– ¿No podemos ser amigas y contarnos nuestras cosas?
Antonia le respondió:
– Ya lo somos, y ya nos las contamos. ¿Qué querrías contarme tú? ¿Qué quieres que te cuente yo?
Quiteria guardó silencio unos instantes, y dijo:
– No, lo decía por hablar.
Pero sabía que se mentía, lo mismo que Antonia supo que se mentía cuando le respondió…
– Lo mismo me pasa a mí, que no tengo nada que contar.
Y se mentían y ni siquiera podía la una sospechar los secretos de la otra, pasándose el día juntas.
Cosa que no ocurrió con el secreto de Cebadón, el mozo. Hubiera podido llamarse a aquella casa la casa de los secretos.
Y el secreto de Cebadón era que…
No había ido muy descaminada Quiteria cuando, hacía días, le había hecho notar a Antonia el extraño comportamiento del mozo, que se movía por allí caracoleando y suficiente, como un potro.
Cebadón era joven, ambicioso, reflexivo y se había hecho una composición de lugar que le convenía. Cierto que cantando a todas horas podía uno llamarse a engaño, pero esa de cantar era en él una manera de pensar. Silbar, tararear, cantar le ayudaba a pensar en otras cosas. Sus pensamientos necesitaban ese acompañamiento.
Sí. Cebadón también tenía su secreto: estaba enamorado de Antonia Quijano. Secreto a medias, porque lejos de quererlo mantener para su coleto, parecía estar exhibiéndolo, convencido de su valía y del buen término al que llevaría las cosas.
Estaba enamorado. Lo decían su semblante risueño, aquel andar erguido, sacando pecho, sus cánticos. O se enamoró perdidamente de ella, o se lo creyó, y lo creyó con hinchada desmesura a raíz de la muerte de don Quijote. Se dijo, «esta moza es para mí o no será de otro; o mía o muertas. Como los amadores de teatro. Aquella resolución tremebunda contrastaba sin duda con la jovialidad de sus perpetuas melopeas, y para él no ofrecía la menor duda. Estaba determinado a conquistarla, porque creía que su buena estrella tenía que ver con la determinación de su carácter. «Es -se decía- la historia de mi vida. Nací en un chozo como los bandoleros, y mi destino era ser uno de ellos; por mi voluntad y maña, he llegado a servir en una casa buena como ésta. Muchos envidiarían ya mi suene, y la vida ha querido adornarme con virtudes que otros codician en secreto; tengo planta, canto como los ángeles, soy discreto y sé cómo enamorar a las mujeres. De aquí arriba, todo lo que se quiera, pero quedarse en esta medianía toda la vida, como gañán, es pensar lo excusado. El porvenir me sonríe; Antoñita, ahora que has heredado, eres rica, y brava, pero a mí me gustan así, porque cuanto más fiera, más se valorará mi doma; necesitas más que nadie de un mastín que defienda tu hacienda de todos esos lobos que dicen te la quieren comer. Si quieres echarlos a patadas, aquí me tienes. Al que pase esa puerta lo rajo. De modo que, Antoñita, o mía, o muerta».
De una manera oscura imaginaba Cebadón que aquel bien había de arrebatarlo por la fuerza, porque de grado no lo obtendría nunca. Incluso se hacía la ilusión de esos arrebatos teatrales. Y eso le enardecía y ponía alas a su imaginación, que ya le pintaba dueño de todo aquello. Probaría a la sobrina la necesidad de arrimarse a un hombre que mirase por lo suyo. Ella era una niña.
Quizá la ambición de casarse con Antonia fuese en Cebadon anterior a la muerte de don Quijote, pero ésta le dio alas, y se dijo: ancha es Castilla. Porque una cosa, según pensaba Cebadón, eran las comedias y entremeses y otra bien diferente, como él decía, «la cruda realidad»; una cosa, celebrar el triunfo del amor en las novelas o en los cánticos y madrigales, y otra, descender a los casos concretos de la familia propia, y Cebadón, atribuyendo a don Quijote su propia previsión, estaba convencido de que el hidalgo habría estorbado la unión de un gañán con su sobrina, incluso en el caso de que ella le hubiese favorecido con sus amores, y por eso jamás se le hubiera ocurrido en vida del hidalgo acercarse a la muchacha. Pero una vez muerto, nada le impedía soñar con ocupar un lugar preponderante en el corazón de Antonia, en su lecho y, desde luego, en aquella casa, los majuelos, las tierras y el ganado.
Y tales cosas le participó Cebadan a un amigo suyo, con el que había guardado los rebaños muchos días, un cabrero al que se le conocía en el pueblo por el nombre de Juan y el sobrenombre de Montes, porque era un hombre que como los gatos monteses era de difícil presa, y siempre lograba escabullirse y hallarle una gatera a todas las cuestiones y parlas que se hablaran, por donde fugarse. Pero precisamente por ello, todo el mundo le consultaba los casos graves y peliagudos, para los que tenía, a pesar de su extrema juventud, una razonable salida.
A Juan Montes le habló Cebadón:
– ¿Qué justicia hallas tú en el mundo Juan, que nos hace a unos desde la cuna pobres y a otros ricos, a unos con castillo y a otros sin más techo que las estrellas, sin haber puesto de nuestra parte nada?
A Juan Montes mientras le hablaban le bailaban los ojos en la cara, a uno y otro lado, como si vigilara por dónde le habría de atacar la paradoja, y aunque vio que Cebadón tenía propósito de seguir adelante con su prólogo, le atajó allí mismo.
– Así es, pero ¿hallas tú alguna justicia en que el Rey nuestro señor no duerma tranquilo porque sus ejércitos han de defender a sus vasallos? Y cuando tú duermes a pierna suelta, ¿hallas justo echarte sobre una hormiga, a la que tu peso quitó la vida? Sabes que soy de los que pienso que estamos mal, pero que podríamos estar mucho peor.
