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– ¿Tan temprano y ya perdiendo el tiempo, señor estudiante?

– Acaba de morirse don Quijote -proclamó triunfal Sansón Carrasco, con mucha gravedad en el rostro, consciente de que aquella respuesta no se la esperaba.

– Ah -dijo su padre, pero como no era hombre que se dejara vencer, y mucho menos por su hijo, añadió-: Qué lástima de hombre.

Sansón Carrasco no respondió a ese comentario, porque lo había dicho únicamente para molestarlo, y subió directamente a su aposento. Allí se lavó, se puso ropa limpia y tomó algún alimento que le llevó una criada de su madre.

A Sansón Carrasco todos lo creían el mozo más feliz de la tierra.

Tenía entonces veinticuatro años. No era muy grande de cuerpo, aunque sí de talle rocoso, de piel oscura y muy buen entendimiento. Su aspecto era característico, de nariz chata, boca abultada y ojos pequeños y vivos, señales de que era de condición maliciosa, tracista y amigo de burlas. De hecho cuando vio a don Quijote el día en que éste preparaba su tercera y definitiva salida, publicado ya el libro con la primera parte de su historia, se arrojó de rodillas delante de él y empezó a echarle grandísimos bombos. Cualquier otro que no hubiese sido don Quijote se habría amoscado con aquel turibulo y hubiera descubierto en la pantomima la insolencia de un fatuo o una simpleza de necio. Pero don Quijote era un ser puro que veía muy natural que hubiese alguien que hincase la rodilla en el suelo no tanto para rendirle pleitesía como por honrar en él a toda la caballería andante, y tratándose de tal cosa le hubiera parecido incluso poco que hubiesen lanzado a su paso cohetes y triquitraques.

Comiendo el refrigerio que le trajo la criada, se acordó el bachiller de aquella primera vez que vio a don Quijote y de las chufetas que le dijo. y sintió un poco de vergüenza por haberle escarnecido. Pensó: «Le hemos matado entre todos, sin quererlo; no creímos que estuviese tan mal como estaba y quizá no nos hemos portado con él como buenos cristianos».

Todo el mundo pensaba que Sansón Carrasco había terminado ya su grado de bachiller, y que iba a recibir pronto con la tonsura las órdenes que le faltaban.

Pero llevaba dos años de dilaciones y demoras. Su padre le apremiaba de continuo para que tomase estado, pero el mozo no se decidía, apoyado en parte por su madre, a la que tenía sorbido el seso. Su padre se enfrentaba a ella: «Tú ríele las gracias», decía malhumorado.

;Y qué hacía Sansón Carrasco en la vida? Nada. Salió dos veces a buscar a don Quijote para traerlo a casa.

La primera se vistió con una casaca de color amarillo. Cosió en ella muchas lunas pequeñas de resplandecientes espejos, y se puso una celada de la que volaba una gran cantidad de plumas verdes, amarillas y blancas. Al verlo así en el patio, su padre entró furioso en casa, buscó a su mujer y la arrastró a la vista del mozo:

– ¿Puede explicarme alguien qué hace vestido de esa guisa mi hijo, como un mamarracho?

El hijo le informó que se trataba de una obra de caridad, que era la de devolver a su casa a un hombre que andaba por el mundo perdido el juicio, y que a ningún buen cristiano debía parecerle mal. «¿Quién?», preguntó el padre. «Don Quijote», respondió el lujo. La cólera del padre subió de punto: «¿Te refieres a nuestro vecino Alonso Quijano?;ese iluso, ese novelero? Cuanto más lejos se vaya, mejor para la sobrina, que se va a quedar sin nada como siga comiéndose la hacienda en libros». Sansón no se rindió y agregó que lo había consultado con don Pedro, y don Pedro era un cura juicioso y le parecía bien. Don Pedro tenía mucho ascendiente en la casa de los Carrascos, y Tomé Carrasco, por esa vez, no dijo nada.

Pero quiso la mala fortuna que Sansón Carrasco encontrare a don Quijote, y que éste le venciera.

Cuando su padre le vio llegar de vacío y con dos costillas rotas, estuvo pensando qué decir, pero el recuerdo de don Pedro le contuvo. Se tiró sin hablar todo ese día. Cuando estuvieron sentados a la mesa, cenando, se ve que o hablaba o reventaba, y dijo, sin que se supiera a quién o a qué se estaba refiriendo:

– ¿Hasta cuándo va a durar esto?

En cuanto se repuso de las costillas, el bachiller Sansón Carrasco volvió a hacer los preparativos para una segunda búsqueda. Enfundó la armadura con unos ropones blancos, de los pies a la cabeza, y pintó de blanco el yelmo y el escudo, sobre el que clavó también una luna brillantísima hecha de azófar.

Su madre palmoteo de entusiasmo, porque lo encontraba más apuesto y galán esta segunda vez que la primera, pero el padre, para no verlo salir, se estuvo tres días sin aparecer por la casa, de caza en unas dehesas suyas, con dos monteros improvisados entre sus pastores.

En esa segunda ocasión tuvo que ir hasta Barcelona, porque don Quijote ya había atravesado media España, pero no le fue difícil dar con él. En todas partes o habían oído hablar del caballero loco, o lo habían visto o conocían a alguien que lo había visto.

Cuando llegó de vuelta al pueblo, victorioso y ufano. Tomé Carrasco, harto de chilindrinas, le lanzó la terminante:

– Basta de perder el tiempo. Decídase, señor bachiller, y haga por recibir las órdenes y hacerse clérigo como mi señor cuñado -se refería al hermano de su madre, obispo de Sigüenza, que se había ofrecido hacía años a favorecer a su sobrino-, pero se acabó de comer en mi mesa la sopa boba. O las órdenes, o ya sabéis dónde está la puerta.

