pobre, y tú, que tanto te gustan los refranes, acuérdate de aquel que decía que ni en burlas ni en veras con tu señor no partas peras, o dame dineros, no me des consejos.

– Te equivocas mucho, vecino -le respondió Sancho-, porque quien te da un ducado y un consejo te da cien veces más que quien te da sólo un ducado, y si el consejo es bueno, vale más que cien ducados, y otro gallo te cantara, si buen consejo tomaras, y quien bien se aconseja, nunca yerra. Y yo sé que si por don Quijote hubiera sido, me habría cedido toda su hacienda, por tenerme regalado con él. Y más te digo: al final la hubiera partido conmigo si con ello no hubiese dejado desamparada a su sobrina.

Desde la sacristía, por un ventanuco, se oía el lúgubre golpeo de los legones, envuelto en las animados coloquios del escudero y del enterrador, lo que dio origen a otros que tuvieron lugar en presencia del cuerpo de don Quijote.

El ojo mal cerrado del caballero no parecía perder ripio.

– Me van vuesas mercedes a perdonar lo que ahora voy a decir, y en primer lugar me lo ha de perdonar mi querido don Quijote, que debe de andar a estas horas más arriba de donde le llevó el caballo Clavileño.

Y el señor Nicolás, a quien el mismísimo don Quijote había relatado esa aventura del caballo Clavileño, a cuyos lomos creyeron Sancho y don Quijote, más aquél que éste, que habían llegado volando a las regiones hiperbóreas, el señor Nicolás dio una solemne cabezada dirigiéndose al finado, como si le pidiese la venia para continuar, tal y como hacían en las sesiones de la academia, cuando alguno de los cofrades pedía el uso de la palabra.

Le escuchaban con atención el cura, que no se había apartado del muerto ni siquiera para comer, y que andaba un poco perdido, con unos anteojos viejos que encontró, con un cristal estallado, como huevo frito. Y estaban allí también el bachiller Sansón Carrasco y Pedro Alonso, el vecino que había recogido medio muerto a don Quijote hacía un año, cuando se lo encontró después de que lo apalearan los mercaderes toledanos que iban a Murcia. A veces llegaba alguien del pueblo, se plantaba delante del cuerpo sin vida del caballero, rezaba un padrenuestro, y se marchaba. La sobrina y el ama se habían ausentado, y preparaban en casa del hidalgo unos llamativos, para entretenerles el hambre hasta la hora del entierro, tras del cual pensaban también celebrar el banquete mortuorio, que igualmente iban metiendo ya en las ollas.

– El caso es -prosiguió maese Nicolás- que no sé muy bien a quién echaremos más de menos, si a don Quijote o a

