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Ni la duquesa ni el duque reconocieron en este hablar a Sancho, porque no le encontraron ninguna sandez, y puesto que le oyeron hablar de esa segunda parte del Quijote, saltó la duquesa de su escaño, orgullosa de poder anunciar en aquella pequeña corte de lugareños la extraordinaria nueva:

– ¡Y cómo lo has adivinado! Ese libro ya ha salido a la luz, y conmigo traigo uno que compré en Sevilla a un comerciante que los llevaba a América, donde lo esperan con no menos ansias que aquí.

No pudo contener tampoco la emoción Sansón Carrasco de saber que allí, en aquella casa, estaba la deseada y esperada segunda parte de don Quijote, y quiso saber si ya lo habían leído el duque y la duquesa y si cumplía todo lo que en la primera prometía, y si era igual de gracioso e ingenioso.

– A mi marido, el duque, no le entretienen otros ejercicios que los de la caza, y no lee, porque o le da sueño, o se lo quita, y a mí leer me levanta dolor de ojos, y en este viaje no ha venido con nosotros ninguna de las doncellas que allí suelen leerme cada tarde por acortar los días, así que estoy deseando llegar a casa y hacer que me lo lean, por ver si en esta segunda parte se habla de nosotros y de todo lo que en nuestro castillo sucedió.

Dudó el bachiller si podía o no pedir a la duquesa la merced de que se lo dejase ver al menos, y mandó ésta a la dueña doña Rodríguez que lo sacase del arca en que venía. Lo trajo al rato y pasó a manos del bachiller, que lo abrió como si fuese una avecilla herida al que el menor roce pudiera quebrar del todo o ahogar su corazón. Tan entusiasmado le vio la duquesa con él, que le dio licencia para que se lo llevara esa noche y leyese en él lo que dieran de sí las horas de la vigilia, con la promesa de que al día siguiente, antes de partir, se lo devolviera.

Recibió tanto contento de ello el bachiller que no acertaba a encontrar las palabras con qué agradecerle aquel grandísimo ensanche, muy superior a cualquier otro que por él hubiere podido hacer, y sin despedirse de nadie, corrió a su casa

por no perder ni un minuto, y tras él se marchó cada cual a su casa, se recogieron los condes, se aposentaron los duques y sus criados, y esperaron al día siguiente a que llegaran Tosilos, las dueñas y Dulcinea.

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