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Aunque no muchos más pudo hacer durante las dos semanas siguientes Sancho, porque enteras las consagró a leer su libro.

Lo hizo de una manera concienzuda, sin saltarse líneas, a menudo volviendo sobre lo leído una y otra vez, cuando no comprendía lo que en él se decía y otras, suspendiendo la lectura, abrumado por los recuerdos que aquellas palabras despertaban en él o la memoria de otras gestas que el historiador moro no había considerado dignas de figurar allí y que para él habían sido si no más, sí, al menos, tan significativas como esas otras que allí figuraban. Cuando lo acabó, buscó al bachiller, y en casa de éste lo encaminaron a la de Antonia.

Le invitaron los dos jóvenes a pasar y a que se sentara con ellos junto al fuego.

– ¿Y querrá la señora sobrina del que fue mi amo tenerme a su lado? ¿Ya no pierde la paciencia cuando me oye hablar? ¿Ha olvidado que me decía que era yo quien le sacaba a su tío de su casa y yo el que le espoleaba la locura?

– Eso era cuando mi tío vivía. Muerto él, ¿a quién puedes tú hacer daño, que eres como un mendrugo de pan y mejor dispuesto que ninguno de los hombres de este pueblo? Siéntate aquí con nosotros, ahora que formas parte ya de los culteranos. Dime, ¿qué traes en la faltriquera que abulta como un queso?

– Mejor me ha sabido, Antonia, y no hubiera querido que se me hubiese acabado nunca. Jamás habría pensado que el terminar algo, no siendo la vida, causara tanta pena, y ha debido de ser que ese libro era como el maná, y cuando se me iba acabando, notaba yo que se me apagaba la vida misma, y estos días lo he leído tan despacio y tantas veces por no llegar al final, que ya no sabía cómo hacer. Y no saben vuesas mercedes cómo espero ahora su continuación, porque con un llamativo como éste no podría ser mala la olla. Y ya veis, señor bachiller, que andabais errado en decir que no han de prestarse los libros, porque este lo devuelvo como me lo entregasteis, si acaso no viene algo mejorado, que en eso digo yo que los libros serán como las personas, que cuanto más trato tienen con sus lectores, mejores se vuelven.

Y diciendo eso, sacó Sancho el libro de su faltriquera y se lo entregó al bachiller, que no se molestó en revistar el estado en que se le volvía y lo miraba por todas partes como si fuese una caja a la que no encontraba el secreto resorte que la abriese.

– Debe de ser que como eres neófito todavía en esta cofradía de los letraheridos, devuelves los libros. Pero dime, ¿qué te ha parecido, en qué te encontraste igual y en qué distinto o mejor, y en qué peor?