Alonso Quijano. Si en Alonso Quijano nosotros perdemos a un buen amigo y la Iglesia a un buen cristiano, en don Quijote perdemos mucho más, un modelo de caballero. Todos trabajamos desde el principio de su locura por devolverlo al redil de los cuerdos. Cierto que a menudo nos juntamos con él y le aguijoneamos con el único afán de oírle disparatar y alegrarnos el tedio que se destila en un poblachón como el nuestro, pero Dios sabe que nada fue hecho con malicia, al contrario, a todos nos guiaron los buenos propósitos. Le abrasamos los libros que le habían despertado esa manía suya, cuidamos de su hacienda y velamos de sus mujeres cuando él corría por ahí detrás de la que nunca fue suya ni podía serlo, lo buscamos en la serranía donde lo sabíamos más demenciado y frenético que nunca y por él hicimos, poniendo nuestra reputación y buen nombre en hábitos de mojigangas y representantes, lo que no está escrito. Peor aún, lo que ya está escrito y publicado a los cuatro vientos, que se habrán de reír de nosotros mucho más que de don Quijote o de Sancho, vestidos como salimos de la venta, vuesa merced, don Pedro, ¡un cura!, ¡y a sus años!, en hábito de doncella andante con sayas, tocas, fajas de terciopelo y corpiños que no le estaban nada bien a la gravedad de esa sotana, con aquel birretillo de lienzo colchado que llevaba para dormir por la noche, y la liga de tafetán negro haciéndole de antifaz para cubrirse las barbas y la cara y que no le conocieran, y yo… Todavía me da risa recordarlo, y me reiría de no ser porque sería una cosa bien fea hacerlo con don Quijote de cuerpo presentísimo entre esos cuatro cirios. Y no estuve yo mejor que vuestra merced, escondido detrás de las barbas que nos prestó la cola de aquel buey barroso. Ay, Señor, y qué pronto se pasan las burlas y qué pocas ganas le quedan a uno de reír. Y es lo que digo: que, loco, don Quijote nos enseñó a ponernos, con razón o sin ella, al lado del que más la necesita, por faltarle la justicia, y a ninguno de cuantos conoció hizo mal a sabiendas. Al contrario, el número de aquellos a los que socorrió es infinito, tanto si le estaban engañando con burlas y chufetas, igual que hicimos nosotros, como si lo buscaban de veras para remediarse, que lo que a un hombre honra no es el fin que casi nunca alcanza, sino la rectitud de su intención y la pureza de corazón en alcanzarlo, aunque se lo estorben.

– Bien cierto es, barbero, lo que estáis diciendo -le confirmó el cura, que aprovechaba el largo velatorio para ir escribiendo, sentado a la mesa de aquella amplísima sacristía, unas cuantas cartas.

Las dirigía a don Fernando, a Luscinda, a Cardenio, a don Ruiz Pérez de Biedma y a su hermano donjuán, que habían conocido a don Quijote y simpatizado con él, admirándose de su estampa y su discurso, y a los que maese Nicolás y él mismo, el cura, habían conocido cuando salieron a buscar a su vecino y amigo. Todos ellos, al despedirse cuando enjaularon a don Quijote para traérselo consigo, le habían rogado que les escribiera contándoles en qué paraban aquellas prisiones del caballero de la Triste Figura y aquel suceso. Y el cura, con buen criterio, pensó que quien apreció en vida a don Quijote, sentiría su muerte y agradecería que se le comunicase. Y a esas cartas añadió el cura dos más, una, por especia! deseo de Sancho, y otra, por discreta indicación del propio don Quijote, que así se lo pidiera en confesión. La de Sancho iba dirigida a los duques. Sancho le rogó que pusiese en la suya algo más de lo que iba metiendo en las otras, ya que vio, mirando por encima de su hombro, mientras las escribía, que éstas eran demasiadamente cortas, y reputaba Sancho a los duques, que tuvieron en su castillo a don Quijote y le dieron a él la ínsula, muy importantes señores que no habían de conformarse con las cuatro letras con que los demás quedaban despachados; la otra la dirigió el cura, anunciando la triste nueva, a un caballero llamado don Diego de Miranda, modelo de caballeros, y al decir del don Quijote cuerdo, el único que se condujo con don Quijote loco con tanta suavidad y ponderación que no podría olvidarlo así hubiese vivido siete siglos, como tampoco hubiera olvidado aquella casa suya sosegada con un maravillado silencio, ni a su hijo el poeta, ni a su esposa, que tanto y limpiamente les regaló mientras estuvieron recogidos por su hospitalidad; y recomendaba don Pedro a todos aquellos correspondientes el libro que recogía la puntual y todavía parcial crónica de las cosas sucedidas a don Quijote, anunciándoles que también formaban parte ellos de ella, aunque les advertía que si lo adquirían, advirtieran que se trataba del de Miguel de Cervantes y no uno que circulaba con embustes afrentosos y vulgares, bajo la férula de un tal Avellaneda; así que don Pedro, mientras escribía estas cartas podía escuchar lo que decía su amigo el barbero, y aun responderle como lo hizo:

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