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Y seguía el ventero estudiando a Rocinante y haciendo muecas de desconfianza.

– ¿Seguro que vos no venís buscando a don Quijote?

Antes de responder, se le pasaron por la cabeza a Sansón Carrasco los perjuicios que podrían sobrevenirle si le contestaba la verdad a aquel hombre, a saber, que no sólo era de la secta, sino que había sido muy amigo del caballero, y quien lo había vencido en las playas de Barcelona. Y eso, sabido por el ventero, le daría pie a preguntarle el nombre del lugar del que eran, y tendría que declarárselo, con lo cual vería lleno su pueblo de impertinentes y otros más locos que don Quijote, que lo tomarían como a los Santos Lugares, en busca de reliquias.

– De veras, no sé de qué secta me habláis -respondió el bachiller- ni quién es ese tal don Quijote ni lo he oído nombrar en todos los días de mi vida, aunque también soy manchego. Yo vengo buscando por estos caminos a cierta persona que me importa, y no sé nada de don quijotes ni demás sectas y herejes.

– Pues es una lástima -replicó el ventero-. Yo lo conocí y puedo aseguraros que era uno de los hombres más locos que he visto nunca y más graciosos, aunque en esa materia nada como abrir una venta al lado de un camino para que os lleguen cada día no uno, sino diez quijotes, a cada cual más extravagantes y disparatados, y si yo me pusiera a ello, compondría cien novelas que dejarían en ripio a esas que dicen que circulan ya con sus historias y en las que al parecer salgo yo también.

– ;No la habéis leído ni habéis tenido curiosidad en hacerlo?

– Ah no, señor. No sé leer, y aunque supiera no creo que lo hiciera, que según tengo entendido, ese hombre se volvió loco justamente leyendo novelas como la suya.

– ¿Y dónde se ha visto, señor ventero, que un loco sea una novedad para armar tanto revuelo? Tontos y locos hay en cada i pueblo de España, por pequeño que sea, media docena, y no hay más que darle un cuartin a un muchacho para que éste os los vaya mostrando uno a uno, y si le dais medio real, os los podrá descalabrar allí mismo de una buena pedrada, mientras le dice, ¡cantazo al tonto!, ¡cantazo al loco!

– De esa misma opinión soy yo. Y si por locos fuera, en estas tierras hay tantos, que no se podrían juntar en un solo día. Aunque creo que no me habéis entendido, porque yo – dijo el ventero- hablaba de loco, pero no de tonto, porque, según en qué, razonaba don Quijote mejor que yo y acaso mejor que vuestra merced, dicho sea sin ánimo de ofenderle. Pero como el bachiller Sansón Carrasco no tenía ganas de hablar más de ese asunto, preguntó si querría darle un aposento para pasar esa noche.

– Sí querría, pero no lo tengo. A cuento de don Quijote andan sueltos por los caminos gentes sonámbulas, en su busca, unos, creo yo, para burlarse a su costa, y otros, para sumarse a su hermandad y establecer en la Mancha nueva orden de caballeros, y me han ocupado la casa. Podréis ver esta noche, si os quedáis, lo menos veinte personas cenando…

– Luego quiere decir que al menos podréis darme de cenar -dijo el bachiller.

– Tampoco -le aclaró el hostalero-, pero si traéis algo de comida, por muy poco coste la señora ventera, mi mujer, os lo aviará de mil amores, y podéis luego de cenar quedaros en el pajar, a donde llevaré un camastro en el que podéis dormir lo mismo que en un palacio. Tendréis que compartir esos confortes con una cuadrilla de vendimiadores que van de paso hacia su tierra, después de haber estado traba]ando estos meses de atrás por estos contornos, pero a todos los conozco, y son buenas gentes.

– Lo último me conviene, y en ese pajar dormiré, porque ya no son horas de salir por el camino buscando donde pasar la noche, pero lo primero va a tener peor remedio, pues al mediodía di cuenta de la merienda que traía conmigo.

– No habrá nada que no pueda arreglarse en esta venta, señor, y por muy poco dinero os venderán aquí ai lado, a media legua, en la tienda de un consuegro mío, con qué cenaros. Dadme dinero, y yo enviaré por lo que más gustéis.

Se concertaron el bachiller Carrasco y e¡ ventero para la cena, y después de eso, el ventero se marchó y quedó el bachiller sentado en un rincón de la cocina que servía al tiempo de hostería y sala.

La venta era un ágora. Había en esa sala lo menos siete caballeros, unos con sus criados y otros solos, y todos ellos discutían acaloradamente a propósito de don Quijote, de cuya vida parecían conocer pelos y señales, más y mejor que el propio don Quijote, Cide Hamete y Cervantes juntos.

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