– La primera cosa que he sacado yo de su lectura es que es malo nacer siendo Sancho, pero que no es mejor nacer siendo don Quijote. Y que quizá el propio nacer es lo que es malo, porque no son sino trabajos e ílusionismos los que nos esperan. La segunda es que no hay nadie que no sea al mismo tiempo lo suyo y lo contrario, loco y cuerdo, pobre y rico. En lo que creo que anduvo equivocado el señor Benengeli fue en decir que no sabia si darme el título de hombre de bien, porque ninguno pobre suele serlo. Y eso lo dijo por pertenecer a la herejía mahometana, ya que no debió oír en la catequesis las bienaventuranzas, porque allí bien claro se dice, que de los pobres será el reino de los cielos, y que es más difícil que pase un camello por el ojo de una aguja que ver enhebrar la puerta del cielo a un rico, y no creo que el cielo quisieran llenarlo de malas gentes. Por lo demás, lo que cuenta el señor Benengeli está tan atenido a la verdad y a los hechos reales que habría pensado que fue cosa de brujería cómo llegó a conocerlos, de no saber que el señor Cervantes es muy cristiano y no querría mezclarse con nada que oliera a nigromancia. Cierto que, por lo que a mí se refiere, y en esto de los libros y las historias ha de decirse que cada palo aguanta su vela, cierto, digo, que muchas veces se me tilda de necio, simple, interesado, egoísta, gumía, descuidado, poltrón, un si es o no poco pulido y limpio con mi persona, y muchos disparates más, como el de presentarme corno un hombre de escaso y ralo juicio, cosas todas ellas que no me han molestado, porque no se hallará luego nada, ni en mis palabras ni en mis actos, que no esté sustentado por el recto juicio y los sanos propósitos, y así he de decir que salgo favorecido demasiadamente bien en ese retrato, y en aquellos en que quedé mermado o perdidoso, lo achaco a que el señor Benengeli lo dijo por no conocerme. Pondré un ejemplo. Vuesa merced me conoce bien. Sabe que me gusta hablando acarrear dichos, gracias, donaires, burlas y toda clase de cohetería incumbente, y enfilar refranes como quien ensarta corales. Son para mí los refranes la filosofía del pobre, y a ellos me atengo. Y sin embargo hasta el capítulo XIX, según el libro, no se me cae ninguno de la boca, lo cual es poco probable que haya ocurrido, porque me despierto con uno en los labios, y me acuesto con otro, y sigo en sueños sacándolos de molde. ¿Qué quiere decir ello? Que aunque yo los dijera, el señor Benengeli no los oía, y si los oía no los encajaba. Y esto mismo vale para lo contrario, haciéndome decir cosas que no pudo oír, porque no las dije. Que en esto de las historias he visto que hay que tender a la verdad general del asunto, y poner de acuerdo a las partas en los detalles es cosa menos que imposible.

– ;Y no sientes sofoco de ver que hayan salido a la luz pública hechos y palabras que fueron sucedidos o dichos entre vosotros, para vosotros solos? -preguntó el bachiller.

– ¿Se refiere vuesa merced a todas las veces que estando mi amo y yo a solas, me reprende él, me golpea y castiga, perdida su paciencia conmigo, o hace que me avergüence por mi mucha ignorancia, mis comentarios inoportunos o mis desaires? Al contrario. En el libro se me verá que siempre le he sido leal y que nunca hipocreteé con él, ni fue doblada mi conducta para granjearme su favor o su paga. Lo que pensaba lo pensé rectamente, y tanto derecho tenía yo en llamarle Soco como tuvo él en decirme sandio o necio, y son ésas cosas que dos hombres pueden llamárselas, no faltándose al respeto.

Siguieron hablando de todo ello mucho rato, y se sorprendió el bachiller de la buena disposición que había mostrado Sancho para encajar las cosas que de él se dicen en ese libro, así como de aquellos sucesos cuyo recuerdo le habían hecho reír.

– Y más y con mejor ganas hubiese reído yo de no saber que mi amo don Quijote estaba muerto. Y comprendo que el libro también le gustase a él, por el gran amor con el que se trata su manía.

Y estaban en estas pacíficas pláticas invernales cuando oyeron un gran griterío por las calles del pueblo, como de turbas que lo hubiesen asaltado por sus cuatro costados. Se oía piafar de caballos, briosos ruidos de cascos, metálicos choques de armas y el chirriante canto de pesadísimos carros y, lo más alarmante de todo, un agudo gañido nunca oído que causaba espanto y que nadie podía imaginar de dónde provenía. Salieron a la puerta de su casa Sansón, Antonia, Quiteria y el nuevo mozo Matías por ver qué sucedía, y vieron que todos los vecinos, agitadísimos y fuera de sí, habían ya hecho otro tanto, y aguardaban medrosos en las puertas de sus casas a ver en qué paraban todos aquellos desconciertos inauditos,

No llevaban esperando ni un minuto, cuando vieron asomar por la calle Ancha, abocando a la plaza, dos pajes vestidos a la moda morisca y en medio un elefante tan descomunal que la gente al verlo corría espantada a ponerse a salvo, temiendo que aquella fiera, enfurecida y nerviosa, se desmandase y atacase a quien se le pusiera delante.

