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– ¿Y ésa es parte principal del libro o de las llamadas de paso?

– Principal.

– ¿Y cuenta la burla de Clavileño?

– La cuenta.

– Y quiero yo saber si trae allí también la invención de Altisidora y Merlín.

– Allí aparecen, si señora, Merlín y Altisidora y todos los que entraron en las burlas como redomados comediantes.

– ¿Y dice si soy hermosa y distinguida?

– Sí. Ya lo creo. Y no sólo el historiador dice de vuestra Excelencia todo lo bueno, sino que se recogen unas palabras que la dueña doña Rodríguez le dice a don Quijote, y compara vuestra lozanía y la morbidez de vuestro rostro a una espada acicalada y tersa, y las dos mejillas, a leche y carmín, una al sol y otra la luna.

Quedó muy complacida la duquesa y hueca, viéndose alabada tan en público y allí mismo prometió a la dueña doña Rodríguez dos perlas que tenía. Lo agradeció doña Rodríguez de modo entrecortado, pero no le quitaba el ojo al guasón bachiller, pues demasiado bien se acordaba ella de haber dicho todo eso a don Quijote, y aún más, como que toda aquella hermosura de la duquesa debía agradecerla primero, a Dios, y luego, a dos fuentes que tenía en las dos piernas, por donde se desaguaban los malos humores de los que decían los médicos que estaba llena.

Y fue también una malicia del propio bachiller, que no tenía ya, después de haber leído aquella segunda parte, demasiada buena opinión de quienes, como los duques, no parecían encontrar entretenimiento más que en reírse de la gente, demostrando en eso ser como tantos que tienen un desarrolladísima jovialidad cuando se trata de los demás y muy malas pulgas cuando los demás quieren tenerlo con ellos mismos.

El propio Sansón Carrasco se dio perfecta cuenta de que aquellos duques tampoco debieron de serle muy simpáticos ni a Cide Hamete ni a Cervantes, porque ni uno ni otro revelaron el nombre de señores tan importantes. Aunque, cabe añadir al paso, que Cide Hamete malamente pudo revelarlo ni aun escribir esa segunda parte, porque llevaba muerto más de ocho meses, y debió de ser que Cervantes, que como muchos otros esperaba después de la primera la segunda parte, decidió seguir atribuyendo al moro el resto de la historia, para no meterse en más jardines y seguir la unidad de la obra, y así si la primera parte se la debemos enteramente a Cide Hamete, la segunda, que también se le atribuye, sólo pudo ser de Cervantes. El caso es que formalmente ni uno ni otro simpatizaron con los duques, como tampoco el bachiller. Y su recelo hacia tan principales señores subió de cotas, quizá porque pensó que únicamente en ese trance, mientras duró el hospedaje en casa de los duques, su buen amigo don Quijote no había procedido como debiera a su dignidad, estando demasiado obsequioso y servil con quienes tanto se burlaban de él, desplazado su lugar natural que fue siempre el de no someterse a nadie, y menos que a nadie al poderoso. Y así, había leído aquellas páginas con un sentimiento ambiguo de lástima y tristeza, y pensaba que el autor debía de haber andado, como en otros pasos, mucho más discreto, y mientras estaba leyéndolas, deseaba terminarlas cuanto antes por ver a sus dos amigos de nuevo al aire libre, dando rienda suelta a su melancolía don Quijote y a sus desportilladas aspiraciones Sancho Panza.

Contenta la duquesa con las palabras que le había referido Sansón Carrasco, y seguida por éste y el escudero, marchó a buscar al duque, a quien halló en compañía del conde, examinando unos caballos que el dueño de la casa estimaba mucho, y allí no tuvo empacho la duquesa en repetirlas, subiéndolas de punto lo indecible.

– Habéis de saber, esposo, que se dice de mí, y es cosa que me da reparo repetir ante tanta gente, modesta, discreta y sencilla como me conocéis tocios, que soy la mujer más hermosa de España y que no igualan mi tez las más lucientes armas de las que hablaba Hornero. Recordadme, doña Rodríguez, que al llegar a casa se le envíe a ese Cervantes uno de los vestidos viejos del duque, con su sombrero y todo, y aquí tenéis no las dos perlas prometidas, sino el collar.

Y ante todos, testigos de su dadivosa naturaleza, se desprendió la duquesa de aquella joya, y se la entregó a la dueña, quien la aceptó con indisimulada reversa, por no saber si aquélla era o no otra más de las burlas de su señora, que acabaría por arrebatarle el collar y el buen nombre, si se enteraba alguna vez de las cosas que de ella iba diciendo a sus espaldas. Después, y esponjada y algodonosa como estaba la duquesa por los que creía los más altos elogios del libro, no dudó en prestárselo a Sancho, pidiéndole no se le pasara ninguno de los comentarios favorables que sobre su persona se dijeran, porque «aunque de fábrica modesta, me gusta saber lo que se dice de mí, por mejorarme si se me censura, o por adobarme de modestia, si tanto se me sahúma, como ahora».

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