Литмир - Электронная Библиотека
A
A

CAPÍTULO TRIGÉSIMO SEXTO

Dejaron las muías en la posada llamada del Peine, en la calle Postas, cerca de la Puerta de Toledo, y marcharon sin demora de tiempo a buscar a Miguel de Cervantes.

Iban intrigados los dos amigos por conocer a quien tan bien parecía conocerles, no habiéndolos visto nunca, y pensando que de la misma manera que don Quijote se enamoró hasta las cachas como suele decirse, y de oído, puede uno conocer a un prójimo también de oído, sólo por las cosas que de él haya referido la fama.

No tenían modo más derecho que encaminar sus pasos a la casa del impresor y librero Cuesta, que había estampado las dos partes del libro, y lo hallaron en su nuevo taller de la calle San Eugenio, en un mechinal, corrigiendo unas sucias galeradas.

Se alegró mucho Juan de la Cuesta de conocer a personajes tan importantes de la historia, y les llenó de atenciones y cortesías, hizo traer dos sillas, y los sentó frente a su mesa y fue él mismo a buscar un ejemplar de la Segunda Parte , que les mostró.

Le contaron Sansón Carrasco y Sancho Panza que no sólo sabían de su salida, sino que la habían leído ya, y que la hallaban aún mejor que la primera, y le agradecieron con efusivos modos haber dado a conocer una historia tan bien traída.

– Los parabienes, señores, deberíamos en primer lugar dároslos todos a vuesas mercedes, como hace el público con los comediantes cuando acaban su representación; y en segundo lugar a Miguel de Cervantes que tuvo la suerte de encontrar la primera parte en el Alcaná de Toledo, y el tesón de pasar la segunda a limpio, ordenarla, pulirla y traérmela con las informaciones que de unos y de otros, hasta donde yo sé, ha ido recogiendo estos últimos meses, cosa que no debió de costarle mucho porque por todas partes se habla ya de esa historia, pero sí fatigarlo lo indecible, pues ya entonces el hombre andaba muy enfermo y no solía dejar el lecho. Por eso nada me entristece más que deciros que no podréis dárselos a Cervantes, porque no hace ni tres meses que lo hemos enterrado y no tenemos lágrimas bastantes para llorar al primero de los ingenios españoles, como confirma el hecho de que muriera pobre y dejado de la mano de Dios y de los pocos amigos que le quedaban, que lo asistimos hasta el final y le socorrimos en lo que pudimos. Miren en aquellos rimeros, ya compuesto en unas partes e impreso en otras, el último libro que me dio: Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Con qué ilusión esperaba su salida, y como ya han leído la Segunda Parte , sabrán que allí decía que este Persiles había de ser o el más malo o el mejor que se hubiera compuesto en nuestra lengua, entre los de entretenimiento. Y sabiendo yo que no es malo, sólo puedo decir que es el mejor. Sólo faltaban las tasas, las aprobaciones y este prólogo suyo, que ahora corrijo. No le quedaban fuerzas para respirar ni dolores que conocer, y aún raspaba en lo más hondo de sí donosura con que levantarnos a todos el ánimo, escribiéndolo. Léanlo, y verán que nadie ha dejado este mundo con el ánimo más entero.

Extendió Cuesta unas cuartillas al bachiller y allí principió su lectura en voz alta, por que Sancho pudiera oírlo también. Era la letra de Cervantes corrida y desigual, y tan temblona, que a otro no tan habilidoso en leer toda clase de letras como el bachiller, le habría costado entenderla.

Entró en ese momento un ayudante de Cuesta en la oficina, que lo reclamaba en las prensas, y allí dejó solos al bachiller y al escudero:

– Lean, lean con reposo esas líneas y vean si no mereció Cervantes ya que no mejor muerte, que no la tuvo mala del todo en unos tiempos en los que no basta tenerla para sobrevivir, sí una vida mejor, y la piedad que tuvo con otros, la tuvo consigo mismo, que no es fácil llegar a viejo y no amargarse.

Y dicho esto, se salió Cuesta a atender a su oficial.

Se puso en pie Sansón Carrasco, se arrimó a un ventanuco que metía en aquel lóbrego mechinal un poco de luz y allí principió su lectura, mientras Sancho se desarrancó en su asiento por escuchar más a su sabor las palabras últimas de Cervantes:

