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Supo Cebadón que acaso no se le presentase mejor coyuntura en toda su vida, cuando la víspera Quiteria le ordenó que madrugase para ponerle la albarda a la burra, porque pensaba irse a su pueblo.

Se encontró Cebadón a Antonia majando en un mortero un cardo para cuajar la leche, distraída, pensando en su secreto, cuando le vino el mozo con el suyo.

– Antonia -le dijo, dejando en el suelo la colodra y pasándose la palma por el jubón, para limpiársela-. Lo que tú decidas, ése será el veredicto que voy a acatar como si me lo mandara el mismo rey.

Pero Antonia no era amiga de tener coloquios con sus gañanes, y le atajó sin contemplaciones.

– Mira, Juan, hoy voy más retrasada que nunca porque Quiteria se ha ido, y no sé a qué veredictos te refieres. Di lo que tengas que decir, rápido, y márchate a tus labores, que desde que murió mi señor tío parece que ésta es la casa de la solfa.

El tono desabrido de la muchacha no desanimó al mozo.

– Es como si se te pegara algo de la condición de esos cardos cuando hablas conmigo, que parece que tienes palabras amables para todo el mundo menos para quien bien te sirve y mucho más te serviría si tú se lo pidieses. Sé muy bien que por cuna y por fortuna tú aspiras a más altos vuelos. Y no descarto que hayas puesto los ojos en quien siendo rico te saque de estos apuros que sufres, aunque te sé decir que no encontrarás en toda la Mancha nadie que defendiera lo tuyo con colmillos más afilados ni que te quiera mejor que yo ni céfiro que más blandamente sople que yo, y si me dejaras trastearte como mi rabel había de sacar yo de ti sones más dulces que la miel.

– Ay, Jesús -exclamó Antonia con enfado-. ¿Y desde cuándo se gastan esos modos de apearle el tratamiento a la señora de la casa, señor faquín? ¡Y que nos ha salido poeta el cabrero! De tanto cantar romances se te han pegado los usos de los galanes, señor mío. Mira que no estoy para andar en adivinanzas Juan Cebaden, de modo que si lo que acabas de decir no es un requiebro en toda regla, yo soy becerra y pido teta. Vamos a dejarlo, Juan, en este punto, y no sigas por ese camino que te despeñarás, porque como tú bien dices, no está bien que dos tan desiguales fortunas se junten, porque tarde o temprano uno de los dos iba a sentirse desgraciado por eso, y lo mismo da que se rompa el cántaro con la piedra que la piedra rompa el cántaro, en cualquier caso, mal para el cántaro, y tú me entiendes. Que otra más destemplada que yo y menos fingida, mandaría ahora mismo darte de azotes por esa desfachatez de hablarme como lo has hecho. Vete, y déjame hacer lo mío, y haz lo tuyo bien y hayamos la fiesta en paz. Ésta va a ser la primera y última vez que tú y yo tratemos de un negocio que tanto me enoja. Así que ya sabes, aire, y cada oveja vaya con su pareja, y de ovejas sabes tú de sobra.

En el tono de aquella respuesta apreció Juan Cebadón ecos espumosos que le hicieron decir para sí: «Tate, muchacha; para respuesta, es demasiado larga, para tajo, muy insistido; a ti no te disgusta el peligro de estos cerros ni las palabras picantes. De lo contrario no te brillarían los ojos. Yo sé mucho de ojos, y los tuyos brillan como tú misma no te puedes imaginar». Así que animado por ello, y haciendo poco caso a su joven ama, que lo acababa de rechazar, insistió el mozo.

– Muchas querrían haber oído lo que sólo a ti podría decirte.

Acogió Antonia aquella salida de su gañán con una carcajada demasiado estentórea para no parecer teatral.

Cebadón pensó: «Ya has caído, ya has mordido el anzuelo. Te ha gustado saberte preferida a las otras mujeres. Ahora sólo es cuestión de tiempo, pero te veré en la orilla, sobre las piedras, dando las boqueadas».

La juventud de Cebadón conocía ya resortes que otros, más, viejos, no llegan a conocer en toda su vida, y advirtió que

Antonia no era tan corta que no se sintiera halagada viéndose cortejada por el mayor galán de la comarca, y bien por vanidad, bien por curiosidad, bien por andar aquellos días tan agobiada y sin sosieeo con las calculadas rondan del escribano. hizo Antonia lo que acaso no debiera haber hecho, que fue entrar en aquella danza de enredarse con las palabras.

Y allí, con la gran mesa de la cocina de por medio entre los dos, empezaron a bailar de unos labios a otros una zarabanda de sobrentendidos, que se encendían en el aire como las pavesas y le abrasaban en vergüenza las mejillas.

Aquel fuego ya no iba a poder apagarlo nadie. El color encendido en el rostro de la doncella, el brillo de sus ojos y su sonrisa, le hicieron sentenciar para su coleto al joven, que de mujeres sabía lo suyo: «Te has delatado, corza mía. Sé quién eres, a mí no me engañas. Te oiré suplicar antes de lo que te imaginas».

Y así, en aquel saleroso toma y daca lleno de dobles sentidos, chocarrerías y galanteos, se llegó a la frase fatídica que pronunció la joven:

– No te sabía yo tan descarado, Juan Cebadón, ni que tuvieses la osadía de abordarme sabiendo que estamos solos tú y yo en la casa.

No fue tan tonto Cebadón para alcanzársele que aquella alusión era un recordatorio que le venía a hacer su ama de que Quiteria estaba ausente y ellos, solos; más una invitación que una advertencia y un «todo el monte es orégano, si tú quisieras». Así que se acercó a ella por detrás.

