«No -concluyó Carrasco también-, don Quijote no leyó su libro como lo lee cualquiera de nosotros. De haber descubierto el escarnio y aquella desplegada mofa, lo habría destrozado, antes de darlo a las llamas él mismo. Y debió de ser -siguió conjeturando el joven- que como don Quijote era una bonísima persona, achacaría todas aquellas chirigotas a la inquina de los encantadores y magos para confundir a sus buenos amigos, a los que ponían de ese modo telarañas en los ojos para que no vieran resplandecer la gloria eterna de las novelas de caballería y el ideal caballeresco que él seguía. Y si es cierto que se rieron con ganas de los que ellos consideraban locuras y disparates, no se reían de él, ni mucho menos, sino de aquellas gloriosas aventuras que los tales enemigos suyos hacían que pareciesen descabelladas y ridículas, no siéndolo».
Y aún se diría que el papel mostraba en algunas partes huellas inequívocas de haber llorado don Quijote mientras leía, como poeta que era, conmovido seguramente no por sus propias palabras sino porque las musas lo hubiesen elegido a él para pronunciarlas, como cuando recoge la historia su arenga a los cabreros, aquella que empezaba diciendo: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados… porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío».
Pero don Quijote ha muerto, se dijo el bachiller, y ya no podremos preguntarle lo que le pareció o no este libro.
Y cuando terminó su pesquisa, mandó llamar a Sancho Panza, con el recado de que ya obraba en su poder aquella historia que tanto interés había despertado en el escudero.