La madre, ante el ultimátum, rompió a llorar y Sansón Carrasco no se atrevió a decirle que se encontraba negado para las cosas de Iglesia.

En esas andaba cuando murió don Quijote. El padre, en consideración al difunto y a la amistad que parecía haber reinado entre su hijo y aquel mentecato, le otorgó, al menos tácitamente, un aplazamiento.

Y aplazamiento fue igualmente para Sancho la muerte de don Quijote.

Llegó a casa con los ojos enrojecidos y taciturno. Dio la noticia y se echó a dormir, porque no había dormido ni un minuto en toda la noche. Dijo a su mujer: «Despiértame de aquí a un rato». Pero Teresa, su mujer, le dejó dormir todo lo que quiso, que no fue mucho, porque le despertaron sobresaltado las campanas, doblando a media mañana.

– ¿Qué hora es? ¿Cuánto he dormido? ¿Quién toca las campanas?

Estaba bañado en sudores fríos y tenia la boca seca. En los escasos minutos de reposo había tenido profundos y espesos sueños en los que andaban él y don Quijote por esos mundos, en su vida caballeresca.

Mandó Sancho a comprar un poco de vino a su hijo, San-chico, y sin que nadie le dijera nada, Sanchíca, la mayor, la preferida de su padre, se puso a freírle unos torreznos.

Bebió algo de vino, pero no probó los torreznos, y en eso estaba cuando apareció Cebadón con un recado del ama Quiteria.

Cuando se quedaron solos Teresa Panza y sus dos hijos, les dijo:

– Ay, hijos, a vuestro padre os lo han cambiado. No ha tocado estos torreznos. ¿Cuándo se ha visto algo así? Los meses que ha pasado con don Quijote han hecho de él otra persona, y no se le conoce. Antes era socarrón y alegre, amigo de dichos y de burlas, de pitos y chirigotas, y ha vuelto un hombre taciturno. Hasta le encuentro más delgado. ¿No habrá enfermado? ¿No habrán contraído los dos una de esas enfermedades raras que andan sueltas por el mundo?

– Será -dijo Sanchica-, porque la muerte de su amo le ha llenado de pesar. Pasará el tiempo y todo se remediará. No hay mal que cien años dure y no hay nada que no remedie un jarro de vino. No tenga vuesa merced cuidado y déjelo de mi mano, que en dos días le voy a devolver el marido como se usaba.

– Ojalá sea como dices. Pero te aseguro que es muy otro del que era. Ayer mismo, antes de salir para la casa de don Quijote, se me quedó mirando, y me dijo: «Ven acá, Teresa. Dime: ¿Qué quedará de mí en este mundo? ¿Seré dueño de mi vida, dueño de mi fama?;Se habrá escrito todo lo que de mí convenía saber o me queda aún por vivir vida memorable? Mira que se muere don Quijote, ¿y qué será de mí? ¿Me espera nueva vida o habré de languidecer aquí esperando la muerte, contando mis aventuras con don Quijote, como un soldado viejo? ¿Se acabó todo? Al morir don Quijote, ¿no me he quedado a medio hacer? Yo antes no era así, a mí antes no me preocupaban estas cosas».

– ¿Y tú qué le dijiste, madre?

– ;Qué querías que le dijese? Que de cuándo acá la vida de un pobre. se acaba con un amo. Cambian los amos, pero los criados son los mismos. ¿Adonde irá el buey que no are? Le dije, quítate cuervos de la frente, ventílate el ánimo, orea el pecho y tus cuidados, levanta la cabeza y mueve los pies, que amanecerá Dios y medraremos, y bien se está San Pedro en Roma.

– ¿Y él te dijo más?

– Sí me dijo. Me dijo: «Tienes mucha razón, Teresa mía, pero dime, dime: ¿Me espera nueva vida o habré de apocarme aquí aguardando la muerte, contando mis aventuras con don Quijote, como un soldado viejo? ¿Se acabó todo?». Y me contó que no podía figurarme lo mucho y bien que había estado esta segunda vez con su amo, y que en nada se había parecido a la primera, y no tanto porque hubiera llegado a ser gobernador, como por haber descubierto en don Quijote un verdadero compañón como no lo había tenido antes, y que sólo ahora que se moría, sabía lo que se le moría a él por dentro, y que a todo parecía que le estaba perdiendo el gusto. Os digo, hijos, que vuestro padre me preocupa.

No le podía oír Sancho ninguna de estas razones, porque se había ido con Cebadón a la caballeriza, detrás de la casa, y estaba poniéndole la jáquima al rucio.

Mientras se atareaba Sancho y Cebadón le echaba una mano, empezó éste a cantar unas coplas. Tenía una voz barnizada y donosa.

– Cebadón, ¿no vas a guardar ni un minuto de luto por tu amo? ¿Cómo puedes cantar un día como hoy?

Cebadón era un mozo y, ante la autoridad de Sancho, suspendió el sonecito.

Cebadón era el único a quien aquella muerte le había dejado indiferente. No sólo porque llevara poco tiempo en la casa. Tampoco había tenido demasiado trato con su amo. Cuando él llegó, don Quijote vivía los días de mayor exaltación y frenética actividad, ejercitando las armas detrás del corral y leyendo en voz alta, encerrado en su aposento, aquellas novelas de las que le gustaba hacer todas las voces, imitaba la voz de las princesas, cuando eran princesas las que hablaban, o la de los gigantes cuando lo hacían éstos o, en fin, la de los caballeros, y se servía para ésta de la suya propia, que ponía en un punto que ni el más asenderado de los comediantes se le hubiese igualado. Y Cebadón pensó: «¿En casa de quién he entrado a servir? Está como un cencerro;).

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