– Y mucho mejor. Y ahí es a donde quería ir a parar. Porque con tus teologías nunca llegarás a nada, y a mí con las mías me esperan las esferas siderales. Mira lo que voy a confiarte, y me has de guardar el secreto.
– Te lo guardaré, pero secreto bien guardado es el que a nadie se ha confiado.
– Este no puedo guardarlo conmigo, porque malamente me podrías dar tú un consejo, sin que lo supieras. ¿Tú me encuentras galán y apuesto?
– Yo, y todas las mozas del partido, Cebadón. Y ahí voy yo también. Ahora respóndeme tú si hallas en ello justicia, que a ti el cielo, sin que pusieras de tu parte ni un adarme, te hizo alto y fuerte como un olmo, y de talle tan gentil que estás a todas horas en boca de las mozas y doncellas no sólo de este lugar, sino de estos contornos, mientras a mí ya ves cómo me hizo el cielo, pequeño, desmedrado, feo, con estas afrentosas orejas de soplillo, y si no fuera bastante, con tanta flojera de vientre, que cualquier día se me lleva con los pies por delante un cólico. A tu boca no le falta un solo diente, y todos ellos son sanos y blancos como los de un muchacho, que cuando sonríes parece que viniera el sol a darnos los buenos días.;Has visto los míos, ruines, negros y picados como con una perdigonada de pólvora? ¿Hallas tú justicia en esto?Y qué me dices de ese don que tienes, que cantas como una mirla? ¿Y quién hizo que tocaras el rabel como lo haces? Sin que nadie te enseñara la solfa, un día tomaste en las manos el rabel, y parecía que hubiese sido pensado para que tus manos lo rasgaran con las melodías más dulces y lastimosas. Así, cuando cantas, las mujeres se te derriten y te envuelven en miradas melosas y soñadoras, porque les parece que has bajado del cielo por una escala. ¿Me has visto a mí cantar alguna vez? No, por cierto, ya que soy juicioso, porque si una vez quisiera hacerlo, espantaría de mi lado hasta las mismas fieras, si acaso no las irritara tanto que viniesen todas a descuartizarme para no tener que oírme. ¿Ésa es la justicia de la que me hablabas?
– Dios te hizo, sin embargo -admitió Cebadón un poco corrido- más discreto y agudo que ninguno de nosotros.
– Así puede ser. Pero ¿has visto tú a alguien que coma su pan por discreto? ¿A cuántos conoces tú que por agudo y gracioso le den gratis el vino? ¿Respeta la muerte más al listo que al zoquete? Haces mal en quejarte, Cebadón. Echa cuenta de que estás bien, y que podrías estar mucho peor.
– Y mejor. No me resigno a acabar mis días como los empecé, en un chozo. Y ahora se me presenta la ocasión de mejorarme para siempre.
– ¿Cómo? ¿Te vas a América, te marchas a la milicia, va a tomarte un cardenal como criado, alguien principal ha reconocido en su lecho de muerte haberse acostado con tu madre y haberte engendrado?
– Nada de esto, sino que la suerte se me ha entrado por la ventana y se llama Antonia. Y ya has oído aquello de al buen día mételo en casa.
– ¿La sobrina del señor Quijano? Además de necio estás tan loco como su tío si crees que esa moza zahareña va a filarse en un azacán como tú, por mucho que se apague el sol cuando sales con las ovejas. Hazme caso, cásate con una igual y no tendrás rival, y ya sabes que en casa de mujer rica, ella manda siempre y tú nunca. ¿Quieres tener vida regalada o en paz, prefieres andar a diario en grandes disputas por un faisán o vivir apaciblemente con tus sopas de ajo? Y dime, ¿crees tú que una mujer hermosa ha de amar a uno feo, porque éste la ama? ¿Amaría él a otra más fea, porque lo amaba?; Amarías tú a una fea, sólo porque te amara viéndote tan hermoso? ¿Vas a decirme que Antonia te querrá por pobre sólo porque tú la escás queriendo por rica?
No le hizo el menor caso Juan Cebadón a su sabio amigo Juan Montes; todo lo contrario. Le pareció un desafío someter a aquella hembra tan capitana, y se propuso no cejar hasta hacerla suya.
«O mía o muerta», repetía alegremente, como silbando. Y de ese modo buscaba andar cerca de donde estaba Antonia, a la que rondaba con curvas de jineta.
El ama Quiteria, por vieja, husmeó en el aire el peligro, solo que no acertó a ver de dónde provenía.
Al día siguiente de la tercera visita del escribano, se presentó la ocasión al mozo. Justamente la mañana en que no estaba Quiteria en casa.;Lo tenía ya planeado para ese día o fue ese día, viéndose solo en casa con Antonia, el que le dio la idea?
Ya había Cebadón ordeñado las cabras y, como se lo había ordenado la víspera la sobrina, fue a llevarle la leche a la cocina, donde la esperaba, pues pensaba hacer unos quesos. No había nadie más en la casa que ellos dos, la sobrina y el mozo, ni se esperaba a nadie. Quiteria había salido antes de amanecer hacia su pueblo, y ésa fue también gran novedad. Sin anunciarlo, la noche antes, se lo comunicó a Antonia: «Mañana, si no mandas otra cosa, me voy a mi pueblo. Por la tarde estaré de vuelta», le informó. Y lo dio por hecho, porque Quiteria, que no pedía tales asuetos al tío, consideró que no tenía por qué pedírselos a la sobrina. Pasaría el día visitando a su madre y a sus hermanos y sobrinos.