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CAPITULO DÉCIMO CUARTO

Lo dicho por Antonia el día anterior respecto de la hacienda y de que ella la pondría en su punto, sí la dejaban, fue una mera fantasía, un bonito juego de pólvora. Ella sabía, lo sabia Quiteria y lo sabía todo el mundo, que el estado en que don Quijote la había dejado era calamitoso. Y lo supieron no precisamente en el último minuto. El desmoronamiento de las fortunas escasas suele ser por lo general tan lento como rápido suele serlo el de las grandes. Aunque el pobre don Quijote no pudo sospecharlo, primero porque estuvo loco mucho tiempo, y en segundo lugar porque los pocos días en que cobró la razón nadie, por no entristecer esas últimas horas, se molestó en advertírselo, y así había testado a favor de su sobrina en el pleno convencimiento de que ella iba a heredar tanto al menos como en su día heredó él.

A Antonia, sin embargo, con preocuparle lo suyo, no era lo que más inquieta la traía, sino aquella manda que añadió su tío en el testamento y que parecía condenarla sin remisión. O perdía la hacienda de una manera o la perdía de otra.

El señor De Mal concedió, con la hipocresía de los administradores rapaces, dos semanas de tregua después de que muriera don Quijote. Se dijo: «Asi son ¡os negocios, y yo no tengo la culpa de que don Quijote fuese un manirroto y su sobrina una niña».

Lo cierto es que el señor De Mal, viejo de unos sesenta años, viudo y sin hijos, pensaba en quien cuidara de su vejez. Y con esa facilidad que tienen algunos para arreglarse los deseos a conveniencia, pensó en Antonia. «Yo seré su salvador, y ella se casará conmigo».

Pasados esos días, el señor De Mal fue dando curso a las demandas y pretensiones de aquellos que habían prestado dinero al caballero. La pasión libresca del hidalgo y su ociosidad habían ido sangrando su patrimonio sin que se notase demasiado. Al morir don Quijote, como cucarachas, empezaron a salir de todas partes agiotistas y prestamistas, algunos venidos incluso de pueblos cercanos, con sus correspondientes documentos. El señor De Mal convenció a todos de que la ruina del caballero era aún mayor de la que se veía a simple vista, y les persuadió asimismo de que le dejaran satisfacer una parte de esas deudas de su propio pecunio, a cambio de que le cediesen el documento en el que don Quijote se obligaba. Aquellos usureros de poca monta, asustados por el señor De Mal, de tan acicalada probidad, y ante el temor de quedarse sin cobrar, aceptaban cancelar sus deudas a cambio de esas pequeñas satisfacciones. De ese modo en pocos días el escribano se hizo dueño de todas las deudas del hidalgo por un tercio de su monto, lo que equivalía a decir que pasó a serlo también de todas sus tierras, viñedos, bodegas y ganados.

Mientras, no tanto para tranquilizar a la sobrina, como para poder maniobrar a su gusto, el escribano la abordó con lagotero confusionismo. Le hizo creer que aquel embrollo acabaría desliéndose tranquilamente de la noche a la mañana, y un buen día, cuando no había transcurrido ni un mes de la muerte del hidalgo, el señor De Mal presentó las cuentas.

Estaban con el escribano Quiteria y Antonia. Teñido con la jerga de los abogados, el señor De Mal vestía el pésimo estado de las cuentas con galas vistosas e ilusorias. Aún necesitaba unas semanas para asestar el golpe definitivo, que esperaba de la Audiencia de Toledo con resoluciones terminantes.

Quiteria estudiaba en la cara de la sobrina si aquello de lo que hablaban era o no bueno, porque no comprendía las palabras del escribano.

Pero bien pronto lo comprendió la sobrina. Le entraron ganas de llorar de rabia y furia, y lo hubiera hecho, de no haber estado presente Quiteria, porque no quería que pensara que ella, que no había sido capaz de llorar la muerte de su tío, lloraba ahora por su hacienda.

– ¿Heredo humo? -le preguntó al señor De Mal.

Y el señor De Mal, que tan buenos negocios había hecho a cuenta de don Quijote, no se atrevió a otra cosa que a ir poniendo ante la sobrina los documentos que probaban que la mitad de las propiedades iban a tener que irse una detrás de otra, para pagar a todo el mundo, aunque ese «todo el mundo» se limitaba ya únicamente a él sólo, cosa que ocultó no tanto por vergüenza como por interés. Acaso hubiera desbaratado los últimos chanchullos todavía en los registros.

– Al judío le debemos -y en aquel «le debemos» se hubiera dicho que ponía el señor De Mal a disposición de Antonia Quijano toda la lealtad que había servido a don Quijote- tanto y tanto, y es preciso vender tal tierra y tal otra, y las tres yeguas y aquel viñedo.

Se marchó el señor De Mal, dándole unos días a Antonia para que lo pensara. Se dijo el escribano: «Estas cosas es mejor llevarlas a cabo por las buenas que por las malas, y mejor así que entrar en pleitos. Y que a la niña se le vayan bajando las ínfulas. Si quiere, ella conmigo será princesa».

Quiteria, asustada por lo que había visto, preguntó a Antonia:

– ¿Es grave lo que sucede? ¿Qué nos espera?

– A ti nada -respondió de una manera seca Antonia-. La que está en apuros soy yo, no tú, el que tenía un tío loco era yo. Mi tío no era nada tuyo.

Quiteria se tragó el orgullo, y dijo:

– Mira, Antonia, que eres una niña aún y yo soy una ignorante y no puedo ayudarte. Aconséjate del cura, del barbero, de Sansón, ellos fueron los albaceas de tu tío.