No se movió Antonia. Se le aceleraron los pulsos de tal modo que trató de ganar tiempo preguntando:

– ¿Qué vas a hacer, Cebadón?

Tan evaporadas le salieron aquellas palabras que no las oyeron ni las randas de su camisa. Hizo como que no sabía lo que iba a suceder, le dio la espalda y se dispuso, como si tal cosa, a verter la leche de la colodra en un gran lebrillo, aparentando seguir con su tarea, cuando era lo cierto que el corazón le golpeaba con tanta fuerza el pecho y le desmembraba los brazos, que temió se le derramara la leche.

Aprovechó Cebadón que su joven ama no podía defenderse, por tener ocupadas las manos, y le puso las suyas, grandes, fuertes y seguras, en la cintura.

Lanzó la joven un grito que ahogó en suspiro. Cuando ya todo hubo sucedido y pensara Antonia en lo ocurrido, iba a parecerle inexplicable lo que a partir de ese momento sucedió en aquella cocina. Porque Antonia jamás se había fijado, al contrario que tantas mujeres, doncellas, viudas y casadas, en su gañán Cebadón. Ni tenía más pensamiento desde hacía años que para Sansón Carrasco. Y en el afán de explicarse lo sucedído, llegó a concebir un vago rencor contra el bachiller, al que hacía y no hacía culpable de lo que allí había sucedido. Se preguntó una y mil veces: «¿Y por qué no sería Sansón? De haber obrado Sansón hace tiempo de esa manera, no habría sucedido lo de Cebadón, porque yo ya sería del bachiller». Pero Antonia se dejó envolver en las palabras magas del gañán. También pensó que como el cordero prendido entre unas zarzas, podría salir con un pequeño impulso; acaso dejando una vedija, pero no la piel. No, no se explicaba por qué había sucedido todo aquello, cómo había permitido que sucediese. Se dijo también: «Aunque hubiese gritado, nadie nos hubiera oído». Pero no había gritado. Y eso lo sabía también Cebadón. También pensó: «Cebadón es un hombre fuerte, y no habría servido de nada resistirse; es una infamia la que ha cometido conmigo». Pero tampoco se había defendido como acaso debiera.

Y sucedió todo tan deprisa, y fue todo tan extraño, que cuando acabó, Antonia creyó que no había ocurrido nada ni supo qué había ocurrido.

Cebadón la envolvió en una mirada de triunfo, y sin despintarla sonrisa de su semblante quiso, después de ajustarse las pedorreras, dejar en el pelo de la muchacha una caricia, que ella esquivó, con una mirada de odio, más hacia sí misma por no haber sabido, querido o podido evitar aquello, que hacia Cebadón, a quien consideraba, además, un vanitonto.

– Como quieras, Antonia, pero piensa si no será mejor que anunciemos nuestra boda cuanto antes, porque la palabra de matrimonio que te daba hace un rato, cuando no tenia nada, te la reitero ahora, que ya tengo lo que en más valor debiera considerar una doncella, y no podría retirarte esa palabra aunque quisiera, y menos que nunca en este momento, que me has rendido la posesión que ninguna mujer debiera tener en tan poco aprecio como tú has mostrado, juzgándolo por el modo ruin de defenderlo.

Volvió a encenderse el rostro de la que ya no era doncella, sólo que esa vez fue la ira la que le impidió decir nada, como hubiese querido.

– Te mataría -acertó a balbucir.

Sin dejar de abotonarse el corpiño pero sin apartar sus ojos de los de su conquistador, Antonia Quíjano, con una mirada fría y temible, admitió al fin lo que allí acababa de suceder.

– Echa cuenta, Cebadón, de que aquí no ha ocurrido nada.

– Antonia -dijo el mozo levantando la herrada que había rodado minutos antes por el suelo-, conviene además que sea como yo digo y no como dices tú. Esta casa es grande, la mala cabeza de tu tío la ha puesto al borde de la ruina; todos lo saben. En el pueblo se dice que entre el judío y el señor De Mal se han repartido ya vuestra hacienda, y sola ¿adonde irás? ¿Quieres recuperarla casa, los pegujales, la viña? Déjalo de mi cuenta. Meteré tal susto a ese viejo avaro, que no le verás aquí en tres años. Yo daré mi vida por ti. Quiteria es una vieja gruñona y tú, mi dulce bien, eres demasiado tierna para que no te engañen unos y te devoren otros. Y después de lo sucedido, nadie mejor que un hombre cabal como yo sabrá defenderte de todos los peligros a los que vas a estar expuesta, mi corderilla, mi tórtola.

– No son ésas cuestiones que haya de tratar ei amo con los criados. Te lo repito, Cebadón, aquí no ha pasado nada -dijo una Antonia cada vez más dueña de la situación-.Y ni tú eres nadie para hablar mal de mi señor tío y de su cabeza, que la tuvo loco mucho mejor de la que tú la tengas cuerdo, ni te voy a consentir que hables mal de Quiteria, que es a quien debes obedecer como a tu principal. Y si vuelves a acercarte a mí, escando sola, juro que te hundiré en las entrañas la misma espada de mi tío y te dejaré esos humos y arrogancias con más cuchilladas que un jubón. Y ay de ti como se te ocurra ir contando a nadie la villanía que hoy has cometido con quien no ha podido defenderse.

– Más bien querrás decir sabido, Antonia.

– Nadie te creería.

Cebadón se arrancó del pecho una risa de galán, como las que había visto a los comediantes que pasaban por el pueblo.

– Di lo que quieras, Antonia, pero tú y yo sabemos lo que ha ocurrido, y con eso a mí me basta. Y te digo más aún: yo podría olvidarlo, pero no creo que tú puedas.

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