El naire que lo conducía, sentado a la jineta, era un malabar de corta estatura vestido a la manera turquesa. Llevaba un alto turbante adornado con una espigada pluma de faisán, y su largo abrigo de terciopelo azul con drapeados dorados se derramaba por los lomos del animal a modo de gualdrapa.

La figura de aquel hombrecillo, estática y solemne, producía un gran efecto, mientras se inclinaba a uno y otro lado en un saludo cordial que era al mismo tiempo advertencia para que los curiosos o los insensatos despejaran el camino, no tanto porque el animal, viejo y medio ciego, fuese peligroso, sino porque el naire era un galán conquistador que allá por donde iba tenía la fantasía, pasado el primer efecto, de cautivar a las doncellas, por un lado, y a los caballeros por otro; a las unas, tomándolas su mano y llevándola a la piel del animal, para que lo acariciaran, y a los caballeros principales de los lugares por los que iban pasando, vendiéndoles las duras y largas cerdas del elefante, asegurándoles que poseían las milagrosas virtudes de un poderoso afrodisíaco.

Completaban la comitiva dos grandes carros tirados por bueyes cornalones, hasta docena y media de magníficas mulas, montadas por criados, dueñas y criadas, tres hombres más, armados y con largas capas aguaderas, y, cerrándola, un coche en el que viajaban quienes por aquel aparatoso boato no podían ser sino señores muy principales.

Estaba a punto de hacerse de noche y los dos pajes corrieron a uno de los carros de donde sacaron dos lampiones que encendieron con iracundos pedernales. Llevaron las luces al coche, y de él vieron descender una dama y un caballero vestidos con suntuosos trajes de camino, él, con su ropilla, sus follados y una capa gascona de piel de oso, y ella con capotillo y sombrero, y una toca de rebozo rojo con la que se tapaba la boca. Y así como todos procuraban mantenerse alejados del elefante, se acercaron a estos dos raros y ricos personajes todos los lugareños; en primer lugar lo hicieron el regidor y sus alguaciles, y no faltaron a aquel encuentro ninguno de los hombres principales del pueblo.

Preguntó el regidor quiénes eran y cómo viajaban con carga tan desusada. Tomó la palabra el que por el aspecto no parecía menos que un principe, y dijo:

– Venimos de Cádiz, de recoger este elefante, regalo del general genovés don Felipe Alberoni a su cuñada la duquesa, aquí presente y esposa mía, y lo llevamos a nuestra tierra donde pensamos tenerlo este invierno y emplearlo en las fiestas que en nuestro castillo solemos preparar. Hace unos meses tuvimos invitados allí a dos vecinos de este pueblo, y cobramos por ellos singular aprecio, un caballero que se llamaba don Quijote de la Mancha, y su escudero Sancho Panza, a quien di el gobierno de una ínsula, donde dejó muestras patentes y memorables de su buen juicio. Poco después pasó, dándoles caza, otro caballero, vestido de blanco, que iba preguntando el paradero de don Quijote, y a él también lo tuvimos como huésped, y él nos contó muchas cosas de ese hombre tan singular, y así fe prometimos que si algún día pisábamos por aquí, no dejáramos de visitarlo. Pudiendo hacer noche hoy en Argamasilla, a la duquesa y a mí nos entraron ganas de acercarnos a este lugar por ver a don Quijote, a Sancho y a nuestro amigo el bachiller Sansón Carrasco. Supimos por el propio Sansón, que a la vuelta nos trajo la noticia, que don Quijote había sido vencido en Barcelona por él, y que le impuso la penitencia de no salir en un año y conociendo el alto valor que daba a su palabra, nos lo imaginamos cumpliéndola en este encierro. Así que pensamos que ya que don Quijote no podía ir en pos de las aventuras, le traeríamos una bien extraña a las puertas de su casa. ¿Dónde está don Quijote, dónde está Sancho Panza?

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