«Sucedió que viniendo otros dos amigos y yo del famoso lugar de Esquivias, por mil causas famoso, una por sus ilustres linajes y otra por sus ilustrísimos vinos, sentí que venía a mis espaldas picando con mucha prisa uno que, al parecer, traía deseo de alcanzarnos, y aun lo mostró dándonos voces que no picásemos tanto. Le esperamos, y llegó sobre una borrica un estudiante pardal. Venía todo vestido de pardo, antiparras, zapato redondo y espada con contera, valona bruñida y con trenzas iguales, la verdad es, no traía más de dos, porque se le venía a un lado la valona por momentos, y él traía sumo trabajo y cuenta de enderezarla. Llegando a nosotros dijo: "¿Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a la Corte, pues allá está su Ilustrísima de Toledo y su Majestad, m más ni menos, según la prisa con que caminan?, porque la verdad es que a mi burra se le ha cantado el víctor de caminante más de una vez". Alo cual respondió uno de mis compañeros: "El rocín del señor Miguel de Cervantes tiene la culpa desto, porque es más bien pasilargo". Apenas hubo oído el estudiante el nombre de Cervantes, se apeó de su cabalgadura y se le cayó aquí el cojín y allí el portamanteo, que con toda esta autoridad caminaba. Arremetió a mí, y, acudiendo a asirme de la mano izquierda, dijo: "¡Sí, sí; éste es el manco sano, el famoso todo, el escritor alegre, y, finalmente, el regocijo de las musas!". A mí, que había visto en tan poco espacio el gran encomio de mis alabanzas, me pareció una descortesía no corresponder a ellas. Y así, abrazándole por el cuello, donde le eché a perder de todo punto la valona, le dije: "Ése es un error donde han caído muchos aficionados ignorantes.Yo, señor, soy Cervantes, pero no el regocijo de las musas, m ninguno de las demás baratijas que ha dicho vuesa merced; vuelva a cobrar su burra y suba, y caminemos en buena conversación lo poco que nos falta del camino". Así lo hizo el comedido estudiante, tuvimos algún tanto más las riendas, y con paso asentado seguimos nuestro camino, en el cual se trató de mi enfermedad, y el buen estudiante me desahució al momento, diciendo, "esta enfermedad vuestra es de hidropesía, y ni toda el agua del mar Océano que dulcemente se bebiese, lo sanaría. Vuesa merced, señor Cervantes, ponga tasa al beber, y no se olvide de comer, que con esto sanará sin ninguna otra medicina". "Eso me han dicho muchos -respondí yo-, pero así puedo dejar de beber a todo mi beneplácito, como si hubiera nacido sólo para eso. Mi vida se va acabando, y, al paso de las efemérides de mis pulsos, que, a más tardar, acabarán su carrera este domingo, acabaré yo la de mi vida. En fuerte punto ha llegado vuesa merced a conocerme, pues no me queda espacio para mostrarme agradecido a la voluntad que vuesa merced me ha mostrado." En esto llegamos a la puerta de Toledo, y yo entré por ella, y él se apartó a entrar por la de Segovia. Lo que se dirá de mi suceso, tendrá la fama cuidado, mis amigos gana de decirla, y yo mayor gana de escucharla. Torné a abrazarlo, volvió a ofrecérseme, picó a su burra, y todo lo bien que él iba caballero en su burra, dejó tan mal dispuesto a quien había dado gran ocasión a mi pluma para escribir donaires. Pero no son todos los tiempos unos: tiempo vendrá, quizá, donde, anudando este roto hilo, diga lo que aquí me falta, y lo que yo sé que convenía. ¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra vida!».

Levantó los ojos del papel el bachiller y encontró los de Sancho tan encharcados en lágrimas, y exhalando sincopados hipidos, que fue necesario esperar un rato a que cobrase el aliento.

– ¡Lo que no hubiera dado por conocer a ese señor, que pudo escribir de sí mismo, como de los demás, sin afectarse! ¡Y cómo mi amo don Quijote hubiese pegado la hebra con él, siendo como parece que eran, de la misma carnada! Me ha parecido que tanto llegó este Cervantes a estimar a mi amo don Quijote, que se hubiera dicho que mientras aquél se moría en nuestro pueblo, se moría este Cervantes en Madrid, y que contando la muerte de don Quijote en el libro, estaba hablando de la suya en la misma realidad de su vida. Y como fui escudero de don Quijote, me habría gustado entrar a su servicio como criado. ¿No habéis notado que la realidad de don Quijote, muriendo, era la de este señor Cervantes, y que la muerte de don Quijote debió de ser como la suya?

– Así me lo ha parecido también a mí, y ello prueba que llegados a un punto, estando vivas, no hay mucha diferencia entre las cosas que suceden en los papeles y en la realidad, si se saben contar sin sacarlas de su quicio.

Entró en ese momento Juan de la Cuesta y Sansón Carrasco pidió al impresor licencia para copiar en una hoja, como él le había traspasado a Sancho las palabras de don Quijote cuando se marchó a ¡a ínsula, aquel prologuillo de Cervantes, por conservarlo siempre fresco en la memoria, sobre todo en los momentos de acabamiento y fatiga, y hasta que se publicara el nuevo libro.

No sólo se avino a ello Cuesta, sino que le entregó las mismas cuartillas escritas por Cervantes, por haber sido ya compuestas y corregidas, y no sólo eso, sino que quiso obsequiarles con sendos ejemplares de la Segunda Parte , y así entregó el de la mesa a Sancho y buscó otro, que dio al bachiller. Dobló éste con delicado tiento las cuartillas, las metió entre las páginas del libro como hostia sagrada, lo guardó en la faltriquera, dieron las gracias y se dispusieron a ir a la casa donde Cuesta les dijo hallarían a la mujer de Cervantes, Catalina de Salazar, a la sobrina de Miguel, Constanza de Ovando, y a Isabel de Saavedra, la hija bastarda que Cervantes había tenido con la mujer del mesonero hacía ya más de treinta años.

Antes de despedirse del impresor, preguntó el bachiller a Cuesta si recordaba el día exacto de la muerte de don Quijote, pero ése era un extremo del que no pudo informarles.

Llegaron en cinco minutos a la casa a la que les había encarrilado Cuesta. Al contrario que la que habían tenido hasta hacía bien poco en la calle de las Huertas, antigua y lóbrega, la nueva en la que vivían aquellas mujeres en la calle del León no era más luminosa, pero sí recién hecha.

Encontraron en el portal a una mujer que resultó serla del propietario de la casa, un escribano llamado Martínez.

– ¿Por quién vienen ustedes preguntando? ¿Las Cervantas? Es esa puerta.

78
{"b":"88098","o":1}