– ¿Ésos? Saben de mi hacienda lo que yo de la suya. Estése cada cual en su casa, que cada uno en la suya es rey.

Toda la locura de su tío se le destiló a Antonia en algo parecido a fiereza y astucia. Se diría que al que se le acercara en ese momento no sólo le mordería con la fuerza del tigre, sino con la fatalidad de la víbora. Antonia sospechó la trapaza de aquellos negocios.

– El escribano ha estado robando a mi tío, y seguramente quiere robarme a mí, pero va listo. Es un hombre repulsivo. Me dan asco sus babas y cómo me reboza con miradas de viejo verde. No me rendiré. Guarda esos papeles, Quiteria. He de estudiarlos. Salvaré lo que se pueda.

Obedeció Quiteria por vez primera a su nueva señora con un sentimiento extraño, y salió de la estancia con aquellos documentos que había dejado el señor De Mal. Pensó: «Antonia lo perderá todo por orgullosa». Pensó también: «Lo tendría merecido», pero fue este último un pensamiento tan fugaz que la bondad de Quiteria se hubiera negado a confirmar que se le había pasado por la cabeza.

Ya a solas, Antonia, demasiado joven, empezó a temblar de arriba abajo. El escribano había logrado asustarla. Por orgullo no rompió a llorar. Y si siempre se había sentido huérfana en aquella casa, se sintió por vez primera pobre y no se atrevía a imaginar lo que le esperaba.

A partir de ese día Antonia, malhumorada e irritable, apenas dirigía la palabra al ama, quien a su vez no podía sufrir el carácter de la muchacha.

Al morir don Quijote, algo quedó por dentro de imposible compostura, como un cántaro roto. Eso fue algo que pensaron una y otra, el ama y la sobrina.

No se habían dicho cosas más graves o ofensivas de las que acostumbraban a decirse cuando vivía don Quijote, que arbitraba, limaba y suavizaba las disputas y rencillas entre las dos mujeres, pero se diría que faltando éste ya no podían soportarlas de la misma manera.

No entendía Quiteria a su nueva ama Antonia, y no se preocupaba Antonia por saber qué pensaba hacer Quiteria. Antonia se decía: «Estoy a un tris de perderlo todo, ¿y cómo me ayuda Quiteria? Malhumorándose por todo. Es una vieja maniática, como mi tío».Y pensaba Quiteria: «Se ha muerto el único que me protegió estos años, ¿y qué voy a hacer ahora, tanto más si Antonia lo pierde todo? ¿Adonde voy a ir?».

Y acaso esperaba Antonia que Quiteria se marcharía en algún momento de aquella casa, si finalmente lo perdía todo, y Quiteria espera que Antonia le ordenara, incluso antes de perderlo, «vete». Pensaba Quiteria: «No se atreverá. Y si se atreve, quiero ver con qué cara me lo dirá, a mí, que llevo en esta casa desde muchos años antes de que llegara ella».

Pero ni la una se iba ni a la otra la echaba, de modo que seguían las dos viviendo bajo el mismo techo, peor que cuando don Quijote vivía, con el cuervo de la miseria sobrevolando la hacienda y con aquel encono entre ellas royéndolas las en-

Dejaron Antonia y Quiteria pasar los días. Se habría dicho que habían decidido olvidarse de sí mismas. Eran dos naturalezas diferentes y opuestas, y si una decía: «Habrá que tejer un poco de lino», la otra respondía: «Más necesario nos es amasar»; si una ordenaba «vete al corral y mata una gallina», la otra pensaba «¿no sería mejor mirar por esta hacienda, que tan descabalada está, y no este trasiego en el corral?»; si una decía, «habrá que llevar trigo al molino», la otra corregía, «más valdría hacer mañana la colada».

La muerte de don Quijote fue, pues, no por menos esperada o temida, menos cruel, y lo mismo que un rayo partiendo un olmo centenario, recorrió, partiéndola por la mitad, la casa centenaria de los Quijano, levantada hacía más de ciento cincuenta años por el tatarabuelo de don Quijote.

La muerte de don Quijote, y el invierno, que se metió con más celeridad de la deseada, enfriaron pronto sus muros y estrecharon sus días, más cortos e inhóspitos. En cuanto se ponía el sol, el ama y la sobrina se quedaban a solas como acaso no lo habían estado nunca. Echaban de menos a don Quijote y sus paseos, arriba, abajo, por los corredores. Los tueros de la chimenea se quemaban de uno en uno, y aquellas llamas no eran suficientes para disipar la humedad, el frío y la sensación de miseria que se respiraba allí. Después de los primeros días, y como suele ocurrir tras la muerte, empezaron a espaciarse las visitas del cura, del barbero, del bachiller y de otros vecinos, hasta que ya nadie acudía a visitar a las dos mujeres, salvo el señor De Mal, que se daba una vuelta de vez en cuando por allí, más para comprobar el estado de lo que daba por suyo, que por compasión. No le había hablado todavía de matrimonio a Antonia, pero pensaba: «El asalto a su tiempo. Y a la muchacha parece que no le caigo del todo mal. Le conviene un hombre como yo, con experiencia, que sepa y quiera regalarla como se merece».

La vida continuaba para todos.

– ¿Qué habrá sido de Sancho? -preguntó una tarde Quiteria, por tener algo de que hablar entre las dos.

Antonia ni contestó. No le importaba lo que sería de ése o del otro. Cada cual debía mirar por lo suyo. Al menos si Quiteria le hubiese preguntado por el bachiller, tal vez hubieran podido hablar de él. ¿Lo habría hecho Antonia? ¿Con Quiteria? ¿Y Quiteria? Otra tarde, y más que por hablar, Quiteria le dijo a Antonia:

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